Éticas sin moral
Recibido:
2009 - 09 - 24
Aprobado: 2009 - 11 - 25
Ana Marta González
Doctora en Filosofía. Profesora, Departamento de Filosofía, Universidad de Navarra, Pamplona, España. (agonzalez@unav.es).
Resumen:
En el debate ético contemporáneo coexisten planteamientos derivados de la filosofía moral moderna con otros enfoques que cuestionan sus ambiciones normativas. Estos enfoques se han descrito como “éticas sin moral”, dando por sentado que el término “moral” recoge un aspecto nuclear del pensamiento ético moderno: el deseo de identificar las normas universales objetivas. En este ensayo me propongo examinar si es posible defender la normatividad de la razón sustrayéndose a las críticas esgrimidas desde las contemporáneas éticas sin moral.
Palabras clave:
Moral, éticas feministas, éticas ecológicas, éticas de la virtud, ley eterna.
Abstract:
The contemporary ethical debate is one where assertions and positions derived from modern moral philosophy coexist with other approaches that question their normative ambitions. These approaches have been described as ethics without morals, it being understood that the term morals captures a cardinal aspect of modern ethical thinking; namely, the desire to identify objective universal norms. In this paper, the author looks at whether or not it is possible to defend the normativity of reason, ignoring the criticism leveled from the standpoint of contemporary ethics without morals.
Key Words:
Morals, feminist ethics, ecological ethics, ethics of virtue, eternal law.
Résumé:
Dans le débat éthique contemporain cohabitent des propositions dérivées de la philosophie morale moderne ainsi que d’autres idées qui remettent en cause ses ambitions normatives. Ces approches ont été décrites comme des «éthiques sans morale», en considérant comme acquis que le terme «morale» reprend un aspect fondamental de la pensée éthique moderne : le désir d’identifier les normes objectives universelles. Dans cet essai, je me propose d’examiner s’il est possible de défendre la normativité de la raison en la soustrayant aux critiques brandies à partir des éthiques contemporaines sans morale.
Mots clés:
Morale, éthiques féministes, éthiques écologiques, éthiques de la vertu, loi éternelle.
En el
debate ético contemporáneo coexisten los planteamientos morales
derivados de la filosofía moral moderna, con otro tipo de enfoques
que, de diversas maneras, cuestionan sus ambiciones normativas: bien sea porque
la consideran excesivamente teórica y racional, bien sea porque la
consideran escasamente autocrítica.
Estos enfoques, entre los que suelen citarse las éticas ecologistas,
las éticas feministas y las éticas de la virtud, se han descrito
como “éticas sin moral”1, en la medida
en que el término “moral” representa bastante bien un aspecto
nuclear del pensamiento ético moderno, a saber, el deseo de identificar
las normas universales objetivas que deben guiar el comportamiento de todo
ser humano. Por el contrario, en los enfoques citados se pone el acento en
otras dimensiones valorativas no necesariamente codificables mediante normas
con pretensiones de universalidad.
Se ha de notar, en efecto, que si bien atendiendo a la etimología griega
y latina de “ética” y “moral”, podríamos
razonablemente sostener que ambos términos apuntan a la misma materia
–el carácter, las costumbres y, en última instancia, al
obrar humano–, en especial a partir de la época moderna, se han
ido diferenciando los significados de las dos palabras, de tal manera que
“moral” ha pasado a significar, preferentemente, las normas universales
y objetivas que se imponen a la conciencia, mientras que el término
“ética” ha retenido, por lo general, un significado más
cercano al original griego, con el que se hacía referencia, sobre todo,
al modo recto de vivir, bien entendido que el significado de “lo recto”,
o “recta razón”, no quedaba en modo alguno circunscrito
a lo expresado en un código de normas. Expresiva de la distinción
entre ética y moral es la diferenciación hegeliana entre Moralität
y Sittlichkeit.
En este
ensayo quiero hacer un breve repaso de las contemporáneas “éticas
sin moral”, para, a continuación, examinar en qué medida
es posible defender la normatividad de la razón sustrayéndose
a las críticas esgrimidas por el ecologismo y el feminismo radicales,
posturas para las cuales la apelación a la razón, esconde una
ingenua aceptación de valores antropocéntricos y masculinos
respectivamente, ingenuidad que nos cegaría para reconocer otras demandas
éticas. El propio Habermas reconoce la fuerza de estas críticas
cuando denuncia las consecuencias de una “noción estrecha de
la moral para las cuestiones relativas a la ética ecológica”:
Su carácter antropocéntrico parece cegar a las teorías
de tipo kantiano, ya en sus mismos planteamientos, para las cuestiones derivadas
de la responsabilidad moral del hombre por su entorno no humano. No en vano
esas teorías parten de que los problemas moralmente se plantean en
el ámbito de los sujetos capaces de hablar y de actuar, debido a que
nosotros, como observa Günther Patzig, “en tanto que miembros de
una comunidad de personas estamos referidos, y obligados a recurrir, a la
colaboración y al consenso con otros”. Ahora bien, nuestros sentimientos,
juicios y acciones morales se dirigen no sólo a sujetos capaces de
hablar y de actuar, sino también a animales […]. ¿Existe
responsabilidad frente a la naturaleza que sea independiente de la responsabilidad
por la humanidad y futura? ¿De qué tipo es especialmente nuestra
obligación de proteger a los animales?2.
A propósito de estas cuestiones Habermas señala que no hay propiamente
una fundamentación moral –en el sentido moderno de moral–,
sino sólo razones de tipo ético:
razones
[…] que se nos vienen a la cabeza cuando nos preguntamos seriamente
cómo vivimos en este planeta en tanto que pertenecientes a una sociedad
mundial civilizada y qué trato queremos dar a otras especies en tanto
que somos miembros de la nuestra propia. En algunos aspectos, las razones
estéticas son incluso de más peso que las éticas. Pues
en la experiencia estética de la naturaleza las cosas se retiran por
así decir a una inaccesible autonomía e intangibilidad, y sacan
entonces a la luz su vulnerable integridad con tanta claridad que nos parecen
inviolables por sí mismas, y no meramente como partes deseadas de una
forma de vida preferida3.
Una crítica análoga a la razón moral moderna es la que
procede del llamado “feminismo de la diferencia”, inspirado en
el conocido libro de Carol Gilligan, In a different voice, en el que esta
autora denunciaba la moral de inspiración kantiana implícita
en la psicología de Kohlberg y Piaget, por su implícita identificación
de criterios de madurez moral con pautas de comportamientos específicamente
masculinos –concretamente la identificación de lo moral con la
sujeción a normas, frente a la tendencia, según ella más
característicamente femenina, de conceder mayor importancia ética
a las dimensiones relacionales de la vida.
En lo que sigue quisiera argumentar que, si bien una visión unilateral
de la razón como razón científico-técnica ha sido
y es parte de los problemas que, de diversos modos, ecologistas y feministas
han sabido detectar, la razón como tal (que no puede reducirse a su
uso científicotécnico), es también la única solución,
pues de la razón –esto es, de su intrínseca apertura a
la totalidad de lo real, así como de su capacidad de hacerse cargo
de “lo otro” en cuanto otro en circunstancias variables–
extraemos en último término las exigencias éticas. En
efecto, que estas prestaciones de la razón no estén al alcance
de la racionalidad científico-técnica no significa que estén
fuera del alcance de la razón sin más.
Las críticas a la moral moderna
La ética de la compasión de Schopenhauer y la ética de la distinción de Nietzsche4 constituyeron ya en su día sendos ataques a puntos nucleares de la moral moderna, de la cual son exponentes paradigmáticos el deontologismo kantiano y el utilitarismo. Las críticas contemporáneas a la moral moderna –representadas principalmente en las llamadas “éticas de la virtud”, pero también en las éticas ecológicas y feministas– se presentan en un primer momento con menos pretensiones metafísicas que las éticas de Schopenhauer y Nietzsche, aunque, en contrapartida, tal vez hayan ganado en contextualización práctica y eficacia política; (al menos esto último es patente en el caso de las éticas ecológicas y feministas, que, a fuer de radicales, han logrado introducir en el debate político cuestiones que de otro modo posiblemente habrían pasado inadvertidas).
Compromisos metafísicos de las éticas contemporáneas
Ciertamente,
el hecho de que las pretensiones metafísicas de estas éticas
contemporáneas sean, en apariencia, menores que las de sus precedentes
decimonónicos, no debe llamarnos a engaño. Pues, no obstante
su orientación prioritariamente práctica, tanto los esfuerzos
contemporáneos por rehabilitar la virtud, como las versiones más
radicales de las éticas ecológicas y feministas, son deudoras
de tesis metafísicas.
Como es sabido, en el libro que ha servido de detonante para la rehabilitación
contemporánea de la virtud, After Virtue, Alasdair MacIntyre incluía
un capítulo titulado “¿Nietzsche o Aristóteles?”,
en el que se apuntaba a estos dos filósofos como alternativas posibles
frente a lo que consideraba el colapso de la filosofía moral moderna.
Aunque el propio MacIntyre excluía en esa ocasión una lectura
metafísica de Aristóteles –concretamente de lo que entonces
llamaba la “biología metafísica” de Aristóteles–,
la contraposición de ambos autores significaba de hecho la contraposición
de dos metafísicas: una metafísica que cabe llamar teleológica,
que apuntaba a la prioridad de la forma sobre la materia, y otra de corte
naturalista, que en último análisis significaba exactamente
lo contrario.
En unos términos tal vez incluso más radicales, la necesidad
de ir más allá de la moral moderna, ya había sido ya
planteada por Elizabeth Anscombe en su artículo “Modern Moral
Philosophy” de 1958. En esa ocasión, en efecto, Anscombe apuntaba
también a la ética de la virtud como alternativa al normativismo
de la moral moderna, pero su argumento descansaba más bien en hacer
notar que las apelaciones modernas a la ley estaban llamadas a quedar sin
efecto una vez que la misma filosofía moral moderna había excluido
la referencia metafísico-teológica a la ley eterna como último
fundamento de la misma ley moral. Desaparecida del horizonte la referencia
teológica –observaba Anscombe– la pretensión moderna
de una ley moral autónoma está destinada a vaciarse progresivamente
de significado5. En estas condiciones –es decir: en
las condiciones de una modernidad secularizada y secularizadora– el
único modo de preservar la índole racional de la ética
pasaba por recuperar una ética de la virtud como la de Aristóteles6.
Desde
entonces, si bien se han sucedido diversos intentos de recuperar la ética
de la virtud de la mano de autores como Aristóteles o de su más
celebrado comentador medieval, Tomás de Aquino7, no
es menos cierto que ha habido también intentos de rescatar la idea
pagana de virtud –ya de la mano de Platón8,
o de un Aristóteles no contaminado por su comentador cristiano9–,
o también la idea de virtud de autores modernos, como Hume o Kant,
continuando en esa medida dentro de la órbita ilustrada10.
Por el contrario, haciendo suyo el perspectivismo nietzscheano, éticas
ecológicas y feministas, al menos en sus versiones más radicales,
al tiempo que retienen, inercial pero conscientemente, la moderna deriva secularista,
tienen en común la voluntad de romper amarras con el universalismo
de la razón moderna, para afrontar los problemas éticos desde
una perspectiva particular: ya sea la preocupación por el medio ambiente
(environmental ethics) o la superación de la subordinación de
la mujer11. De esta forma logran llamar la atención
sobre aspectos descuidados por la filosofía moral moderna, que no vacilan
en caracterizar como “antropocéntrica” y “masculina”
respectivamente. Ahora bien: tales acusaciones, al aplicarse a la razón,
distan de ser simples clichés: constituyen de facto una toma de postura
metafísica, porque arrojan sobre la presunta apertura de la razón
a la verdad la sospecha de ideología, subordinando la forma universal
de la razón a distintos intereses particulares.
En efecto:
aunque hasta cierto punto cabría decir que éticas ecológicas
y feministas se caracterizan por un compromiso ético anterior a la
misma empresa intelectual –“es preciso cuidar la tierra”;
“es preciso fomentar la igualdad de la mujer”, etc., – el
mismo hecho de subordinar el dinamismo natural de la razón a tales
valores –por lo demás muy respetables– constituye una inversión
decidida de la metafísica precedente, para la cual es la razón,
precisamente por su intrínseca apertura a lo universal, la que en todo
caso tiene capacidad para reconocer el contexto de relevancia y autorizar
una determinada acusación como justa o improcedente.
Lo característico de las “nuevas éticas”, en efecto,
no es simplemente el detectar una serie de problemas y dirigir a ellos su
atención. También la ética clásica y moderna pueden
aproximarse a problemas ecológicos y de género y denunciar,
con base en la igual naturaleza y dignidad de todos los hombres, las discriminaciones
por razón de sexo, o, en su caso, los excesos de la razón tecnológica.
Lo verdaderamente característico de las éticas medioambientales
y de género es que las perspectivas desde las que acceden al mundo
–la perspectiva medio-ambiental o de género– vienen avaladas
por una crítica implacable a la razón moderna y sus pretensiones
de imparcialidad, en lo cual se advierte la influencia de la crítica
marxista y nietzscheana.
Así, en sintonía con la teoría crítica, estas
éticas parten de la base de que el mismo quehacer racional moderno
está condicionado por prejuicios extra-racionales, según los
cuales, por ejemplo, se privilegia de manera más o menos consciente
una perspectiva “antropocéntrica” o “masculina”,
hasta tal punto que el ejercicio a-crítico de la razón, lejos
de arrojar resultados moralmente justos, viene a legitimar un estado de cosas
pre-existente, en el que los seres humanos impondrían su perspectiva
a los no-humanos, los hombres a las mujeres, como si esa fuera “la”
única perspectiva racional12.
Que
una legitimación semejante ha existido en ocasiones puede admitirse
sin problemas. Pero que esa realidad histórica y social baste para
denunciar todo uso de la razón como ideológico –esto es,
subordinado a intereses particulares– es algo muy distinto. Afirmarlo
equivaldría de hecho a admitir que no hay en realidad más que
perspectivas ideológicas enfrentadas en una lucha por la hegemonía.
Ahora bien: precisamente esto es una tesis metafísica que no admite
comprobación empírica. Concretamente, una tesis naturalista,
que reduce a cero la distancia entre razón y naturaleza, en la medida
en que da por sentado que el intercambio de ideas que llevan a cabo los seres
humanos en tanto racionales no se distingue en el fondo de la “lucha
por la supervivencia” con la que metafóricamente solemos describir
–precisamente nosotros– los procesos que observamos en el reino
de la naturaleza.
Si lo anterior permite cuestionar la neutralidad metafísica de las
éticas contemporáneas, no debe impedirnos, sin embargo, un examen
ponderado de las críticas que dirigen a la moral moderna.
Éticas ecológicas
En la
introducción a la colección de ensayos sobre Environmental Ethics,
Robert Elliot realiza una significativa división entre las “Human-Centred
Environmental Ethics” y las “Environmental Ethics which are not
Human- Centred”, entre las que, no obstante, registra, énfasis
diversos.
En efecto: como él mismo explica, buena parte de la preocupación
antropocéntrica por la integridad del ambiente natural se enfoca sobre
todo a mejorar el bienestar humano, y, en este sentido, conecta con cuestiones
de justicia distributiva y preocupación por las generaciones futuras.
Este tipo de planteamientos no son particularmente controvertidos: incluso
personas que por lo general se oponen a políticas medioambientales
suelen aceptarlas. Si acaso, cuestionarán predicciones demasiado sombrías,
o todo lo que conlleve una modificación significativa de nuestras prácticas
habituales13.
Otras éticas ambientales, igualmente antropocéntricas, no tienen,
sin embargo, una orientación hacia el bienestar sino más bien
hacia el perfeccionamiento humano, ya sea en términos de conocimiento,
refinamiento cultural, o creación de nuevas formas de expresión
estética, y que en general dependen de preservar el medio ambiente.
También la ética de la virtud puede, en este sentido, aliarse
con preocupaciones medioambientales, en la medida en que reconoce determinadas
formas de acción como manifestativas de un carácter éticamente
fallido –pensemos, por ejemplo, en el vandalismo–. El propio Elliot
señala que algunas variantes del ecofeminismo pueden entenderse desde
esta perspectiva, en tanto que denuncian determinadas prácticas destructivas
del medio como contrarias a las actitudes de cuidado y afecto que todo ser
humano debería desarrollar14.
No obstante, las posturas mencionadas contrastan con aquellas éticas
medioambientales “no-antropocéntricas”, para las cuales
la raíz de la preocupación por el medio reside en que la existencia
humana está metafísicamente ligada a la del resto de los seres
naturales, de tal manera que es esa misma ligazón metafísica
la que psicológicamente nos movería a identificarnos con el
destino de la naturaleza15.
Es indudable
que cuanto más “no-antropocéntricas” se vuelven
las éticas ecológicas, más controvertidas llegan a ser
las cuestiones normativas que plantean, aunque es también entonces
cuando resultan más interesantes las discusiones filosóficas
que suscitan16, y que en último análisis remiten
al modo de entender la vinculación del hombre con esa naturaleza de
la que se viene alienando progresivamente en el curso de la modernidad tecnológica.
En efecto: en el curso de la modernidad el hombre se ha enfrentado invariablemente
a la naturaleza como si ésta careciera de dinamismos propios, y se
limitara a ser materia al servicio de los fines e intereses más o menos
razonables del hombre; ha reafirmado así su distancia y dominio sobre
la naturaleza, pero de tal manera que ha dejado de verse a sí mismo
como parte de ella, o a ella como parte de sí; cuando lo ha hecho no
ha sido tanto para extender el trato humano –considerado con los fines
del otro– a la naturaleza cuanto para proyectar la razón técnica
sobre sí mismo.
Éticas feministas
Con el
precedente de la moderna razón objetivadora, para la cual la naturaleza
es sobre todo “lo otro” que la razón dominadora, no debería
resultarnos extraña la sospecha que las éticas feministas arrojan
sobre lo que en distintos contextos cuenta o vale como “racional”,
ni su denuncia de que la razón moderna no es, en realidad, sino una
expresión más del secular dominio masculino, no ya sobre la
naturaleza, sino sobre la mujer. Precisamente este último pensamiento
permite explicar las reticencias, más que comprensibles, a aceptar
la también secular asimilación de lo femenino a la naturaleza.
Sin embargo, quisiera notar que detrás de las mismas palabras –de
las mismas metáforas– pueden encontrarse realidades bien diferentes.
Modernamente, en efecto, lo que cuenta como razón es, ante todo, la
razón tecnológica, mientras que la naturaleza, desposeída
de toda iniciativa propia y pasivamente sujeta a la voluntad de su señor,
representa una versión distorsionada de lo que en otro tiempo se llamaba
“madre naturaleza”. Por ello, aunque la modernidad seguirá
viendo en la naturaleza la representación de lo femenino, y en la razón
una representación del varón, lo que en este caso cuenta como
naturaleza y razón ya tiene poco que ver con lo que en el mundo premoderno
pasaba ya por naturaleza ya por razón: respectivamente, el principio
poderoso de vida, o la capacidad de hacerse con lo otro en cuanto otro17.
No obstante,
conviene aclarar que, al igual que la preocupación ecológica,
también la cuestión de género ha encontrado eco en el
seno de los planteamientos éticos más dispares18.
Así, dentro de lo que, en términos generales, cabría
llamar “movimiento feminista” se han dado también varios
enfoques, algunos de los cuales entroncan directamente con modernas ideas
liberales, mientras que otros tienden más bien a socavar los presupuestos
sociales de la modernidad, ya sea radicalizando el ideal de igualdad proclamado
por ella, ya sea cuestionando la misma imparcialidad de la razón moderna.
Así, una primera línea, bien conocida, del movimiento feminista,
trataba simplemente de extender las convicciones liberales a las mujeres,
basándose en la universalidad de la naturaleza humana. En este sentido,
lo que se suele llamar el primer feminismo apostaba por una ética de
género en la que el género, como hecho diferencial, no tiene
cabida: todos somos humanos19. Este principio encuentra eco,
por ejemplo, en la teoría de la justicia de Rawls, cuya “posición
original” presupone la ignorancia de características particulares,
incluido el género20.
Pero, al lado de ese feminismo de la igualdad, comparece un feminismo de la
diferencia, para el cual el hecho de que todo ser humano nazca varón
o mujer significa, en último término, que la idea de una humanidad
universal constituye solamente una abstracción, en razón de
lo cual debería rechazarse, como igualmente abstracta, una ética
que prescindiera de aquella diferencia, en la cual iría implicado el
reconocer a las mujeres un modo de pensar éticamente en sus propios
términos21. Como ya se ha dicho ésta ha sido
la aproximación favorecida por Carol Gilligan, que ha propiciado la
subsiguiente –y controvertida– asimilación de la perspectiva
femenina con las éticas del cuidado22.
Aunque
en general resulta plausible hablar de una diversa sensibilidad ética
de hombres y mujeres, basarse en ello para concluir la existencia de dos éticas
–una masculina y otra femenina– representa a mi juicio una indebida
traslación de un rasgo material constitutivo de la esencia, al plano
formal de los principios éticos. En efecto: aunque la diferencia material
de género seguramente comporta énfasis diversos en el orden
de la percepción y los modos de actuar, esa diversidad cognitiva y
operativa, en último término material, no justifica hablar de
una diversidad formal en el plano de los principios, a la cual se debería,
en realidad, la posibilidad misma de hablar de dos éticas diferentes.
Nos las habemos aquí, nuevamente, con una tradicional cuestión
metafísica, relativa al modo en que pensamos la naturaleza humana,
la cual, en su concreta materialidad, se nos presenta sexuada. Sin duda, la
clásica definición del hombre como “animal racional”,
donde “animal” señala el género y “racional”
la diferencia específica, no ocultaba esta dimensión. Esa definición,
sin embargo, no debería llevarnos a pensar la sexualidad como algo
exclusivamente animal, impermeable a la racionalidad, pues precisamente el
sentido de la definición estriba en resaltar que la racionalidad es
el elemento formalmente diferenciador del animal humano. Con otras palabras:
todo en el animal humano –la sexualidad incluida– está
impregnado de racionalidad. Qué pueda significar eso, en el caso concreto
de la sexualidad, es algo que ahora no podemos explorar hasta el final. Baste
decir, por un lado, que la razón añade un elemento de indeterminación
que impide considerar la sexualidad humana algo meramente “instintivo”;
y, por otro, que la razón, en su ejercicio, no puede dejar de reconocer
la existencia y el sentido de un dinamismo que la precede y que es, en ese
sentido, natural.
Si la
indeterminación debida a la razón impide esencializar de una
vez por todas las formas culturales de realizar la diferencia sexual, el reconocimiento
de un sentido implícito en la misma diferencia sexual impide considerar
esta diferencia como un mero constructo cultural. Esta última vía,
sin embargo, ha sido la embocada por una tercera línea de pensamiento
feminista, de filiación marxista, para la cual el género no
sería más que una construcción social a la que se adaptan
los individuos mediante el lenguaje, las prácticas y las normas de
la sociedad en la que viven. Desde esta óptica, toda apelación
a lo natural y a la naturaleza, no menos que a la razón o a la racionalidad,
no sería sino una estrategia más de dominación, destinada
a perpetuar prácticas sociales heredadas, caracterizadas por la hegemonía
masculina. A partir de aquí, y tomando en serio la máxima marxista
de que la tarea de la filosofía no es comprender el mundo sino cambiarlo,
la ética feminista de la liberación se compromete en estrategias
efectivas de acción, apelando simplemente a cierta idea de lo humano,
como algo situado más allá de la diferencia de géneros.
Desde esta perspectiva, entonces, las éticas feministas de corte marxista
enlazan con ese ideal abstracto de naturaleza humano criticado por el feminismo
de la diferencia, en atención a lo cual cabría considerarlas
como una extensión del ideal moderno de igualdad, cuya realización
constituiría el único objetivo al que habría que subordinar
todo lo demás, incluida la misma actividad racional. Ésta, abandonada
toda pretensión teórica y convertida plenamente en razón
revolucionaria, no tendría por fin descubrir verdad alguna anterior
a su propia actividad, sino directamente realizar el ideal igualitario hasta
sus últimas consecuencias –idealmente, hasta convertir en prácticamente
irrelevante la diferencia de género.
A nadie
se le escapa el componente utópico de esta aspiración. Utópico,
precisamente, porque prescinde del lugar o topos natural desde el que partimos
inevitablemente al ejercitar nuestra razón. Pues si esta última
nos permite idealmente abrirnos a lo universal, lo hace siempre desde un lugar
particular, definido en primer término por nuestra propia corporalidad.
Ahora bien: el cuerpo no constituye únicamente el perímetro
material desde el interior del cual observamos el mundo, como “yoes”
desencarnados. El cuerpo humano, y esto quiere decir el cuerpo sexuado, es
el hombre mismo. De qué modo la condición sexuada afecta a la
acción y al modo de actuar es algo que no podemos definir de antemano.
Pero que lo hace es indudable. En este sentido, resulta pertinente la reflexión
de Seyla Benhabib, quien ve en el feminismo de la diferencia un correctivo
de la tradición universalista de pensamiento ético, centrado,
a su juicio, en un yo atemporal y desencarnado23. Y como
ella también hace notar, ha de ser posible aceptar este correctivo
sin renunciar al punto de vista crítico-normativo ofrecido por el pensamiento
moderno. O, prefiero decir, del pensamiento o la razón sin más.
Antes de acometer esta última cuestión, sin embargo, veamos
en qué términos se ha planteado la crítica a la moral
moderna por parte de las éticas de la virtud.
Éticas de la virtud
Como
ya se ha dicho, desde los años 70 venimos asistiendo a la recuperación
del concepto de virtud, el cual había pasado a un segundo plano en
la moral moderna, ocupada sobre todo en la cuestión de la fundamentación
de las normas morales, y el diseño de convincentes teorías normativas.
Desde aquí se entiende que la recuperación de la virtud se haya
asociado principalmente con el redescubrimiento de Aristóteles y Tomás
de Aquino. Sin embargo, como ya se ha hecho notar, en los últimos años
ha florecido asimismo la investigación sobre el concepto de virtud
presente en otros autores modernos, especialmente Hume y Kant24.
Ciertamente, sería erróneo pensar que la ética de virtudes
sólo encontró su lugar en el mundo antiguo. Como ha puesto de
relieve Pocock, gozó de un lugar prominente en el Renacimiento italiano;
asimismo puede encontrarse en la tradición de pensamiento republicano,
y en el pensamiento de Hume, que representa un curioso compromiso entre pensamiento
clásico y liberal. Y, como ha recordado Bobbio, la doctrina de la virtud
de Kant se cuenta entre los textos más relevantes sobre este tema25.
Con todo, la ética de Kant cuenta sobre todo como una ética
del deber, del mismo modo que la ética de Hume se ve por lo general
como una ética de los buenos sentimientos, y ambas sólo se comprenden
a la luz de la transformación moderna de lo moral y las expectativas
modernas acerca de los sistemas de filosofía moral, cuyo dominio desde
el siglo XVIII explica en gran medida el impacto de la reciente rehabilitación
de la virtud.
En efecto: entre antiguos y modernos hay significativas diferencias en el
modo de enfocar la virtud, diferencias que los restauradores de la virtud
se han encargado de subrayar. Así, por ejemplo, Philippa Foot ha recordado
que frente a la reducción moderna de la virtud moral, el concepto clásico
de virtud abarcaba también virtudes intelectuales y artes26.
El propio MacIntyre ha resaltado significativas diferencias entre el concepto
de virtud manejado por Aristóteles o Tomás –como principio
intrínseco de operaciones– y la idea de virtud que aparece reflejada
en la obra de Jane Austen, donde la virtud aparece más vinculada al
papel social que una persona desempeña que a la persona misma27.
Profundizar en la naturaleza de estas diferencias permite explicar el impacto
de la recuperación contemporánea de la virtud, no sólo
en el ámbito “práctico-práctico” ocupado
con la dirección efectiva de las acciones sino también en el
ámbito “teórico-práctico”, relativo a la
misma teoría moral.
En efecto, si por lo que se refiere al ámbito “práctico-práctico”,
la recuperación de la virtud ha significado –por emplear la terminología
de Tomás de Aquino– la recuperación de un “principio
intrínseco de los actos humanos”, por lo que se refiere al ámbito
“teorico-práctico”, la principal ganancia ha consistido
en recuperar el contexto de la acción. Vayamos por partes
La virtud como principio intrínseco
Afirmar
que la virtud constituye un principio intrínseco de los actos humanos
significa, entre otras cosas, que no puede confundirse con la mera interiorización
de una norma, la cual, según la clasificación de Tomás
de Aquino, representa un “principio extrínseco de los actos humanos”.
Pienso que la principal aportación de Anscombe al debate contemporáneo
sobre la virtud se mueve precisamente en esta dirección, cuando hace
notar “el carácter normativo de las virtudes”. Peculiar,
en el planteamiento de Anscombe, es que, al tiempo que desarrolla una teoría
de la virtud de corte aristotélico mantiene el sentido de los absolutos
morales. Lo que rechaza es que el término “moral” añada
por sí mismo algo a la noción de “lo debido” ya
en razón de alguna virtud.
De igual modo, Alasdair MacIntyre ha destacado como un dato esencial al concepto
clásico de virtud, la noción de “bien interno a una práctica”.
En efecto: en una primera aproximación, MacIntyre define la virtud
como “una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio
nos capacita para alcanzar esos bienes que son internos a las prácticas,
y cuya carencia nos impide alcanzar esos bienes”. En esta definición
es crucial distinguir una práctica de una simple habilidad: lo distintivo
de la práctica, frente a la simple habilidad es, en parte, el mismo
modo en que las concepciones de los bienes y fines relevantes a los que sirven
las técnicas –pues aunque toda práctica ciertamente requiere
ejercicio de habilidades– se transforma y se enriquece, en consideración
a los mismos bienes internos que la práctica promueve. En este sentido,
las prácticas tienen una historia que es siempre mucho más que
la historia de la técnica en cuestión: participar en una práctica
es entrar en relación no sólo con otros que también están
implicados en ella en el presente, sino también en el pasado. En todo
caso, no hay que confundir las prácticas con las instituciones en el
contexto de las cuales se desarrollan las prácticas: pues mientras
que las prácticas promueven principalmente bienes internos, las instituciones
tienen que ver sobre todo con bienes externos. Las virtudes son necesarias
para alcanzar los bienes internos a las prácticas; pero no conducen
necesariamente a alcanzar bienes externos.
Por
su parte, John McDowell ha destacado también el carácter intrínseco
de la virtud en la medida en que ha descrito la racionalidad presente en el
comportamiento virtuoso como emergiendo de la noción misma de persona
virtuosa, como emergiendo “de dentro afuera”. Según McDowell,
el comportamiento de la persona virtuosa es exponente de un tipo de racionalidad
no codificable, derivada de ser un cierto tipo de persona, capaz de ver en
cada caso, lo exigido por la situación.
En cualquier caso, el acento en la normatividad (intrínseca) derivada
de la virtud se contrapone a la normatividad (extrínseca) derivada
de la ley. En relación con esto, no es aventurado afirmar que la propuesta
nietzscheana de una ética de la distinción, alternativa a la
moral moderna, han preparado el terreno a la ética de la virtud. Al
mismo tiempo, sin embargo, no hay que olvidar una diferencia esencial entre
la virtud nietzscheana y la aristotélica: precisamente la conexión
de esta última con la noción de razón y verdad práctica.
Esa diferencia queda recogida en la distinción entre dos tipos de enfoques
de la virtud, que ha diferenciado Michael Slote: las que él llama “agent-based”
y las “agent-focused”.
Según Slote, la ética aristotélica de la virtud es una agent-focused ethics, porque, si bien afirma que el hombre virtuoso es la medida de la virtud en la acción, reconoce, no obstante, que un individuo no virtuoso puede en alguna situación particular realizar actos virtuosos, e incluso define al hombre virtuoso como alguien que ve o percibe lo que es correcto hacer en una situación dada. Ahora bien, como él mismo observa, este lenguaje sugiere que el hombre virtuoso hace lo que es noble o virtuoso, porque es noble, y no porque él lo constituya en tal28. Por el contrario, las agent-based ethics –que él mismo suscribe29– derivan toda la cualidad moral de la acción del carácter del agente. Entre estas últimas éticas, sitúa las que proponen un modelo de moral como “fuerza interior”, cuyo problema principal sería el tratar ciertas cualidades virtuosas (tales como la benevolencia, la compasión, etc.) como derivadamente buenas, es decir, como buenas a través de otro principio. Por eso las califica de “frías” (“cool”), y las contrapone a las formas “cálidas” (“warm”) de ética de la virtud, dentro de las cuales menciona dos: “moral como benevolencia universal” y “moral como cuidado”, que le permite poner en relación la ética de la virtud con la ética del cuidado abogada por Gilligan o Virginia Held30.
La sensibilidad al contexto
Pero la
recuperación contemporánea de la virtud también ha comportado
transformaciones en el ámbito de la misma teoría moral. Aunque
con frecuencia esas transformaciones se han interpretado en clave escéptica
–como si afirmar la virtud significara negar la relevancia de la misma
teoría moral– otras veces simplemente ha significado subrayar
la orientación práctica de la teoría ética y,
por eso mismo, la prioridad práctica de la prudencia, que atiende al
contexto de la acción.
Con respecto al pretendido escepticismo teórico de las éticas
de la virtud, parece necesario, en todo caso, deshacer un equívoco
frecuente: afirmar la prioridad práctica de la prudencia y, en esa
medida, el lugar secundario de la teoría ética respecto a la
dirección de la acción, no significa negar la relevancia de
la teoría para la práctica –pues para dirigir la vida
hacia el bien hace falta anticipar una idea de la vida buena, para lo cual
es precisa la teoría31–; ni tampoco negar la
existencia de absolutos morales, o –como diría Aristóteles–
actos que “no admiten término medio”32.
Lo
que significa, en cambio, es que, para evaluar la moralidad de las acciones,
es preciso saber qué es lo que persigue el agente y en qué circunstancias,
para lo cual hace falta tener conocimiento del contexto en el que éste
actúa. Precisamente esto es lo que explica la aceptación que
en los últimos años han encontrado los llamados “paradigmas
contextualistas” en el ámbito de las llamadas éticas profesionales,
especialmente en el ámbito de la ética médica o de la
ética de los negocios.
En efecto: cuando el modelo “norma-aplicación de la norma”,
sugerido por las teorías normativas heredadas de la modernidad –utilitarismo
y deontologismo– se reveló insuficiente para guiar los casos
concretos a los que se enfrentaba el personal biosanitario o los agentes económicos,
etc., empezaron a proliferar teorías intermedias, que decían
apoyarse en las teorías modernas de la normatividad, pero al mismo
tiempo con contenido suficiente para guiar nuestros juicios. Sin embargo,
de manera gradual, los cultivadores de las así llamadas “éticas
aplicadas” se han ido apartando de este modelo, en el fondo deudor del
mismo esquema que el anterior. En su lugar ha comenzado a abrirse paso una
visión más plural de la evaluación ética, conocida
como “contextualismo”, en la que tienden a adquirir importancia
progresiva las virtudes con las que nos capacitamos para desempeñar
tareas en contextos institucionales definidos.
Ahora bien, mientras que los modelos normativos afrontan los problemas morales
en términos de “normas universales-aplicación de las normas
al caso”, el enfoque contextualista tiende a conceder más peso
a los aspectos procedurales de la deliberación y la decisión.
Con ello dirige nuestra atención a la naturaleza misma del razonamiento
práctico, y nos pone en situación de comprender que la verdad
o falsedad del razonamiento práctico depende de más factores
que la sola razón. Desde esta perspectiva, la ética de virtudes
introduce un importante correctivo en la tendencia racionalista de la moral
moderna, sin por ello arrojar sospechas sobre la razón como tal.
Razón y normatividad
En efecto:
en el caso de las éticas de la virtud, las reservas ante los sistemas
morales modernos no se dirigen tanto al papel directivo de la razón,
cuanto a la pretensión de orientar la praxis concreta simplemente con
principios abstractos, sin advertir que, en el caso de la praxis, el contexto
entra a formar parte de la definición de la praxis, es decir, sin advertir
que, la racionalidad práctica presenta diferencias importantes con
la racionalidad técnica.
Precisamente, para comprender las críticas de las éticas contemporáneas
a la moral moderna, resulta capital traer a nuestra consideración la
clásica distinción entre racionalidad técnica y racionalidad
ética. A mi juicio, las críticas de antropocentrismo o de ideología,
dirigida desde las éticas ecológicas y feministas a la razón
moral moderna, resultan parcialmente certeras si consideramos que, a resultas
de la teorización moderna de la moral, ha sido muy frecuente afrontar
los problemas éticos como si bastara únicamente aplicar una
serie de principios a una materia pre-existente, a semejanza de lo que ocurre
con la racionalidad técnica, y por contraste con lo que ocurre con
la racionalidad práctica propiamente dicha.
Ciertamente, hablar de “técnica” de un modo tan general
resulta inexacto. Aristóteles, como es sabido, contrapone el arte y
la prudencia, definiendo las primeras como “disposición racional
para la producción”, y la segunda como “disposición
racional verdadera y práctica respecto de lo que es bueno y malo para
el hombre”33. La referencia a la producción,
en la definición de arte, nos habla de un fin particular exterior al
agente, mientras que la prudencia se refiere a lo que es bueno y malo para
el hombre en general.
Sin embargo,
hay mucha diferencia entre las artes, no sólo en atención a
la diversidad de fines particulares que podemos proponernos en el curso de
nuestras acciones, sino también en atención al tipo de conocimiento
necesario para llevarlas a cabo. Es patente, en efecto, que, para su correcto
desempeño, algunas artes requieren una especial retroalimentación
entre la información procedente del contexto de aplicación y
la ejecución misma, y que, en esa misma medida, se aproximan más
al tipo de racionalidad propio de la praxis. Así, la relación
de un médico con un paciente, la de un maestro con su alumno, se comprenden
mejor como praxis que como técnicas, pues aunque tanto el médico
como el maestro persigan un fin determinado –sanar, enseñar–,
los fines en cuestión sólo se alcanzan en la medida en que los
medios –exploración, instrucción, etc. – se adaptan
a la realidad concreta; por eso, tales medios admiten sólo una generalización
relativa, y sólo aciertan con el fin a base de mucha experiencia. Por
el contrario, las actividades de un mecánico, de un zapatero, etc.,
aunque de hecho se inserten también en un contexto práctico,
pueden comprenderse bastante bien en sí mismas, y aunque también
requieran de la experiencia para llegar a buen término, admiten más
fácilmente una reproducción normativa.
A la luz de esta distinción entre ética y técnica, en
todo caso, podemos apreciar que uno de los problemas más conspicuos
de los sistemas morales modernos residía en su propensión más
o menos consciente a asimilar la praxis a la técnica. Esto se advierte,
precisamente, en la tendencia a reducir la cuestión moral a la cuestión
de la fundamentación de un único principio, con el que presuntamente
cabría orientar todas y cada una de nuestras acciones, las cuales se
limitarían a proporcionar la materia de aplicación de aquel
principio. Éste es el esquema que ha entrado en crisis. Relacionado
con esto se puede decir que ha entrado en crisis la idea normativista de la
moral, que entiende la moral preferentemente como un código de normas,
cuyo conocimiento bastaría para actuar correctamente en la práctica.
En realidad,
como bien hacía notar Aristóteles, existe una diferencia importante
entre el bien predicado de las acciones y el bien predicado de las producciones.
Mientras que los productos de las artes son buenos si reúnen ciertas
características, para afirmar que una acción es buena no basta
con que reúna ciertas características comprobables desde fuera,
sino que es preciso, además, que el que actúa reúna ciertas
condiciones al hacerlas. Aristóteles precisaba: que las haga con conocimiento,
eligiéndolas y eligiéndolas por ellas mismas, y con una actitud
firme e inconmovible34. Esas son, en efecto, las condiciones
de la acción virtuosa, coherentes con la definición de virtud
como “aquello que perfecciona a un agente y hace perfecta su obra”.
Así pues, nadie puede realmente afirmar que una acción es buena
con sólo atender a su realización externa. De hecho, todos los
filósofos morales han subrayado, de un modo u otro, que la actitud
interior resulta esencial. Sin embargo, sería erróneo concluir,
a partir de aquí, que la bondad de la acción requiere de algo
así como una división de trabajo entre normas –que se
ocuparían de la corrección objetiva– y buenas intenciones,
que se ocuparían de la corrección subjetiva, pues, por una parte,
cualquier enumeración de normas objetivas, por exhaustiva que pueda
parecer –como puede serlo la casuística– no agota toda
la materia moral y, por otra, la rectitud interior con la que actúa
el agente no es algo realmente extrínseco a una acción previamente
constituida, desde el momento en que comunica a ésta su forma característica.
Sin intención no hay deliberación ni elección de acto
alguno; y todo acto elegido lo es por algún fin, que será bueno
o malo en la medida en que perfeccione al agente, es decir, en la medida en
que sea virtuoso. Por ello, mientras que una enumeración exhaustiva
de normas no basta para cubrir la moralidad del obrar humano, toda la materia
moral, es decir, todo lo que en el obrar humano es susceptible de bondad o
maldad por referencia a la razón, queda, en cambio, cubierta con la
virtud35. De ella, en efecto, dice Aristóteles, que
rectifica el apetito, lo cual es imprescindible para que, a la hora de actuar,
nuestra razón no se vea perturbada por las pasiones o los intereses,
y pueda deliberar con rectitud36.
Lo anterior explica que Aristóteles proponga al hombre bueno –al
phronimos– como canon o norma del obrar moral. Lo bueno, lo que se ha
de hacer en circunstancias concretas, no queda suficientemente reflejado en
norma abstracta alguna. Lo bueno es lo que hace el hombre bueno y como lo
hace el hombre bueno. No es casual, por ello, que, entre los muchos rasgos
posibles, para definir el carácter del hombre bueno, Aristóteles
lo defina como aquel “que juzga bien todas las cosas y en todas se le
muestra la verdad”37. Y eso se debe a que la recta
razón, por la que se guía el hombre bueno en el curso de mil
contingencias cotidianas, hila más fino que cualesquiera normas abstractas
de justicia38.
Del contraste
anterior entre bondad de la técnica y la bondad de la praxis quisiera
extraer, en todo caso, una observación relativa a nuestro tema: mientras
que una visión excesivamente técnica de la racionalidad moral,
con su tendencia a asimilar la bondad del obrar humano al cumplimiento de
ciertas características, resulta especialmente vulnerable a interpretaciones
ideológicas –en las que (presuntas) buenas intenciones guían
la aplicación de normas abstractas sobre una materia amorfa–,
la racionalidad propiamente práctica, a la que deben ajustarse las
buenas acciones, exige realizar nuestras buenas intenciones atendiendo a los
requerimientos que, a menudo sobre la marcha, nos hace la realidad concreta,
sin deformarlos en atención a nuestras pasiones y a nuestros intereses.
En este sentido, del mismo modo que hay una afinidad entre razón tecnológica
y razón ideológica, hay una afinidad entre razón ética
y razón metafísica, donde “razón metafísica”
no significa otra cosa que razón “receptiva” a los requerimientos
que hace la realidad, por contraste a la razón que “impone”
sus criterios a esta misma realidad.
Este elemento de receptividad es perfectamente compatible con la dimensión
activa y práctica de la razón, es decir, con el hecho de que
la razón gobierne efectivamente la conducta. Pues la posibilidad de
gobernar las propias acciones depende de apreciar la relación de éstas
con un fin, lo cual es competencia de la razón, que capta el fin y
la relación de los medios con el fin. Ahora bien: este proceso no se
ve afectado por el hecho de que nuestra razón advierta que determinadas
acciones, en determinadas circunstancias, se nos presentan como fines en sí,
es decir, como dignas de ser realizadas, al margen de consideraciones de placer
o utilidad, o que otras se nos presenten como en sí rechazables, incluso
aun cuando en teoría resultaran útiles o placenteras. Precisamente
en esto descansa la posibilidad de reconocer “tipos de acción”
que, en sí mismos, abstractamente considerados, son buenos o malos,
con independencia de que, en la práctica, determinar y reconocer que
esta acción concreta es una acción de tal tipo presente mayor
dificultad.
En efecto: en el orden práctico, ni más ni menos que en el orden
del pensamiento –pues no en vano se trata de órdenes racionales–
es preciso distinguir los principios de las conclusiones, con la particularidad
de que, en el orden del obrar, las conclusiones son acciones, y éstas
se encuentran sometidas a muchas contingencias. Por esta razón, afirmar
la universalidad e inmutabilidad de los principios no impide hablar de variedad
y diversidad de las conclusiones. Desde esta perspectiva se entiende la respuesta
matizada que da Tomás de Aquino a la cuestión de si la ley natural
es la misma para todos:
la ley
natural, en cuanto a los primeros principios universales, es la misma para
todos los hombres, tanto en el contenido como en el grado de conocimiento.
Mas en cuanto a ciertos preceptos particulares, que son como conclusiones
derivadas de los principios universales, también es la misma bajo ambos
aspectos en la mayor parte de los casos: pero pueden ocurrir algunas excepciones,
ya sea en cuanto a la rectitud del contenido, a causa de algún impedimento
especial; ya sea en cuanto al grado de conocimiento, debido a que algunos
tienen la razón oscurecida por una pasión, por una mala costumbre
o por una torcida disposición natural. Y así cuenta Julio César
en VI De bello gallico que entre los germanos no se considera ilícito
el robo, a pesar de que es expresamente contrario a la ley natural39.
Tomás de Aquino sostiene, sin matices, que los principios de la ley
natural son universales e inmutables. Sin embargo, advierte que no todos los
individuos extraen de ellos las mismas conclusiones. Y ello no se debe únicamente
a que, a causa de la interposición de otras premisas intermedias, derivadas
de las distintas circunstancias de la acción, los principios pueden
exigir conclusiones objetivamente diversas de parte de distintos individuos,
sino también porque, en ocasiones, el reconocimiento mismo de los principios
en algún caso particular puede oscurecerse a causa de las pasiones
o las costumbres, o también a causa de eventuales persuasiones falsas40.
Como ejemplo de lo primero podemos apuntar las diferentes conclusiones que
extraen el fiscal y la mujer del acusado, respecto al curso de acción
que deben escoger cuando les toca intervenir en el juicio, o también
–con un ejemplo tomado de Platón y repetidamente citado por Tomás41–
frente al deber general de devolver un depósito a su dueño,
la exigencia concreta de no devolver este particular depósito en estas
circunstancias.
Como ejemplo de lo segundo, el propio Tomás de Aquino menciona el caso
de los germanos que no consideraban ilícito el robo, a causa de una
costumbre asentada entre ellos. Otras veces es la existencia de persuasiones
falsas lo que impide extraer las conclusiones acertadas. Por ejemplo: todos
aceptan como cosa de principio que no se debe matar seres humanos inocentes,
y, sin embargo, difieren acerca de si éste individuo es o no es un
ser humano, o si éste es o no es inocente.
Lo anterior ha de servir para entender en qué sentido la universalidad
de los principios morales no se opone, sino que al contrario, reclama una
atención pormenorizada a las circunstancias particulares de la acción,
pues es en tales circunstancias donde hemos de reconocer y realizar aquellos
principios.
En este sentido, rescatar la prioridad práctica de la perspectiva moral
del hombre bueno como la perspectiva válida a la hora de afrontar el
tipo de cuestiones que preocupan a las éticas contemporáneas,
no significa necesariamente renunciar a la idea de una fundamentación
moral análoga a la que perseguían los modernos cuando se esforzaban
en buscar la fuente última de la normatividad moral.
Sin embargo,
sobre esta base, y a la luz de la crítica abanderada por las éticas
ecológicas, hemos de preguntarnos si tal insistencia en la razón
no termina separándonos del resto de la naturaleza, impidiendo apreciar
su valor en términos no antropocéntricos. Es decir, hemos de
preguntarnos si hay algún sentido en el que la insistencia en la dimensión
normativa de la razón resulta compatible con la responsabilidad por
el resto de la creación, en unos términos tales que no reduzcan
su valor al valor que tiene para los hombres.
Pienso que la respuesta a esta pregunta, que aquí sólo puedo
dejar apuntada, aconseja volver a explorar la noción agustiniana de
“ley eterna”, gracias a la cual resulta posible pensar al hombre
y a la naturaleza, simultáneamente, como participando de una misma
ley. Pues si bien es cierto que sólo el hombre participa racionalmente
y por tanto de manera activa y no sólo pasiva de dicha ley –es,
es decir, en cuanto legislador, y no sólo en cuanto legislado42–,
el hecho de que, al igual que el resto de la naturaleza, participe también
de aquella ley en cuanto legislado significa que no puede dejar de verse como
parte de la naturaleza, y que debe asociar el destino de la naturaleza a su
propio destino.
En todo caso, a la luz de esta última reflexión, se abre la
posibilidad de relativizar la misma distinción entre ética y
moral tal y como ha sido empleada hasta aquí, pues aunque dicha distinción
es necesaria cuando empleamos el término “moral” en el
sentido restringido en el que se usa en el debate filosófico-moral,
tiene sin embargo el inconveniente de oscurecer la naturaleza misma de la
normatividad moral.
Se ha de observar, en efecto, que una cosa es afirmar que la razón es fuente de exigencias morales y otra, muy distinta, que sea la última fuente de tales exigencias; por de pronto, la razón de deber que se impone a nuestra conducta deriva ella misma de la medida o comparación de la universalidad de la ley y la particularidad de un acto posible para nosotros en unas circunstancias dadas. En este sentido, si los modernos, en general, están en lo cierto al apelar a la razón como fuente de exigencias éticas, es cierto también que el itinerario particular a través del cual llegamos a formular esas exigencias en la práctica, y, en realidad, la misma complejidad de la práctica, requieren atender a algo más que a formulaciones universales de la norma moral. Como ya había visto Aristóteles, esto requiere darle prioridad a la perspectiva práctico-moral del hombre bueno. A mi juicio, esto no supone por sí mismo renunciar a la idea de un fundamento racional de la moral, sino revisar nuestro concepto de razón a fin reconocer la dimensión receptiva, no sólo constructiva, de la razón.
1 Cfr.
S. Darwall, Philosophical Ethics, Boulder, Westview Press, 1998.
2 J. Habermas, Aclaraciones a la ética del discurso, traducción
e introducción de M. Jiménez, Madrid, Trotta, 2000, p. 225.
3 Ibídem,
p. 231.
4 Cfr. G. Simmel, Schopenhauer y Nietzsche. Un ciclo de conferencias, traducción
de F. Ayala, Sevilla, Espuela de Plata, 2004.
5 A. Mason,
“MacIntyre on Modernity and How It Has Marginalized the Virtues”,
en R. Crisp (ed.), How Should One Live? Essays on the Virtues, Oxford, Oxford
University Press, 1998, pp. 191-209. Para entender la relativa incompatibilidad
que MacIntyre advierte entre conciencia liberal moderna y virtud habría
que atender a la estrecha conexión que establece entre virtudes y nociones
como práctica, sentido narrativo de la vida o tradición. Por
lo demás, MacIntyre tampoco piensa que la conciencia moderna pueda
hacerse cargo del vocabulario moral heredado de la tradición judeo-cristiana.
Cfr. J. Haldane, “Virtue, Truth, and Relativism”, en D. Carr y
J. Steutel (eds.), Virtue Ethics and Moral Education, New York-London, Routledge,
1999, pp. 158-9.
6 Para una crítica de esta visión de Anscombe, cfr. R. Crisp
y M. Slote (eds.), “Introduction”, Virtue Ethics, Oxford, Oxford
University Press, 1998: “Many contemporary Kantians believe we can make
more sense of self-legislation than Anscombe supposes, and some virtue ethicists
think that deontic notions of right and wrong need not be tied to typical,
familiar assumptions about moral obligation, but, rather, naturally emerge
from aretaic notions like excellence and badness (if an act is said to be
bad, are we not implicitly committed to viewing it as wrong?”, pp. 4-5.
7 Cfr. P. Geach (The Virtues. The Stanton Lectures, 1973-74, Cambridge, Cambridge
University Press, 1977), Ph. Foot (Virtues and Vices and Other Essays in Moral
Philosophy, Oxford, Oxford University Press, 2002) o R. Hursthouse (On Virtue
Ethics, Oxford, Oxford University Press, 1999).
8 Por ejemplo, Iris Murdoch. Cfr. “The Sovereignty of Good over Concepts”,
en R. Crisp y M. Slote (eds.), Virtue Ethics, Oxford University Press, 1997,
pp. 99-117.
9 Cfr. J. Casey, Pagan virtue. An Essay in Ethics, Oxford, Clarendon Press,
1991.
10 En esta última línea, por ejemplo, Annette Baier ha tratado
de ver en Hume un defensor de la ética de la virtud (“What do
Women Want in a Moral Theory?”, en S. Darwall (ed.), Virtue Ethics,
Boulder, Westview Press, 2003); Nancy Sherman ha explorado la ética
kantiana también desde la óptica de la virtud: Cfr. N. Sherman,
Making a Necessity of Virtue: Aristotle and Kant on Virtue, Cambridge, Cambridge
University Press, 1997.
11 Esta es la nota común que, más allá de los distintos
supuestos teóricos que la sustentan, Alison Jaggar reconoce en la vastísima
y variadísima bibliografía que hoy entra en el capítulo
de éticas feministas. Cfr. A. Jaggar, Living with Contradictions: Controversies
in Feminist Social Ethics, Boulder, Westview Press, 1994, p. 3.
12 En este sentido, conviene notar cómo algunos aspectos de las contemporáneas “éticas sin moral”, en particular, la crítica al supuesto “antropocentrismo” denunciado por la deep ecology, se encontraba ya anunciado en Schopenhauer. “Según Kant -dice Schopenhauer- ‘el trato cruel a los animales es contrario al deber del hombre hacia sí mismo; porque embota en el hombre la piedad por sus sufrimientos, con lo que se debilita una disposición natural a la moralidad muy favorable en la relación con los otros hombres‘. Así que se debe tener compasión de los animales sólo como ejercicio, y ellos son, por así decirlo, el fantasma patológico para la práctica de la compasión con los hombres. Junto con toda el Asia no islamizada (es decir, no judaizada), considero tales frases como indignantes y abominables. Al mismo tiempo, se muestra aquí de nuevo cómo esa moral filosófica que, como antes se explicó es sólo una moral teológica disfrazada, en realidad depende totalmente de la bíblica. Porque, en efecto la moral cristiana no tiene en consideración a los animales; y así, también en la moral filosófica éstos quedan inmediatamente proscritos, son meras ‘cosas‘, simples medios para cualquier fin, acaso para vivisecciones, monterías, corridas de toros y carreras, para fustigarlos hasta morir ante un carro de piedras inamovible, y cosas semejantes. ¡Qué asco de semejante moral de Parias, Chandalas y Mekhas, que no comprende la esencia eterna que existe en todo lo que tiene vida, y que relumbra con insondable significación en todos los ojos que ven el sol! Pero aquella moral sólo conoce y considera la digna especie propia, cuya característica, la Razón, es par ella la condición bajo la cual un ser puede ser objeto de consideración moral”. A. Schopenhauer, “Escrito concursante sobre el fundamento de la moral”, en Los dos problemas fundamentales de la ética, traducción, introducción y notas de P. López de Santa María, Madrid, Siglo XXI, 1993, pp. 189-190.
13 Como
señala Elliot, muchos han discutido la compatibilidad del liberalismo
con el ambientalismo como movimiento político -es decir, como enfoque
ambiental human-centred-. La presunta incompatibilidad se basa en que el liberalismo
requiere neutralidad por parte del estado: que el estado no adopte un determinado
conjunto de juicios de valor, mientras que el ambientalismo decididamente
admite el valor de preservar el medio ambiente. Dado que, por otra parte,
hay elementos positivos en el liberalismo, se plantea la cuestión de
su posible reconciliación con el ambientalismo. En este sentido se
ha propuesto que el liberalismo proteja los derechos de todos los humanos,
incluyendo los futuros, lo cual implica adoptar medidas para proteger el medio.
También se ha argumentado que la preservación de la naturaleza
contribuye a preservar estructuras liberales, también por la vía
simbólica. Finalmente se ha propuesto ampliar los derechos a los no
humanos, pero esta estrategia ya empieza a confundirse con las éticas
ecológicas no antropocéntricas. Cfr. R. Elliot, (ed.), Environmental
Ethics, Oxford, Oxford University Press, 1995, p. 6 ss.
14 Cfr. Ibídem, pp. 2-6.
15 “Perhaps ironically, some so-called deep ecological perspectives
can be seen as, if not human-centred, then at least self-centred, although
with an unusual notion of self. The thought is that our ordinary sense of
the boundaries of the self involves a fundamental misunderstanding of the
metaphysics of the universe. Selves, in the ordinary sense, are claimed to
be metaphysically dependent on the existence of other things, including other
selves: selves are said to be constituted out relations with other things
and cannot exist apart from them. Comprehending that our existence is metaphysically,
not merely causally, dependent on our relations with other things, is supposed
psychologically to move us to identify with the ecosystems and biosphere which
contain us, indeed to identify with the universe as a whole (…)”.
Ibídem, p. 6.
16 “For example, they generate foundational discussions in meta-ethics
and metaphysics, force reappraisals of notions such as self and individual,
demand reappraisals of the place of non-humans in ethical theories, invite
considerations of the relationship between ecology and ethics, invite reflection
on the relationship between humans and nature, and add new dimensions to thinking
about appropriate political arrangements”. Ibídem, pp. 8-9.
17 Si
lo miramos bien, esta lectura comporta una auténtica inversión
de los tópicos más corrientes: es irónico que el poder,
en otro tiempo atribuido sobre todo a una naturaleza mitológicamente
representada por una figura femenina, se convierta en el mundo moderno en
una prerrogativa sobre todo masculina; asimismo, es irónico que la
capacidad de hacerse con lo otro en cuanto otro, que es lo verdaderamente
característico del conocimiento, se considere hoy, sobre todo, una
prerrogativa femenina. Que ni siquiera en la filosofía moderna los
papeles se encuentran tan netamente repartidos se advierte, sin embargo, en
el recurso, habitual de las modernas filosofías de la historia, a la
Naturaleza, que, como una versión secular de la Providencia, astutamente
conduce la historia y los esfuerzos del hombre a su destino.
18 Cfr. Jaggar, Living with..., ob. cit.
19 Así se expresa Mary Wollstonecraft: “the first object of laudable
ambition is to obtain a character as a human being, regardless of the distinction
of sex; and that secondary views should be brought to this simple touchstone”.
F. Parsons, The Ethics of Gender, Oxford, Blackwell, 2002, p. 27.
20 “Women are to appear only to disappear. They are to be present as
women only to efface themselves as women in particular. They are to emphasize
difference as a consequence of sin, only to seek its ultimate eradication
in a new order of complete equality”. Ibídem, p. 30.
21 “Fundamental to this approach is the belief that we are born as gendered
persons, either as women or men, and thus that the notion of a universal humanity
held within us is an abstraction. This is therefore an ethic which asserts
that women and men are different all the way down, that gender is written
throughout the fabric of our lives, and that what is needed is a social order
of roles and relationships in which our gendered identities can come to be
manifested”. Ibídem, pp. 31-32.
22 Como era de esperar, el libro de Gilligan constituyó el punto de
partida de una asociación controvertida: la que vincula el énfasis
en las emociones a una ética de género volcada más en
el cuidado -la preocupación por el otro- que en la responsabilidad
-la cual sería una ética más racional y masculina. En
efecto, -observa Vetlesen- “Gilligan seems to relieve there are two
kinds of ethics, one typically male, the other typically female”. A
lo cual él opone su propio planteamiento “because my own approach
to moral performance is to investigate the necessary cognitive and emotional
preconditions for a subject`s successful constitution and recognition of moral
phenomena, the preconditions I examine are taken to apply equally to all moral
agents, irrespective of their gender identity. My position is that gender
identity makes no difference on the level of constitution; rather, gender
identity makes a difference, or is made to make a difference, with respect
to power, social organization, division of labor”. A. Vetlesen, Perception,
Empathy and Judgment: An Inquiry into the Preconditions of Moral Performance,
University Park, Pennsylvania State University Press, 1994, p. 15.
23 S.
Benhabib, Situating the Self: Gender, Community and Postmodernism in Contemporary
Ethics, New York, Routledege, 1992.
24 O. O’ Neill, “Kant’s Virtues”, en R. Crisp (ed.)
How Should One Live? Essays on the Virtues, Oxford, Oxford University Press,
1998, pp.77-97. Cfr. A. M. Essen, Eine Ethik für Endliche: Kants Tugendlehre
in der Gegenwart, Stuttgart-Bad Cannstatt, Frommann-Holzboog, 2004.
25 N. Bobbio, Elogio de la templanza y otros escritos morales, traducción
de F. J. Ansuategui y J. M. Rodríguez, Madrid, Temas de Hoy, 1997,
p. 48.
26 “The virtues to us are the moral virtues whereas arete and virtus
refer also to arts, and even to excellences of the speculative intellect whose
domain is theory rather than practice. And to make things more confusing we
find some dispositions called moral virtues that Aristotle calls aretai ethikai
and Aquinas virtutes morales does not exactly correspond with out moral virtues.
For us there are four cardinal moral virtues: courage, temperance, wisdom
and justice. But Aristotle and Aquinas call only three of these virtues moral
virtues; practical wisdom they class with the intellectual virtues, though
they point out the close connexions between practical wisdom and what they
call moral virtues”. Ph. Foot, Virtues and Vices..., ob. cit., p. 106).
27 “In the homeric poems a virtue is a quality the manifestation of
which enables someone to do exactly what their well-defined social role requires(…)
On Aristotle’s account matters are very different. Even though some
virtues are available only to certain types of people, none the less virtues
attach not to men as inhabiting social roles, but to man as such (…).
The exercise of the virtues is itself a crucial component of the good life
for man (…). The New Testament’s account of the virtues, even
if it differs as much as it does in content from Aristotle’s (…)
does have the same logical and conceptual structure as Aristotle’s account.
A virtue is, as with Aristotle, a quality the exercise of which leads to the
achievement of the human telos. The good for man is of course a supernatural
and not only a natural good, but supernature redeems and completes nature.
Moreover the relationship of virtues as means to the end which is human incorporation
in the divine kingdom of the age to come is internal and not external, just
as it is in Aristotle. It is of course this parallelism which allows Aquinas
to synthesise Aristotle and the New Testament. A key feature of this parallelism
is the way in which the concept of the good life for man is prior to the concept
of a virtue in just the way in which on the Homeric account the concept of
a social role was prior. (…). Jane Austen is concerned with social roles
in a way that neither the New Testament nor Aristotle are. (…) Franklin’s
account, like Aristotle’s, is teleological; but unlike Aristotle’s
it is utilitarian”. A. MacIntyre, “The Nature of the Virtues”,
en S. Darwall (ed.) Virtue Ethics, Oxford, Blackwell Publishing, pp. 147-148.
28 “Such
language clearly implies that the virtuous individual does what is noble or
virtuous because it is the noble –courageous- thing to do, rather than
its being the case that what is noble or courageous to do has this status
simple because the virtuous individual will chose or has chosen it”.
M. Slote, “Agent-Based Virtue Ethics”, en S. Darwall (ed.), Virtue
Ethics, Oxford, Blackwell, p. 204.
29 Slote se refiere particularmente al teórico moral británico
James Martineau como un exponente muy claro de agent-based ethics.
30 Cfr. V. Held, Feminist Morality, Chicago, Chicago University Press, 1993.
31 De
ahí que los llamados “paradigmas contextualistas” deban
completarse con alguna forma de teoría, relativa al telos humano, o
a una concepción general de la vida buena. A esto se refiere John McDowell,
cuando observa: “we do not fully understand a virtuous person’s
actions –we do not see the consistency in them- unless we can supplement
the core explanations with a grasp of his conception of how to live”.
J. McDowell, “Virtue and Reason”, en S. Darwall. (ed.), Virtue
ethics, Oxford, Blackwell, p. 137.
32 Cfr. EN, II, 6, 1107 a 9-10.
33 Cfr.
EN, VI, 4 y 5.
34 “Los productos de las artes tienen en sí mismos su bien; basta,
pues, que reúnan ciertas condiciones; en cambio, las acciones de acuerdo
con las virtudes no están hechas justa o morigeradamente si ellas mismas
son de cierta manera, sino si también el que las hace reúne
ciertas condiciones al hacerlas: en primer lugar, si las hace con conocimiento;
después, eligiéndolas, y eligiéndolas por ellas mismas;
y en tercer lugar, si las hace con una actitud firme e inconmovible. Estas
condiciones no cuentan para la posesión de las demás artes,
excepto el conocimiento mismo; en cambio, para la de las virtudes el conocimiento
tiene poca o ninguna importancia, mientras que las demás no la tienen
pequeña, sino total, ya que son precisamente las que resultan de realizar
muchas veces actos justos y morigerados. Por tanto, las acciones se llaman
justas y morigeradas cuando son tales que podría hacerlas el hombre
justo o morigerado; y es justo y morigerado no el que las hace, sino el que
las hace como las hacen los justos y morigerados”. EN, II, 4, 1105 a
28-1105 b 9.
35 Cfr.
Tomás de Aquino, Prólogo a la Suma Teológica, II. II:
“En materia moral, efectivamente, las consideraciones generales resultan
menos útiles, ya que las acciones se desarrollan en el plano de lo
particular. Y en cuanto a la moral especial, hay dos maneras de tratarla:
una, por parte de sus misma materia, considerando esta virtud, aquel vicio;
otra, por parte de los estados específicos de las personas (…)
En cuanto a lo primero, se ha de advertir que, si consideramos por separado
lo que concierne a las virtudes, dones, vicios y mandamientos, habrá
que decir muchas veces lo mismo (…). Será, pues, un método
más compendioso y más expeditivo si en el mismo tratado se considera,
al mismo tiempo, la virtud y el don correspondientes, los vicios opuestos
y los preceptos afirmativos o negativos. Este modo de considerar los temas
será conveniente también para los vicios estudiados en su propia
especie (…). En efecto, es una misma la materia sobre la que obra rectamente
la virtud y de cuya rectitud se apartan los vicios opuestos (…). Reducida,
pues, la materia moral al tratado de las virtudes, todas ellas han de reducirse
a siete: las tres teologales, de las que se tratará en primer lugar,
y las cuatro cardinales, de las que se tratará después (…).
De esta forma no quedará sin tratar nada que incumba al orden moral”.
36 Cfr. la caracterización que hace Aristóteles de la verdad
práctica en EN, VI, 2.
37 “El bueno, efectivamente juzga bien todas las cosas y en todas ellas
se le muestra la verdad. Para cada carácter hay bellezas y agrados
peculiares y seguramente en lo que más se distingue el hombre bueno
es en ver la verdad en todas las cosas, siendo, por decirlo así, el
canon y la medida de ellas”. EN, III, 4, 1113 a 29 ss.
38 De otro modo, la misma idea aparece en el tratamiento aristotélico
de la epikeia como la forma más alta de justicia, que incluso sirve
para corregir la justicia legal: “lo equitativo es justo, pero no en
el sentido de la ley, sino como una rectificación de la justicia legal.
La causa de ello es que toda ley es universal, y hay cosas que no se pueden
tratar rectamente de un modo universal. En aquellos casos, pues, en que es
preciso hablar de un modo universal, pero no es posible hacerlo rectamente,
la ley toma en consideración lo más corriente, sin desconocer
su yerro. Y no por eso es menos recta, porque el yerro no está en la
ley, ni en el legislador, sino en la naturaleza de la cosa, puesto que tal
es desde luego la índole de las cosas prácticas. Por tanto,
cuando la ley se expresa universalmente y surge a propósito de esa
cuestión algo que queda fuera de la formulación universal, entonces
está bien, allí donde no alcanza el legislador y yerra al simplificar,
corregir la omisión, aquello que el legislador mismo habría
dicho si hubiera estado allí y habría hecho constar en la ley
si hubiera sabido. Por eso lo equitativo es justo, y mejor que una clase de
justicia; no que la justicia absoluta, pero sí que el error producido
por su carácter absoluto” Cfr. EN, V, 10, 1137 b 11-26.
39 S.
Th. I. II. q. 94, a. 2.
40 Cfr. S. Th. I. II. q. 94, a. 6: ¿Puede la ley natural ser abolida
del corazón humano?
41 Cfr. A. M. González, “Depositum Gladii non debet restitui
furioso. Precepts, Synderesis and Virtues in Thomas Aquinas”, The Thomist,
April, 1999.
42 Cfr. S. Th. I.II. q. 90 a. 2.
Bibliografía Aristóteles, Ética a Nicómaco, traducción de J. Marías y M. Araújo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985. Baier,
A., “What Do Women Want in a Moral Theory?”, en S. Darwall (ed.),
Virtue Ethics, Boulder, Westview Press, 2003. Simmel,
G., Schopenhauer y Nietzsche: un ciclo de conferencias, traducción
de F. Ayala, Sevilla, Espuela de Plata, 2004. |