Emociones versus normas. El confinamiento psicológico de la experiencia social
Recibido:
2009 - 08 - 04
Aprobado: 2009 - 12 - 16
Lourdes Flamarique
Doctora en Filosofía. Profesora de Corrientes Actuales de Pensamiento, Departamento de Filosofía, Universidad de Navarra, Pamplona, España. (lflamarique@unav.es).
Resumen:
El artículo
analiza la prioridad que tiene la vida emocional en la conducta individual
y social, y su importancia indiscutible en la conformación de la cultura
popular y la práctica política. Examina el marco conceptual
en el que surgen las formas de moralidad y de organización institucional
de las sociedades modernas; los factores que han propiciado el emotivismo
de la vida contemporánea; finalmente, destaca algunas manifestaciones
de la normatividad social y moral de nuestro tiempo.
Palabras clave:
Emociones, cultura emocional, normatividad, psicologismo.
Abstract:
The article
analyzes the priority of emotional life in individual and social conduct,
and its unquestionable importance in the formation of popular culture and
political practice. It examines the conceptual framework within which the
forms of morality and institutional organization in the modern societies arise
and the factors that have brought about the emotivism found in the contemporary
life. Finally, it draws attention to several manifestations of the social
and moral normativity in our time.
Key Words:
Emotions, emotional culture, normativity, psychologism.
Résumé:
L’article
analyse la priorité de la vie émotionnelle dans le comportement
individuel et social, et son importance indiscutable dans la formation de
la culture populaire et de la pratique politique. Il examine le cadre conceptuel
dans lequel surgissent les formes de moralité et d’organisation
institutionnelle des sociétés modernes ; les facteurs qui ont
favorisé l’émotivisme de la vie contemporaine ; et il
souligne, finalement, certaines manifestations de la normativité sociale
et morale de notre époque.
Mots clés:
Emotions, culture émotionnelle, normativité, psychologisme.
Desde
hace ya unos cuantos años el estudio de las emociones –qué
son, qué las causa, qué papel desempeñan en la estructura
social, cómo se reflejan en las conductas, en el lenguaje, en la publicidad,
etc.– ha interesado, más allá de la psicología,
también a la sociología, la filosofía, la teoría
del discurso y la comunicación y, por supuesto, a la economía1.
Basta abrir los periódicos de cualquier país occidental, escuchar
las noticias o ver los programas televisivos de participación social,
para comprobar que el lenguaje y las acciones que se presentan responden en
gran medida a significados emocionales, apelan a sentimientos, o identifican
el sentido y valor de lo narrado de acuerdo con las emociones a favor o en
contra que suscitan. Las tipologías sociales que tanto éxito
tuvieron en la segunda mitad del siglo XX, hasta el punto de convertirse en
categorías morales que justificaban actitudes de rechazo o de admiración
(burgueses, hippies, yuppies, funcionarios, artistas bohemios, revolucionarios,
etc.), han dejado paso a otras (cooperantes, soldados que intervienen sólo
en misiones de paz o en misiones humanitarias, etc.) que encarnan un tipo
de juicios: juicios emocionales que noinforman ni se pronuncian sobre la rectitud
o no, ni sobre el bien o el perjuicio social de los actos y situaciones que
se aprueban o rechazan. Se trata de legitimaciones o condenas de conductas
y personas apoyadas fundamentalmente en los sentimientos que despiertan en
los observadores, o en la carga sentimental con la que los actores sociales
exponen y defienden los actos. Para unos y otros lo decisivo es la respuesta
emocional, la vivencia personal. Todo debe ser personalizado (psicologizado),
por ejemplo, las noticias contadas por alguien que estaba allí; importa
más lo que sintió que lo que sucedió, los motivos por
los que hizo esto o aquello que lo que hizo y las consecuencias que se siguen.
Hay que mostrar las emociones, expresar los afectos más íntimos,
cuanto más emotivo y vulnerable se muestre uno, más verdadero.
Esto no es sino la punta de un iceberg que Georg Simmel llamó psicologismo:
la experiencia e interpretación del mundo exterior desde las reacciones
de nuestra psique. Este nuevo modo de socialización (empatía
emocional) se ha generalizado en las últimas décadas, lo que
ha traído el desarrollo de un código social capaz de sustituir
las reglas del juego político y moral que han caracterizado la vida
urbana de las sociedades modernas. Como las demandas individuales sólo
son verdaderamente tales si recogen necesidades que el individuo percibe de
manera singular e intransferible, estas terminan por formularse en base a
emociones (en la actualidad: eutanasia, uniones entre homosexuales) y el recurso
a conceptos, la apelación a la naturaleza o a la tradición son
vistos como una agresión, la de una racionalidad “inhumana”
contra la verdad de los sentimientos. Así, cada vez en mayor medida
los “contenidos políticos” que conforman la opinión
pública se reducen a lo existencial, a lo que emociona y despierta
simpatía en la gente. Los programas de los partidos políticos
han dejado atrás las ambiciones sociales y colectivas para defender
los deseos individuales, traduciéndolos en derechos. Ahora se trata
de pulsar el estado emocional, descubrir aquello con que sintonizan los electores
y asumir posibles sueños o ilusiones en los programas electorales.
El ocaso de los ideales sociales y los valores políticos ha dejado
el espacio libre a la búsqueda del propio interés, de la felicidad
personal, (la obsesión por la imagen, el cuerpo, la salud o la higiene)
y el consumo como forma de entretenimiento. Se ha abierto paso una cultura
de las emociones. Como era de esperar, el emotivismo contemporáneo
ha sido domesticado principalmente por el mercado y la cultura mediática
(televisión), y disponemos ya de una amplia tipología emocional,
con su lenguaje gestual y verbal, sus expresiones personales y colectivas,
con sus iconos y sus santuarios. Llegados a este punto la simulación
de los sentimientos, la inautenticidad de las emociones representadas según
los nuevos cánones, ha llevado a lo que Zizek llama la “necesidad
de lo real”: sólo los acontecimientos traumáticos (en
algunas “tribus urbanas” se dan prácticas de hiper-realismo
como, por ejemplo, el cutting, cortarse para ver correr la propia sangre)
nos devuelven verdaderamente a lo real, pues al no poder integrarlo lo vemos
como una pesadilla2. El deseo de vivir emociones auténticas está
detrás de buena parte de las ‘transgresoras’ instalaciones
artísticas (exposición de cadáveres en un museo de Berlín),
de algunos movimientos juveniles en las grandes ciudades (con su estética
gótica) y no en menor medida de la sofistificación con la que
se buscan nuevas experiencias con el propio cuerpo. El bombardeo de estímulos
que padece el ciudadano de las grandes ciudades, conectado continuamente a
los medios de comunicación y asediado por un mercado que ha colonizado
hasta el ocio, produce algo que ya G. Simmel y Paul Valéry pronosticaron:
indiferencia por exceso, por saturación.
Someramente he aludido a la prioridad que tiene la vida emocional en la conducta
individual y social, a su importancia indiscutible en la conformación
de la cultura popular. He apuntado algunas de sus expresiones más frecuentes
y la actual tendencia a la “representación emocional” preparada
por la racionalización y mercantilización de las emociones.
Si el diagnóstico es certero, las esferas de la acción humana
tradicionalmente sostenidas por el conocimiento y la racionalidad o bien están
amenazadas gravemente o han sido suplantadas completamente por la respuesta
emocional, espontánea o “representada”. Esas esferas son
la vida moral y la organización político-institucional.
En lo que sigue quiero examinar el marco conceptual en el que surgen las formas
de moralidad y de organización institucional de las sociedades modernas;
su fortaleza y debilidad como un factor más en el emotivismo de la
vida contemporánea; finalmente, presentaré algunas manifestaciones
de la normatividad social y moral de nuestro tiempo.
I
Voy
a repasar brevemente algunas ideas bien conocidas. El siglo XVIII hereda el
empeño por componer un orden normativo a la altura de la comprensión
del ser humano como un agente social y racional, dispuesto a colaborar en
beneficio mutuo. En el programa ilustrado de reformas se suplanta el bien
común –que capta cada agente moral y al que se adhiere mediante
la voluntad– por lo universalmente bueno –entendido éste
como una idea general, abstracta– que es objeto del conocimiento. Les
philosophes pretendían “revelar a las naciones los fundamentos
sobre los que se construiría la moralidad, una ética de validez
universal sustentada en la naturaleza del hombre”. La esencia humana
prometía liberar al ser humano de las desviaciones históricas,
de manera que pudiera surgir en ellos lo que es común a todos los hombres
en tanto que hombres, su esencia. Lo que no encajaba eran los hombres y mujeres
reales, en ellos la naturaleza estaba todavía en potencia. En consecuencia,
las leyes naturales no sólo tenían un carácter descriptivo
o hermenéutico, sino que la ley racional que inspiraba el orden social
debía ser, sobre todo, prescriptiva.
Precisamente en base a su carácter prescriptivo, algunos autores explican
el auge de las teorías de la ley natural en las décadas anteriores:
sirven para promover una sociedad orientada por fines racionales, esto es,
universales, y para crear las condiciones político-jurídicas
que la sostengan. Por ejemplo, según Charles Taylor, “la teoría
de la ley natural era en sus orígenes una hermenéutica de la
legitimación”3. En términos muy parecidos
explica Zygmunt Bauman lo que llama los modelos universales de naturaleza
humana: la naturalización del artificio cultural de los legisladores
“que ayudó a representar el modelo legalmente construido del
sujeto-estado como la personificación y el epítome del destino
humano”4.
Además, el nuevo orden moral quería penetrar en la conciencia
individual hasta conformarla. Por lo que no es correcta la lectura del proceso
de modernización social y de igualitarismo moral, según la cual
lo que desplaza la moral tradicional es el individualismo que se impone sobre
la idea de pertenencia a una comunidad. La demanda de una autonomía
real del individuo está en la base de la mayoría de las teorías
políticas y morales y, en parte también, como señalaba
antes, del éxito de la doctrina de la ley natural. Pero, un orden natural
es por definición un orden social, común a la especie; en él
las diferencias sirven sólo al juego del interés común
racionalmente determinado.
La contradicción de este planteamiento es advertida de inmediato. El
individuo pronto se siente amenazado en su singularidad. La exigencia de diferenciación,
esto es, la defensa del personal punto de vista frente a la unanimidad de
la voluntad general expresada en las leyes naturales es la bandera del romanticismo:
con otras palabras, sólo el corazón puede ser origen de la ley.
La ley no se conoce y acata, sino que se vive de modo propio. Esto significa
que el orden moral común debe ser reconocido como una forma de vida
plena; para ello, deberá componer un contexto socio-cultural que refleje
las aspiraciones de cada ser humano y facilite su realización.
El
obrar de modo propio –auténtico– es la única fuente
de moralidad, esto es, de normatividad. Lo que desde el punto de vista de
los contenidos o valores que realizan tales acciones puede parecer una transformación
o inversión de reglas. En ese caso se olvida que en ellos tan sólo
se consuma la identificación de libertad e individualidad –el
ideal de autonomía–; la trasgresión o renovación
de la norma, incluso su posible anulación, es sólo un efecto,
no el fin. Cada uno está llamado a materializar su propia protoimagen.
El pensamiento romántico abandera la antinomia entre igualdad y libertad;
enuncia las dos tendencias contrapuestas de la modernidad, una a la igualdad
sin libertad, otra a la libertad sin igualdad5.
No obstante, la tensión entre el individuo y lo social no trajo consigo
necesariamente un empobrecimiento de las relaciones sociales; generó
también nuevas formas de sociabilidad. La teoría política
moderna considera al individuo como un ser competente antes de entrar a formar
parte de la sociedad; por eso, la organización social no puede admitir
legítimamente cualquier forma de diferenciación entre individuos
que dé lugar a jerarquías, salvo aquéllas que se justifiquen
por el beneficio de todos, la paz social, y esto con carácter instrumental.
El imaginario social de la modernidad –usando una expresión de
Taylor– es caldo de cultivo para expectativas que de no ser cumplidas
justifican toda clase de movimientos sociales. Ya que se trata no sólo
de cómo nos entendemos en un mundo social, sino que incorpora también
un componente normativo que enseña cómo deben ser las cosas
entre nosotros. Así, tanto la exigencia de un orden moral igualitario
como la defensa de las formas de vida nacionales fueron motivos suficientes
para encender la mecha de la lucha político-social. En consecuencia,
la práctica política de los últimos dos siglos cobra
cada vez más significado ético, pues debe representar la forma
genuina del gobierno de todos y de la ley. “La importancia de la libertad
se hace patente en la exigencia de que la sociedad política se funde
en el consentimiento de aquellos que están ligados por ella”6.
La esfera pública como espacio de discusión y formación
de ideas y opiniones que aspiran a tener una validez universal debe colaborar
en esta tarea (la esfera pública en los siglos XVIII y XIX se sostiene
por la publicación de revistas, folletos circulares, libros, pero también
por la proliferación de círculos sociales de muy diverso signo,
salones, asociaciones, etc.). El debate es el camino legítimo para
dar a una opinión común categoría de norma que el poder
público debe hacer respetar7. El ideal de una esfera
pública de opinión parece conciliar plenamente las dos aspiraciones
del hombre moderno: autonomía y racionalidad. Sólo ahí
se dan las condiciones para el surgimiento de lo normativo individual y racional.
La esfera pública de opinión, por definición, está
en condiciones de comenzar desde cero, sin otra autoridad que la de lo razonable.
La dificultad de mantener el equilibrio entre autonomía y leyes universales,
entre libertad y orden social, explica en gran medida el desarrollo político
e institucional que ha configurado las actuales formas de gobierno y estructuras
sociales. Un concepto clave es el de participación. La alternativa
republicanismo-liberalismo presenta con acierto esta tensión: para
unos, el orden, la sociedad de beneficio mutuo es un ideal todavía
por construir. Sirve como guía para aquellos que quieren establecer
una paz estable y luego rehacer la sociedad para acercarla a sus normas. Para
otros, en cambio, la sociedad se debe fundar en el consentimiento libre, por
lo que sitúan en primer término a los individuos autónomos,
capaces de reformar tanto sus propias vidas como el orden social en su conjunto,
a través de una acción disciplinada y libre de trabas.
Sin
duda, otros factores confluyen en el paulatino traslado de los contenidos
de la ley natural a la nueva fórmula “los derechos del hombre”;
pero uno de ellos fue el mayor peso de la idea de libertad en la teoría
política. Como afirma Taylor, “el énfasis en los derechos
y en la primacía de la libertad no deriva únicamente del principio
de que la sociedad debe existir para beneficio de sus miembros; también
refleja la concepción que tenían éstos de su propia capacidad
de acción y de lo que esta capacidad exige a nivel normativo en el
mundo, es decir, la libertad”8. Con el correr del tiempo,
la cuestión de los derechos humanos viene a ser casi el único
foco de discusión donde quedan huellas de la ley natural. En consecuencia,
se puede afirmar que la aspiración a un orden ético-social universal
pervive en el ámbito político y no en el moral o cultural.
En esto se puede ver también un síntoma del creciente alejamiento
del sentimiento moral individual de su expresión legal y social. Mientras
que gracias al progreso científico y al aumento de la riqueza la relación
entre libertad y orden social es bastante pacífica, el edificio moral
–todavía de clara inspiración cristiana– presenta
fisuras: las normas heredadas no iluminan la nueva realidad social y a menudo
entran en conflicto con sus exigencias. La ilusión de transformar las
condiciones de vida humanas mediante una legislación exclusivamente
racional favorece que se hable más de la obligatoriedad que del ideal
de felicidad. Al hombre moderno se le impone la práctica moral con
aspereza: debe bastarle la racionalidad y conveniencia social de la norma
para seguirla, sin invocar un conocimiento del bien que le lleve a quererlo
y buscarlo activamente. Levinas articula con acierto lo que sucede, cuando
afirma que “la razón hace posible la sociedad humana, pero una
sociedad cuyos miembros no fuesen más que razones se desvanecería
como sociedad”9.
La imparable racionalización, que invade ya todos los ámbitos
de la vida humana y da paso a la identificación de lo bueno con lo
útil, defrauda por encima de todo las expectativas de felicidad individual.
La vivencia del descontento devuelve protagonismo a la conciencia, al mundo
interior de cada individuo. La realidad social es vista, ante todo, en el
espejo del psiquismo. Diversas formas de desconfianza ante la modernidad pasan
al primer plano de la cultura de crisis que se extiende rápidamente.
La sospecha –como ha destacado Ricoeur– tiene tres destacados
maestros: Marx, Nietzsche y Freud. Cada uno de ellos previene frente a las
pretensiones de normatividad del conocimiento, de la religión, del
orden político-social, de la historia, de la ciencia positiva y de
la propia vivencia, que inevitablemente se sirven de categorías falsas
sobre el yo; en definitiva, de la cultura como civilización. Cada uno
de ellos ataca formas netamente modernas de sometimiento: la alienación,
la mentira de la razón y del lenguaje conceptual, la represión
del deseo genuino y de la conducta espontánea y libre. Son formas de
deshumanización, por las que el ser humano pierde sustantividad; el
remedio que estos pensadores ofrecen consiste en devolverle a una existencia
auténtica. El engaño y cierta violencia son inevitables: ahora
se trata tan sólo de hacer la experiencia del regreso liberador. En
consecuencia, ya no es posible creer en la posibilidad de un código
ético que no sea ambivalente o aporético. Esto corresponde más
bien a una etapa infantil de la modernidad, aquella que prometía estadística
en vez de historia.
II
Era
casi inevitable que la sospecha sobre las expectativas de una cultura racional
desencadenara una crisis profunda y que, a consecuencia de ésta, la
razón perdiera su posición central. Pasado el tiempo, podemos
ver como una prefigura de lo que iba a suceder en todos los órdenes
la revolución en el arte, que ya estaba en marcha con el abandono de
la perspectiva central, la ruptura de planos y la introducción del
tiempo en la pintura. Siguiendo el paso de esa revolución, la novela
trata sobre el mundo interior y la psicología de los personajes (sus
sueños y anhelos más íntimos) y, en menor medida, sobre
las acciones; se favorece la mezcla de géneros en todas las expresiones
artísticas y se tienen a la vanguardia y la innovación por indicios
seguros de creatividad. Como en el arte, las transformaciones que se dan en
la mentalidad y formas de vida suponen el rechazo de lo racional y universal,
ordenado y previsible, de lo meramente objetivo y conforme a leyes. También
como sucede en el arte o en la literatura, se configura un nuevo horizonte
de la acción social sin cánones, en el que el individuo sólo
se tiene a sí mismo para crear la norma.
Las sociedades occidentales de comienzos del siglo XX tienen por vez primera
en la historia la experiencia directa de una sociedad modernizada; sólo
entonces fue posible una comprensión correcta del significado de lo
moderno10. Si en un primer momento la modernidad se había
contentado con dar prioridad a la razón frente al ser, abandonar la
“ilusión de la cosa” según Ricoeur, ahora la vida,
la espontaneidad del yo se antepone a la razón y al orden de lo natural;
el mundo es tan sólo un momento de la autodeterminación de una
subjetividad libre, es expresión de una conciencia que se desconoce,
reflejo del deseo ciego; todo lo más es resultado de una práctica
de dominio.
El
poeta y ensayista Paul Valéry afirma en La crise de l’esprit
de 1919, refiriéndose a la situación del hombre moderno: ahora
sabemos que también la civilización es mortal, que el abismo
de la historia nos afecta a todos; la cultura, la civilización, es
tan frágil como la vida. No han faltado ocasiones para tener experiencia
de la caducidad, al contrario, el hombre actual ha vivido paradojas extraordinarias,
decepciones brutales11. Así, mientras la luz de la
razón –con su capacidad de dominio y transformación de
la realidad– deja ver todo el espectro de colores, se percibe también
la agonía del alma europea, esa que responde a la grave crisis del
espíritu; una crisis que Valéry describe con una sola palabra:
desorden; el desorden caracteriza la sociedad moderna12.
Abundan los diagnósticos sobre la crisis de la cultura moderna que,
como recordaba al comienzo, dan en la diana al conceder prioridad al instante,
al momento fugaz, a lo transitorio y pasajero, al poder de las modas que son
a la vez factor de normatividad y de cambio. No sólo fluye la conciencia,
también fluye el mundo social. Simmel insiste en la movilidad intrínseca
de la sociedad; ésta es una entidad tan abierta como el individuo humano.
El principio regulador del mundo consiste en que todo interacciona con todo,
es decir, que entre cada punto en el mundo y cualquier otra fuerza permanentemente
existen relaciones de movimiento. Este no es un mero principio heurístico,
sino también un principio sustantivo de la modernidad ya que la disolución
del alma de la sociedad en la suma de las interacciones de los participantes
va en la dirección de la vida intelectual moderna. En la medida en
que la realidad social consiste en un estado de flujo incesante, los conceptos
que mejor pueden expresar esa realidad fluida deben ser conceptos relacionales:
Interacción (Wechselwirkung) y socialización (Vergesellschaftung)13.
La carencia del suelo firme que proporcionan la tradición, la autoridad
y las costumbres, por un lado, y la transitoriedad y caducidad de las formas
de vida que se reducen a simples modas, por otro, debilitan el peso de las
instituciones socio-políticas en la conformación de las sociedades
urbanas; éstas se configuran fundamentalmente a partir de las relaciones
que establecen los individuos en respuesta a las múltiples y variables
impresiones recibidas.
En
uno de sus ensayos Simmel afirma: “La esencia de la modernidad como
tal es psicologismo, la experiencia [das Erleben] e interpretación
del mundo desde el punto de vista de las reacciones de nuestra vida interior
y, además, como un mundo interior, (es también) la disolución
de los contenidos fijos en elementos fluyentes del alma, de la que se ha separado
toda sustancia y cuyas formas son simples formas del movimiento”14.
Para el habitante de la urbe moderna, el mundo exterior es ante todo mundo
interior y de este modo un vertiginoso cambio de sensaciones y experiencias.
Modernidad significa un modo particular de experimentar el mundo, que no sólo
se reduce a nuestras reacciones interiores ante los sucesos, sino que incluye
su incorporación a nuestro vivir interior.
En medio del clamoroso esplendor de la era científico-tecnológica,
la seguridad interior del individuo es reemplazada, según Simmel, por
una vaga nostalgia, una urgencia desasistida que se origina en la hiperactividad
y la excitación de la vida moderna (el tumulto de la metrópolis,
la manía de viajar, la competición salvaje, la deslealtad en
las opiniones, en el gusto, en el estilo). No sorprende que la vida de la
ciudad favorezca el surgimiento de las enfermedades psíquicas. Como
apunta Simmel:
El fundamento psicológico sobre el que se levanta el tipo de individualidad
metropolitana es el crecimiento de la vida nerviosa, provocado por el rápido
e ininterrumpido intercambio de impresiones internas y externas. (…)
En la medida en que la gran ciudad crea precisamente estas condiciones psicológicas
–a cada paso por la calle, con el tempo y las multiplicidades de la
vida económica, profesional, social–, produce ya en los fundamentos
sensoriales de la vida anímica, en el quantum de conciencia que ella
nos exige por nuestra organización como seres que diferencian, una
profunda oposición hacia la ciudad pequeña y la vida en el campo,
con el ritmo de su imagen espiritual y sensible de la vida, que fluye más
regular, más lento y acostumbrado15.
Esta neurosis –término que designa la enfermedad psíquica
de modernidad– que permanece en el umbral de la conciencia se origina
en “esa distancia creciente de la naturaleza y esa existencia abstracta
particular de la vida urbana, basada en la economía monetaria que nos
ha venido encima”16. Para no tener la sensación
de estar oprimido por las exterioridades de la vida moderna y al no poder
soportar los cambios permanentes, el hombre de nuestro tiempo tiende a crear
una distancia entre él y el entorno social y físico. El habitante
de la ciudad, sigue Simmel, se defiende del trepidante flujo de impresiones,
de la constante variación de puntos de vista a la que le somete la
gran ciudad y le produce un desarraigo del medio ambiente externo, con el
entendimiento, es decir, con una mayor racionalización y objetivación.
Simmel resume las ventajas de la igualación racional en el cálculo.
Esta defensa frente a la sobreexcitación nerviosa es, en realidad,
indiferencia hacia lo individual, lo particular en lo que, por otro lado,
se sustentan las relaciones interpersonales. La distancia psicológica
de la que habla Simmel agorafobia. Y también como una indiferencia
total o hastío. En definitiva, la vida urbana favorece la indolencia,
el embotamiento ante las diferencias de las cosas, no porque no sean percibidas,
sino porque su significado y su valor son irrelevantes: “este estado
de ánimo es el fiel reflejo subjetivo de la economía monetaria”17.
Valéry
describe la psique moderna con caracteres muy semejantes: avidez activa, curiosidad
ardiente y desinteresada, una mezcla feliz de imaginación y rigor lógico,
un cierto escepticismo no pesimista, un misticismo no resignado18.
Esa psique corresponde a lo que Valéry llama el estado de crisis: no
hay principios, ni verdad que no estén sujetos a revisión; tampoco
hay acción que no sea convencional, ni ley que no sea aproximativa.
El hombre del que hablan las ciencias o las instituciones modernas está
muy lejos del hombre real, marcado por un desorden íntimo, por la existencia
de contradicciones entre nuestras ideas y las inconsecuencias de nuestros
actos. “El hombre moderno –y en esto es moderno– vive familiarmente
con una cantidad de contrarios establecidos en la penumbra de su pensamiento
y que aparecen en escena alternativamente”19. Todo
esto lleva al naufragio del espíritu.
Valéry señala otros aspectos significativos de la situación
del hombre en las sociedades modernas: sumergido en el universo humano, se
encuentra rodeado de otros seres humanos, siendo cada uno como el centro de
un pueblo de semejantes, el único y, sin embargo, tan sólo es
una unidad dentro de ese número indeterminado: es incomparable y, a
la vez, cualquiera. Sus relaciones con los demás son una de sus ocupaciones
más importantes, y están caracterizadas por la tensión
de querer ser él y tener que reconocer un mundo social de voluntades
como la suya20. En esta misma línea, Simmel había
destacado que en las sociedades modernas urbanas la sordera es peor que la
ceguera, pues quedar al margen de la comunicación es vivir de modo
asocial. Trae consigo el aislamiento. Precisamente porque la forma básica
de experimentación en la sociedad moderna es psicológica y,
por lo tanto, toda aprehensión de la realidad debe ser vertida en el
modo propio de la vivencia interior, esto es, el relato en el que reciben
cierta unidad la variedad de fenómenos, el continuo vivenciar novedades.
Sólo en la intimidad de su psique encuentra el hombre moderno cierto
reposo, pero ¿basta el mundo interior para poner orden en el continuo
movimiento de la realidad exterior? El peso puesto sobre sus hombros guarda
relación con el nerviosismo, con la neurosis.
La relación con el entorno natural de acuerdo con criterios de racionalidad
y dominio técnico ha tenido un efecto no previsto: la naturaleza pasa
a un segundo plano, al haber disminuido su poder de condicionar la vida humana;
el mundo humano es sobre todo social, es decir, se vive en las relaciones
sociales y en la comprensión de las formas simbólicas. La naturaleza
domeñada es un elemento más de la cultura moderna; esto se puede
ver, entre otros, en el simbolismo del paisaje en la pintura, la utilización
de plantas en la decoración de interiores, la adopción de animales
como compañía doméstica, o la conversión de la
montaña o el mar en espacios de recreo y deporte.
En relación con estas transformaciones que encaminan a la época
postindustrial, Daniel Bell comenta que si el mundo natural está regido
por el destino y la casualidad, y el mundo técnico por la racionalidad
y la entropía, el mundo social no puede sino existir en el temor y
el estremecimiento. Es decir, las categorías psicológicas dominan
nuestro acceso a la forma de realidad de nuestro siglo: una realidad máximamente
mediada, transformada en comunicación, en sociabilidad lingüística.
La gente vive cada vez más fuera de la naturaleza y menos con maquinaria
y artefactos; sólo viven con otros y se encuentran entre ellos (…).
Durante la mayor parte de la historia humana, la realidad era la naturaleza
(…). En los últimos 150 años, la realidad se ha vuelto
la técnica, las herramientas y las cosas hechas por el hombre, aun
cuando se les ha dado una existencia independiente fuera del mundo cosificado
del hombre. (…) Ahora, la realidad se está volviendo únicamente
mundo social21.
Si
estos diagnósticos de la vida moderna son acertados, entonces el individualismo
no puede ser visto como resultado del advenimiento de la modernidad, un producto
incluso de la secularización y del escepticismo moderno. Bauman considera
que el orden es inverso: “debido a que los acontecimientos modernos
arrojaron a hombres y mujeres a la condición de individuos –fragmentando
su vida, dividida en varias metas y funciones apenas relacionadas que debían
llevar a cabo en un contexto diferente y conforme a una pragmática
distinta–, la idea “abarcadora” de una visión unitaria
del mundo resultó poco útil y difícilmente logró
captar su imaginación”22. Una ética racional
y universal que pudiera ser enseñada y aceptada por todos prometía
devolver cohesión al tejido social y colmaba, como hemos visto, la
mayor aspiración de una humanidad que se conoce como originariamente
libre. Carentes de un sustrato pre-político, y estando bajo sospecha
la racionalidad moderna, ya no es posible promover la vigencia pública
de unos principios morales permanentes: “porque los ciudadanos no estamos
de acuerdo en ningún ideal determinado de vida buena, de manera que
imponerles uno de ellos iría en contra de la libertad individual de
pensamiento y expresión”23. Si queda todavía
algún camino para esta aspiración, no hay duda de que atraviesa
los campos de las emociones y de las categorías psicológicas
con las que actualmente articulamos la experiencia.
Como se puede ver en las modas urbanas y en las conductas que se imponen como
tendencias sociales, la ley como norma universal no forma parte del horizonte
en el que las acciones humanas se exhiben, se contrastan y reconocen. Esto
no se debe sin más a la vigencia de modelos éticos contrapuestos.
Es una de las condiciones de lo que he llamado “la psicologización
de la experiencia social”, es decir, que el mundo sea ante todo vivenciado
según las reacciones de nuestra vida anímica. Psicologización
significa también que la vivencia individual y el sentimiento, se instituyen
como el criterio definitivo de lo verdadero por auténtico y, en definitiva,
la autenticidad en sinónimo de moralidad. El argumento sería
el siguiente: mientras que cabe alguna sospecha ante las ideas pretendidamente
universales, la respuesta emocional, la vivencia interior, no engaña,
no está mediada por intereses, ni por imposiciones externas.
Cuando enfrentamos los grandes problemas morales de nuestro tiempo, como hemos
visto, apenas confiamos en las ideologías ni en la acción política,
tampoco en la ciencia. No deja de ser paradójico que en la era de la
comunicación esté también bajo sospecha el viejo ideal
de la esfera pública de opinión como terreno abonado para la
formulación de lo normativo. El siglo XX ha visto nacer otras formas
de publicidad y formación de opiniones que hubieran escandalizado a
los primeros ilustrados en la medida en que crean un simulacro de discusión:
la de la información, la de las modas, la de los sondeos.
Si el aprendizaje moral ha necesitado siempre de modelos que orienten al agente
libre, no hay duda de que las sociedades urbanas son una gran escuela; por
primera vez en la historia, en las grandes ciudades se ofrecen modelos, referentes
morales múltiples y con frecuencia contrarios. Nunca los seres humanos
habían estado junto a tantos otros seres humanos sin que mediara necesariamente
una relación. El efecto sobre el yo es doble y ambiguo: por un lado,
favorece la tendencia a privatizar las razones del obrar moral, o a inhibirse
ante el temor de no ser reconocido moralmente; por otro, los modelos de conducta
pueden configurarse como tales gracias únicamente al plebiscito casi
unánime de conductas generalizadas, esto es, normalizadas. Pues, como
señala R. Girard, la unanimidad es mimética24.
En una sociedad desarmada frente a la invasión mediática, el
mimetismo es máximamente eficaz desde el punto de vista de la socialización
y educación cívica, y –como factor de igualación
social– es, curiosamente, pacificador. Las sociedades urbanas superpobladas
son el terreno abonado para la siembra de patrones de conducta, de deseos
y necesidades que parecen responder a lo más propio de cada individuo,
pero que se desarrollan con las mismas estrategias del mercado y el consumo,
creando una especie de universalidad a partir de la suma de singulares.
Una
gran parte de los problemas morales del mundo actual, la agenda moral (Bauman),
apenas han sido tratados por los estudiosos de la ética del pasado;
nunca como hasta ahora ha sido tan obvio que la dificultad en el orden moral
procede mayormente de la diversidad de aspectos implicados en cualquiera de
nuestras acciones que reclama establecer una jerarquía entre ellos:
en esto consisten también la inteligencia y la experiencia moral. Pero,
si mi argumentación está en lo cierto, algunos de estos problemas
son consecuencia del modo peculiar de adquirir experiencia moral en nuestro
tiempo: de la psicologización, su reducción a mera vivencia.
Lo que explica que la jerarquización de los elementos que intervienen
en cualquier conflicto resulte muchas veces banal, en todo caso sumamente
frágil.
A esta tendencia que antepone bienes e intereses particulares, responde en
parte el movimiento asociacionista de los últimos años. Mientras
que las grandes organizaciones políticas o sindicales que congregaban
las fuerzas vivas en las sociedades modernas del siglo XX apenas reciben nuevos
afiliados, se multiplican las asociaciones y grupos que reúnen a quienes
comparten un mismo problema (asociaciones de afectados) y encuentran alivio
en el contacto con otros que padecen lo mismo, y con los que tal vez se pretenda
elevar a la categoría de derecho una situación, una diferencia,
una particularidad. Es una forma de narcisismo que define lo que Lipovestky
–en la línea de Simmel– llama el ‘hombre psicológico’
que ha sustituido al hombre político de la modernidad25.
Esto trae consigo, por un lado, la subjetivización de todas las dimensiones
que han dignificado la vida pública, política y moral de Occidente26;
y, por otro, la transformación en cuestión de interés
social de las tareas más insignificantes, la nueva agenda moral27.
Por ejemplo, al reiniciarse la actividad laboral tras las vacaciones, se habla
de estrés postvacacional y se inunda los medios de comunicación
de consejos para adultos y niños en su vuelta al trabajo y a la escuela28.
Hoy día casi todo se dramatiza: engordar, cumplir determinados años,
tener hijos adolescentes, tener compañía o no tenerla (para
evitar el previsible sufrimiento de una ruptura se aceptan relaciones sentimentales
que no aspiran a ninguna forma de convivencia común), la competitividad
laboral, la competitividad escolar. Sin duda, la vida actual es cada vez más
exigente en todos los terrenos; pero, al mismo tiempo, forma parte de nuestra
autocomprensión valorar el mundo que vivimos, la realidad que se nos
ofrece, en categorías psicológicas, emocionales.
A
veces parece que la sobreactuación emocional ante sucesos y acontecimientos
que rechazamos –la mayoría conocidos mediáticamente–
salda nuestras cuentas con la responsabilidad: como si dijéramos “no
ves cuanto me indigno, ¡cuantas lágrimas derramo por el sufrimiento
de alguien aunque nunca lo haya tratado! No he sido indiferente o impasible
ante los males actuales, he seguido el impulso moral, esto es, ya he reaccionado
moralmente, aunque se trate de un ‘sufrimiento distante’29,
y ahora ya puedo dedicarme a lo mío”. El hambre, las muertes
o genocidios en países sin estructuras sociales o económicas
son rechazados mediante manifestaciones públicas y demanda de intervención
de las instituciones; sin embargo, sabemos que nosotros con nuestro modo de
vida contribuimos al hambre y a las guerras.
Mucho antes de que se extendiera el poder de los medios de comunicación,
Valéry advertía que la sensibilidad del hombre moderno está
fuertemente comprometida por las actuales condiciones de vida, hasta el punto
de que podemos pensar que la alteración de la sensibilidad afectará
a nuestra inteligencia30. En las sociedades modernas no se
trata de satisfacer necesidades, sino de despertarlas. En este nivel de lo
sensible se sitúa el dinamismo emocional de la moralidad contemporánea.
Bauman describe ese dinamismo con imágenes que a todos resultan familiares:
Intrépidos e infatigables, de vez en cuando, los equipos de televisión traen las imágenes de la miseria distante hasta nuestros hogares, eso tiene un efecto instantáneo, tal como suele ocurrir con el contacto con todo sufrimiento humano. Recorta la enormidad de las nuevas responsabilidades a la medida de nuestra sensibilidad moral (…) el resultado habitual de las campañas de los mass media es una sucesión intercalada de “carnavales de la pena” y “fatiga de la caridad”. Periódicamente se producen erupciones de compasión, pero su alcance se restringe a lo que nuestros sentimientos morales pueden llevar adelante por sí mismos: pronto aplacados se echan una siestecita hasta el próximo evento, cuando los despierta brutalmente el hecho de que, a pesar de las efímeras explosiones de piedad, casi nada haya cambiado ni en la cantidad ni en la hondura de la miseria humana. Por su naturaleza, dependiente de los medios de comunicación, los carnavales de la pena, están mal pertrechados para cuajar vínculos permanentes y eficaces, sólidamente institucionalizados, a partir de los ramalazos de sentimientos (…). Llevan a los hogares la apariencia horrorosa del sufrimiento humano, pero no exponen sus causas, tales como los modos de vida destruidos por el libre comercio, los suelos devastados por los monocultivos impuestos por el mercado, o las enemistades tribales impulsadas e inducidas por una industria y un tráfico de armamentos que llenan los cofres de nuestro tesorero público y engordan nuestro producto nacional bruto. No maravilla, pues, que las raíces de la miseria humana permanezcan intactas, por exitosas que resulten las sucesivas campañas de ayuda humanitaria31.
No
hay duda de que la psicologización trae consigo un debilitamiento del
yo moral; la prioridad de la respuesta emocional sobre el juicio y la reflexión
ofrece un sucedáneo de la libertad y de la responsabilidad, que sintetiza
la expresión “actuar según la conciencia” (que no
es lo mismo que la objeción de conciencia). Pero, aunque sea un sucedáneo,
testimonia que lo característico del obrar humano es la determinación
del sentido de la acción, por el que la llamamos “mía”,
y nos sabemos ligados de algún modo a sus consecuencias (su certificado
de origen).
Vuelvo a lo anterior. Si en cierto modo se ha rechazado la idea de un código
universal capaz de eclipsar al yo moral y su responsabilidad, la psicologización,
la respuesta puramente emocional, parece anular la responsabilidad en la misma
medida en que se refuerza el yo psíquico. Un ejemplo curioso de nuestros
días es el fenómeno mediático de la confesión
exculpatoria: contar todo tal como fue vivido, esto es, exponer públicamente
los sentimientos, los motivos o detalles íntimos de un episodio de
la propia vida: la autenticidad o sinceridad es criterio de moralidad de lo
hecho, aunque sea por ejemplo, adulterio; el sufrimiento exhibido y si es
posible recreado, exculpa de la injusticia y el mal infringido (los reality
shows viven de esto). La psicologización afecta de modo creciente a
la vida cotidiana, a los problemas asociados a las relaciones familiares y
laborales, a la educación y, no en menor medida, a dimensiones íntimas
de la personalidad humana como, por ejemplo, la sexualidad (mediante la experimentación
del exceso, el recurso a la violencia, o la celebración del cuerpo
grotesco con sus excrecencias y orificios). Es aquí donde, por un lado,
las tradiciones que todavía mantienen algo de su fuerza normativa han
chocado con más violencia con la exigencia de autenticidad, de autonomía
moral; por otro, los efectos de este choque no han hecho sino dejar en evidencia
la fragilidad y mutabilidad de la institución familiar en las sociedades
modernas (a nadie se le escapa que esto es visto en otras culturas como uno
de los mayores peligros de la occidentalización).
Richard
Sennett ha hablado en este contexto de “comunidad destructiva”:
aquélla que destruye metódicamente a sus miembros a través
del culto sin freno a la sinceridad; sentimientos, que son y deberían
ser íntimos, son confiados a otros. Con esa renuncia se busca en último
término la aprobación de los comportamientos y los actos. Ahora
bien, no está en juego que el sentido de la acción pueda ser
entendido y aceptado por otros, sino que la transparencia de las emociones
del que se sincera compromete a priori la aprobación ajena, es decir,
fuerza que otros aprueben las acciones32. El pronóstico
de Sennett (de hace 30 años) de que esto destruiría las relaciones
sociales no se ha cumplido; al contrario, la tendencia es bien distinta: los
poderes mediáticos tratan de convencernos de que la comunidad se construye
no por el respeto, sino gracias a esa transparencia o sinceridad sobre intimidades,
secretos: cuanto más turbios, más auténticos, y más
reales33.
La evolución de las prácticas de ocio y consumo, el desarrollo
del deporte o la moda, la importancia de la imagen y las primeras impresiones
en las relaciones humanas, la mercantilización y manufactura de las
emociones por parte de la industria –lo que George Ritzer llamó
“McDonaldización de la sociedad”–, la celebración
del dispendio y el gasto, la mistificación de las transgresiones en
la esfera de la sexualidad, la exhibición pública de la intimidad
ante una audiencia anónima, la extensión del voyeurismo que
supone la televisión, gracias a la cual se hace posible la vigilancia
pública de las reacciones emocionales ante la muerte y la desgracia,
la experiencia de los límites del propio cuerpo o los diversos juegos
con la propia identidad real o virtual etc., son sintomáticas de dos
tendencias contrapuestas y tal vez complementarias: A consecuencia de todo
esto, nuestro mundo moral es rapsódico, caracterizado por fragmentos
de experiencias que captamos mediante actitudes emocionales, y no mediante
el razonamiento o el juicio moral. La misma necesidad de cambio en los útiles
culturales, el consumo de las formas artísticas, etc., se da en el
ámbito de los ideales morales: las cuestiones morales prioritarias
se suceden y olvidan una vez que pasan a un segundo término. Precisamente
por la transitoriedad de la vida emocional la actitud del compromiso es suplantada
por el traslado de las responsabilidades a los entes abstractos-sociales.
Se habla incluso de una perspectiva posmoderna de la moralidad, resultante
del ya añejo proceso de autocrítica y desmantelamiento sufrido
por la cultura moderna, en la que el eslogan más universal es “sin
exceso” y dominan el individualismo más puro y la búsqueda
de la buena vida, limitada solamente por la exigencia de tolerancia como indiferencia34.
El diagnóstico de Simmel se cumple al pie de la letra un siglo después.
Pero, según Bauman, que se ha ocupado ampliamente de estas cuestiones,
no todo está acabado ya que estamos ante el rechazo de las formas modernas
típicas de abordar los problemas morales. “Los grandes problemas
éticos –derechos humanos, justicia social, equilibrio entre la
cooperación pacífica y la autoafirmación– no han
perdido vigencia; únicamente es necesario verlos y abordarlos de manera
novedosa”35.
III
¿Cómo
se plantean las cuestiones éticas en la actualidad?; ¿cómo
abordan los ciudadanos los conflictos morales que sacuden a las sociedades
occidentales?; ¿qué formas de universalidad y normatividad se
han generalizado? Para responder a estas cuestiones voy a fijarme en algunos
de los fenómenos que reflejan bien la percepción de la ética
y la moral en nuestra sociedad.
En los países occidentales se puede hablar de una expansión
del derecho hacia ámbitos de la vida cotidiana que hasta hace poco
no estaban sometidos a legislación alguna. Esta expansión está
en la línea de los programas de ilustración o de educación
moderna; uno de los cauces más comunes para esa educación es
el derecho. Desde hace unas décadas el derecho penal se ha convertido
en una de las fuentes de normatividad social en las sociedades desarrolladas.
Ya que no podemos apelar a bienes comunes sobre cuyo contenido cabe argumentar,
pero cuya vigencia está fuera de duda, incluso para quienes no son
capaces de reconocerlos, es urgente transformar en reglas aquello que reúne
a una mayoría. La persuasión mediante razones es sustituida
por la imposición de una conducta y la penalización. Y en dirección
inversa, la permisividad de ciertas conductas, el hecho de reconocerlas como
legales abre el camino para que sean vistas como buenas o neutras (por ejemplo,
la legalización del aborto o las uniones homosexuales). Así,
es frecuente oír hablar de la tarea de modernización desde las
instituciones, desde el derecho; de la educación no-formal de las políticas
gubernamentales y la configuración de nuevos modelos sociales, del
pensamiento correcto auspiciado en el espacio único de los medios de
comunicación de masas, etc. ¿Qué ha sido de la vieja
aspiración a la mayoría de edad de cada ciudadano?
Probablemente aceptamos esta tutela política porque el pluralismo de
reglas debilita nuestras elecciones morales; la ambigüedad moral por
un lado, presenta una libertad de elección hasta ahora desconocida,
pero por otro, nos deja en un estado de incertidumbre. Añoramos una
guía confiable para liberarnos al menos de una parte de la responsabilidad
de nuestras elecciones. Por lo demás, ninguna autoridad parece tener
suficiente poder para darnos el grado de seguridad que buscamos: sólo
la ley positiva en su indiferencia. Este es el rasgo más dramático
de la actual debilidad moral en las sociedades occidentales. Como señala
Llano, las leyes han de ser neutrales respecto a los bienes privados y deben
limitarse a establecer procedimientos para organizar la convivencia. Lo procedimental
se sustantiviza, pues al dejar abiertos los temas cruciales, las decisiones
últimas se remiten a los tribunales36.
Pero, con esta función educativa del derecho penal se pretende que
las leyes sociales sean también leyes individuales en las que cada
uno encuentre inspiración para su vida cotidiana. Se socializa la conciencia
moral al precio de psicologizar una buena parte del ordenamiento jurídico
que incluso llega a legislar sobre convicciones, creencias y prejuicios. Esta
fuente de normatividad supuestamente objetiva es en su intencionalidad máximamente
subjetiva. Como era de prever, la penalización de lo que no debemos
pensar o hacer no es tan eficaz como la despenalización que hace legales
acciones que comúnmente son consideradas injustas. A quienes impulsan
las nuevas leyes les escandaliza la terca y resistente autonomía del
yo moral, que dificulta ese arreglo “perfecto” de la convivencia
humana. Se hace cada vez más necesario motivar, conectar emocionalmente
con el yo moral de los ciudadanos. Y por eso las estrategias del marketing
del civismo apelan exclusivamente a los sentimientos, a la solidaridad
emotiva (ante la emigración ilegal, el abuso del alcohol, la velocidad
excesiva, la violencia en el ámbito familiar, etc.).
El civismo (o la civilidad) ha traído un buen número de normas
y prácticas que se imponen obligatoriamente para todos. A las normas
de cortesía, respeto, concordia (ruidos, paso, aparcamiento, etc.)
se han añadido otras que preparan una vida futura. En los últimos
años estas normas y prácticas responden fundamentalmente a situaciones
y necesidades propias de países desarrollados, a iniciativas conducentes
a transformaciones que prometen bienes comunes innegables: por ejemplo, la
distribución de basuras, el reciclaje, la economía en el consumo
de energía, el uso de aerosoles. Esta forma de ética cívica
tiene la obligatoriedad de normas morales. El ciudadano percibe, como nunca,
que no hace las leyes, sino que las consume. El Estado, al mismo tiempo que
se presenta como único garante del bienestar social, impone restricciones
en ámbitos de la vida familiar, de la vida privada; es decir, moraliza
(regula) conductas que hasta hace poco formaban parte de los códigos
personales o particulares con los que se rigen muchos aspectos de la vida.
Otro fenómeno
presente en nuestras sociedades tiene que ver con acciones que contienen una
clara intención moral y se han normalizado en los últimos tiempos
como conductas política y moralmente correctas. En ellas, curiosamente,
se escenifica una unanimidad que parece espontánea. Me voy a referir
a dos muy extendidas.
a) Participar en una manifestación está ya incorporado a nuestro
repertorio de conductas no sólo políticas, sino –como
se ve en los países occidentales desde hace unos años–
de conductas morales. En esa medida el acto de manifestarse trae consigo una
aprobación/reprobación moral, y puede presentarse con una exigencia
ética que no tolera disidencia; es decir, sucede lo mismo que con todo
aquello que consideramos normativo. En el caso de una manifestación
pública, su universalidad o unanimidad es numérica: se obtiene
por el simple hecho de reunirse, esgrimir algún distintivo o pancarta
y caminar (repitiendo alguna proclama o eslogan). Que tiene un claro componente
moral, de moral cívica, esto es, la suprema forma de moralidad de las
sociedades liberales, se nota en que la manifestación transcurre siempre
dentro de unos límites tanto espaciales como gestuales, sin agresiones
ni violencia; también en que los gestos deben ser lo más homogéneos
posibles para su eficacia: lo que se busca es convertir en universal, en principio
de acción normativo algo que se reprueba o se demanda.
b) En los últimos años se han generalizado las concentraciones
públicas: de la protesta política, rápidamente se ha
pasado a la protesta moral. En España se producen concentraciones en
lugares públicos para mostrar repulsa o apoyo: cada vez que muere una
mujer a manos de un varón (sea el marido, pareja, etc.); también
cuando desaparece un niño u ocurre alguna catástrofe natural.
Lo de menos es si la concentración se produce espontáneamente;
lo más sorprendente es que tantas personas canalicen sus emociones
del mismo modo, bastante sereno por cierto. Como señala Bauman, “la
individualidad acaba limitándose al acto de ofrecer individualmente
lo que todo el mundo se afana por ofrecer”37; y también
se conforma con referir las experiencias propias en gestos que se puedan entender
fácilmente, los mismos que utiliza todo el mundo. Si son algo más
que una moda, lo sabremos en poco tiempo. La transformación de esos
gestos en patrones de expresión colectiva amenaza con debilitar su
eficacia; confiamos en los gestos que realmente exteriorizan, que revelan
una experiencia interior individual. ¿Terminaremos por pasar por alto
estos símbolos y gestos que se han estandarizado y, con ello, despersonalizado
gracias a su difusión en los medios de comunicación? Si como
apunta Hochschild, la burocratización de nuestra sociedad –y,
en mi opinión, su homogeneización– estandariza, mercantiliza
y despersonaliza todas las demostraciones públicas de sentimientos,
también ante este tipo de gestos de protesta o solidaridad que tanto
abundan pronto dejaremos de pensar que corresponden a una experiencia real.
Los gestos y ritos sociales son necesarios en la vida social, pero vulnerables
a la erosión38.
Sin duda,
los medios de comunicación tienen parte de la responsabilidad en la
universalización de las formas de expresar la reprobación moral
o la solidaridad. La respuesta ante algo que nos impresiona y se ofrece sin
palabras –y sin juicio moral– requiere cierta escenificación.
Pero la creatividad no da para tanto y los símbolos de la pena, de
la solidaridad, de la ansiedad, coinciden con los del resto de sentimientos,
como la alegría o la histeria: lágrimas, flores, velas (que
valen tanto para el duelo como para un concierto). Casi todos los países
occidentales cuentan ya con varios “templos de la pena”; a veces
es sólo el cruce donde hubo un accidente, siempre cubierto de ramos
de flores, velas encendidas; otras, la playa a la que no llegaron tantos viajeros
africanos, o el escaparate de una conocida firma de moda que gastaba la princesa
de turno, etc. Trepidamos emocional y, por tanto, moralmente ante la muerte
de un personaje que continuamente aparece en los medios de comunicación;
y del mismo modo se reciben con histeria y llanto el último volumen
de Harry Potter, la cuarta película de una serie conocida, o la última
versión de un videojuego.
Este tipo de plebiscito moral, tan frecuente en las sociedades occidentales,
puede crear confusión, pues ofrece la apariencia de una universalidad
(y, por tanto, de racionalidad) espontánea, plenamente compatible con
el impulso individual, que en esa medida proporciona satisfacción.
Ahora bien, desde el punto de vista de la legitimidad moral de ciertas opiniones
o conductas asumidas públicamente por muchas personas que el número
de individuos sea visto como garante de la eticidad significa tan sólo
que esa multitud de individuos, de yoes, se traduce en el colectivo “nosotros”
por el simple resultado de contar unidades-yoes, que valen por igual, y son
idénticos39.
El desconcierto
social por nuestra indigencia moral es grande cuando el daño o la injusticia
de que se trate es grave; pues aunque el número de ciudadanos que se
suman a una propuesta, petición o que se oponen a una medida importa
–y como se ve en España importa bastante–, sabemos que
la validez o invalidez de una norma o criterio moral no depende del número
de firmas. Es la norma, lo correcto o el bien común, lo que une y ensambla
la vida social y da lugar a un “nosotros”, y no al revés,
como sugieren este tipo de fenómenos masivos. Lo normativo en una sociedad
no es constituido por la agregación de los ciudadanos a determinadas
muestras o conductas, es decir, por caminar codo con codo, como se dice coloquialmente.
No es el rechazo de ciertas conductas lo que las hace reprobables, sino que
por ser intrínsecamente (de suyo) erróneas moralmente son rechazadas
mayoritariamente.
Me acerco ya al final. He destacado dos aspectos característicos de
nuestra actual práctica moral: la cesión de lo moralmente correcto
e incorrecto en manos del legislador (sólo las leyes aprobadas se imponen
sobre los criterios morales personales), y la respuesta emocional y tipificada
ante sucesos que los medios de comunicación
nos presentan y que reclaman un pronunciamiento moral. Como bien sabemos,
ni de un modo ni de otro conseguimos apaciguar los conflictos morales, la
búsqueda del bien y la necesidad de justicia. Ni la multiplicación
de leyes, ni la sobreactuación emocional bastan. En ambas formas se
representa el estado de debilidad de la vida anímica, de la otrora
arrogante conciencia humana.
En el escenario moral que he presentado, he procurado iluminar los actores
y argumentos protagonistas en la narrativa ética de las sociedades
occidentales. Ahora bien, eso no es todo lo que está en juego. He dejado
a un lado el conocimiento y los comportamientos morales que sostienen nuestro
entramado ético básico, que no borran fácilmente ni el
emotivismo moral ni el empeño por hacer de la legislación el
depósito moral de una sociedad. Basta mirar a nuestro alrededor, o
en el propio mundo interior, para advertir que el ser humano dispone de una
inteligencia o sensibilidad moral que no es “informada” completamente
por las circunstancias y modelos de conducta vigentes.
Nos encontramos en un tiempo propicio para rescatar potenciales infrautilizados. La falta de una legislación que plasme un código universal de normas y pueda responder satisfactoriamente a las demandas de justicia, la incapacidad de la obligatoriedad jurídica para comprometer a hacer el bien, el bombardeo de exigencias morales, opciones y anhelos en conflicto, nos dejan a solas con la libertad y la moralidad, con nuestros actos. Precisamente como recordaba Simmel, porque “nuestro obrar necesita siempre legalidad, pero no siempre leyes”40. La agenda moral de los países desarrollados está llena de cuestiones conflictivas: las nuevas posibilidades en el campo de la ciencia ya no pueden ser confiadas a los científicos, ni siquiera hay acuerdo en ese terreno. Tampoco parece que el estado del bienestar puede suplantar la intervención de los particulares en la atención de las nuevas necesidades sociales que surgen en el centro mismo de la familia (ancianos, personas dependientes o los niños). Nunca como ahora las expectativas de riqueza y bienestar (educación, sanidad, jubilación) se han visto amenazadas por los cambios de población, o por la incorporación de modelos culturales, éticos o religiosos ajenos a la tradición del país receptor. Es decir, no por la guerra, una catástrofe o por la mala gestión política (que también), sino por la humanidad que se hace vecina. Nunca como ahora el ideal de igualdad y justicia, y con él, un código universal de normas éticas, parece tan utópico, por los efectos devastadores que pudiera tener sobre las expectativas del ya algo ajado estado de bienestar. La actual crisis global de la economía de mercado iguala únicamente en las consecuencias negativas; de justicia ante los desmanes cometidos por codicia y falta de responsabilidad social nadie habla; no hay responsables, sólo el sistema parece haber fallado.
Frente a las actitudes internas del “sin exceso” o “ya es bastante” que se instalan entre nosotros, el discurso ético debe recuperar un saber moral que responda a los conflictos morales que sacuden las sociedades occidentales. El pensamiento ético de esta tardo-modernidad sabedora de sus fracasos y límites debe corregir ese debilitamiento del yo moral. Para invertir esta tendencia es preciso reivindicar la centralidad de la responsabilidad, esa forma de estar ante nuestros actos, que nos recuerda, entre otras cosas, una experiencia que tiene todo aquel que ha querido hacer lo correcto: a saber, que en lo tocante a la moralidad nunca somos suficientemente buenos41. Es más que un ejercicio responsable de la libertad; el obrar moral genuino compromete el ser del agente moral.
Tras siglos de modernidad hemos aprendido que las formulaciones normativas son creaciones secundarias, pues la voluntad de bien no necesita una ley que la obligue: ante el bien nos empeñamos. Como afirma Inciarte, inspirándose en Aristóteles, querer el bien es el camino que conduce a saber algo sobre el bien, aunque saber que hay que querer el bien es la primera condición para buscarlo. Sólo así podemos decidirnos a hacer el bien. “Pero decidirse a algo sólo lo puede hacer uno mismo bajo su propia responsabilidad”42. Se trata de una autoresponsabilidad.
Levinas –cuya ética es respetada incluso por quienes rechazan los mínimos rudimentos del razonamiento moral– plantea el actuar humano también en términos de responsabilidad personal, pues no es posible una persona sola: no hay yo sin otro, el yo no se basta a sí mismo. “El yo tiene siempre una responsabilidad adicional a los demás”43. Se trata de un compromiso superior al de no juzgar y, por tanto, no actuar; un compromiso que no se contrae previamente. El ser humano es capaz de realizar actos innecesarios y comprometerse con ellos, por lo que se culpa si fracasa, pero no puede exigir eso de otros. Si en su ética Levinas elude los caminos de la filosofía moral moderna, igualmente se sitúa lejos del emotivismo o psicologización de la experiencia social expuestos hasta ahora. La persona, el psiquismo del yo, su núcleo más íntimo, significa la imposibilidad de quedarse encerrado en el cuidado de sí mismo, es estar originariamente abierto al otro que se nos ofrece como inspiración44. La razón moral es siempre heterónoma, fundada en una pluralidad no reductible a conceptos.
Podemos hablar de responsabilidad porque la acción moral es personal, no nace de la mera aplicación de reglas universales. Bauman propone una repersonalización de la moralidad que recuerda la doctrina clásica de la educación moral de las pasiones y virtudes. Siguiendo a Levinas explica que “repersonalizar la moralidad significa devolver la responsabilidad de la meta al punto de partida del proceso”45, a la persona moral. Las siguientes palabras de Inciarte completan esta idea: “Decidirse a algo es ecidirse a sí mismo. La obligación como obligación moral es empeño (…). No podemos decidir, sin más, sobre el bien sino que tenemos que decidirnos a él”46.
Responsabilidad implica que no basta con responder emocionalmente, pero esto no quiere decir que no haya que hacerlo. La inteligencia moral no es un conocimiento articulado conceptualmente. La percepción de lo correcto o incorrecto en la forma de adhesión o rechazo es inmediata, anterior al discurso o argumento moral. Ahora bien, toda elección, toda decisión responsablemente tomada, es decir, haciéndola propia “pase lo que pase”, introduce un nuevo curso a los acontecimientos. Ese curso, en el sostenimiento de lo decidido, permanece en gran medida bajo control, es cosa nuestra; depende de las dimensiones emocionales, pasionales de cada persona, precisamente porque decidirse a algo es decidirse a sí mismo.
1 Entre la bibliografía reciente destacan los trabajos de Z. Bauman o S. Zizek. También: S. J. Williams, Emotion and Theory Social: Corporeal Reflections on the (Ir) rational, London, Sage Publications, 2001; S. Mestrovic, Postemotional Society, London, Sage Publications, 1997; R. C. Roberts, Emotions: An Essay in Aid of Moral Psychology, Cambridge-New York, Cambridge University Press, 2003.
2 Si antes se hablaba de que confundíamos la ficción con la realidad ahora nos ocurre al revés. “Mucho más difícil que denunciar/desenmascarar (lo que parece) la realidad como una ficción es reconocer la parte de ficción en la realidad real”. S. Zizek, Bienvenidos al desierto de lo real, traducción de C. Vega, Madrid, Akal, 2005, p. 21.
3
Ch. Taylor, Imaginarios sociales modernos, traducción de R. Vilà,
Barcelona, Paidós, 2006, p. 20. La idea de un orden moral común
a todas las sociedades se expande pronto fuera del marco de la discusión
jurídico-filosófica. Según Taylor, “El discurso
moderno de la ley natural tuvo su origen en un contexto más bien especializado.
Ofreció a los filósofos y teóricos de las leyes un lenguaje
para hablar sobre la legitimidad de los gobiernos y sobre las reglas de la
guerra y la paz, las doctrinas incipientes de la moderna ley internacional.
Pero a partir de entonces comenzó a infiltrarse en otros contextos
y a transformar su discurso (…). En el curso de esta expansión,
ha pasado de ser una teoría circunscrita al discurso de unos pocos
expertos a convertirse en una parte integral de nuestro imaginario social,
es decir, del modo que tienen nuestros contemporáneos de imaginar las
sociedades de las que forman parte”. Ibídem, p. 18.
4 Z. Bauman, Ética posmoderna, traducción de B. Ruiz de la Concha,
México, Siglo XXI., 2005, p. 15.
5 Cfr. G. Simmel, Grundfragen der Soziologie. Gesamtausgabe, B. 16, Frankfurt
a. M., Suhrkamp, 1999, p. 137.
6 Taylor, Imaginarios…, ob. cit., p. 34.
7 Como ha mostrado Habermas, la esfera pública era el espacio en que el que la deliberación alcanza la máxima racionalidad y, por tanto, debe guiar a los gobiernos. El poder político es supervisado por un ordenamiento moral que debe coincidir con el pensamiento y la voluntad de todos. El poder debe ser domesticado por la razón, concluye Habermas: veritas non auctoritas facit legem. Cfr. J. Habermas, Strukturwandel der Öffentlichkeit, Neuwied, Luchterhand Verlag, 1980, p. 115.
8 Taylor, Imaginarios…, ob. cit., p. 34.
9
“¿De qué podría hablar un ser íntegramente
razonable a otro ser íntegramente razonable? Razón no tiene
plural. ¿Cómo se distinguirían las numerosas razones?
¿Cómo sería posible el reino de fines kantianos si los
seres razonables que lo componen no hubiesen conservado, como principio de
individuación, su exigencia de felicidad, milagrosamente rescatada
del naufragio de la naturaleza sensible?”. E. Levinas, Totalidad e infinito:
ensayo sobre la exterioridad, traducción de D. E. Guillot, Salamanca,
Sígueme, 1987, p. 138.
10 Como señala Kolakowski: “Modernity itself is not modern, but
clearly the clashes about modernity are more prominent in some civilizations
than in others and never have they been as acute as in our time”. L.
Kolakowski, Modernity on EndlessTtrial, Chicago-London, The University of
Chicago Press, 1990, p. 5.
11
“Nous autres, civilisations, nous savons maintenant que nous sommes
mortelles (…). Et nous voyons maintenant que l’abîme de
l’histoire est assez grand pour tout le monde. Nous sentons qu’une
civilisation a la même fragilité qu’une vie”. P.
Valéry, “La crise de l’esprit”, en Oeuvres I, Paris,
Gallimard, 1957, p. 989.
12 Cfr. Ibídem, pp. 990, 992.
13 Simmel describe la sociedad moderna como flujo incesante. Varias décadas
más tarde Bauman habla de una modernidad líquida –lo prefiere
a modernidad tardía o segunda modernidad– que apunta tanto a
lo que resulta continuo (fundir, desarraigar) como a lo que se revela discontinuo.
14 G. Simmel, Philosophische Kultur, Gesamtausgabe, B 14, Frankfurt a. M.,
Suhrkamp, 1996, p. 346.
15
G. Simmel, Die Grossstädte und das Geistesleben, Gesamtausgabe,B. 7,
Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1995, pp. 116-7.
16 G. Simmel, Philosophie des Geldes, Gesamtausgabe, B. 6, Frankfurt a. M.,
Suhrkamp, 1989, pp. 666-7.
17 Simmel, Die Grossstädte... , ob. cit., p. 121. Helmut Plessner habla
también de una distancia, de pérdida del rostro en la multitud
urbana en “Über Menschenverachtung“, en Diesseits der Utopie,
Frankfurt, Suhrkamp, 1974.
18 Cfr. Valéry, “La crise...”, ob. cit., p. 996.
19 P. Valéry, “La politique de l’esprit”, Oeuvres
I, ob. cit., pp. 1018, 1030. Según Kolakowski, la característica
más peligrosa de la modernidad es la desaparición de los tabúes,
es decir, de la distinción entre bueno y malo. Al eliminar uno bajo
pretexto de irracionalidad, se da un efecto de dominó que lleva a que
se marchite el otro. Cfr. Kolakowski, Modernity..., ob. cit., p. 13.
20 Cfr. Valéry, “La politique...”, ob. cit., p. 1029.
21
D. Bell, “Culture and Religion in a Postindustrial Age”, en M.
Kranzberg (ed.), Ethics in an Age of Pervasive Technology, Boulder, Westview
Press, 1980, pp. 36-37.
22 Bauman, Ética…, ob. cit., p. 12.
23 A. Llano, Humanismo cívico, Barcelona, Ariel, 1999, p. 150.
24 Cfr. R. Girard, Los orígenes de la cultura, traducción de J. L. San Miguel de Pablos, Madrid, Trotta, 2006, p. 84.
25
Cfr. G. Lipovetsky, La era del vacío, traducción de J. Vinyoli,
Madrid, Anagrama, 1987, p. 130.
26 Lipovetsky habla de la “última figura del individualismo”
que ya no aspira a una independencia soberana asocial, sino que se ramifica
en asociaciones y colectivos con intereses miniaturizados, hiperespecializados.
Cfr. Ibídem, p. 13.
27 Siguiendo una tradición que tiene a la cabeza a Proust, H. James
o Joyce, gran parte de la novelística actual apenas ofrece retratos
de personajes, visiones coherentes de caracteres, evolución a partir
de sucesos y decisiones. Más bien los personajes son expuestos sin
explicación, sus vidas son discontinuas, fragmentarias, los sucesos
se encadenan sin relación de causa-efecto, simple espontaneidad y cierta
brutalidad por lo imprevisible dominan los comportamientos. No hay “tipos
novelescos” que personifiquen ideales humanos. El azar, el caos que
antiguamente designaba lo imprevisible del mundo material se ha instalado
en la conciencia: la identidad aparece como un imposible, más aún,
como reprobable.
28 Según Lipovetsky “la generalización de la depresión
no hay que achacarla a las vicisitudes psicológicas de cada uno o las
dificultades de la vida actual, sino a la deserción de la res publica
que limpió el terreno hasta el surgimiento del individuo puro, Narciso
en busca de sí mismo”. Ibídem, p. 47.
29 Cfr. L. Boltanski, La Souffrance à distance, Paris, Métailiè,
1993.
30 Cfr. P. Valéry, “Le bilan de l’intelligence”,
Oeuvres I, ob. cit., p. 1066.
31
Z. Bauman, Laambivalenciadelamodernidadyotrasconversaciones,traducción
de A. Roca, Barcelona, Paidós, 2002, pp. 195-6.
32 Cfr. R. Sennett, The Fall of Public Man, Cambridge-New York, Cambridge
University Press, 1977.
33 Cfr. Zizek, Bienvenido al desierto…, ob. cit., p. 21 y ss.
34 Cfr. Bauman, Ética.. , ob. cit., p. 9.
35 Ibídem, p. 10.
36 Cfr. Llano, Humanismo…, ob. cit., pp. 150-1.
37
Bauman, La ambivalencia… , ob. cit., p. 171.
38 Cfr. A. R. Hochschild, La mercantilización de la vida íntima.
Apuntes de la casa y el trabajo, traducción de L. Mosconi, Buenos Aires,
Katz , 2008, p. 124.
39 Levinas ha señalado que estar con otros es simplemente estar al
lado de, no es la apertura al Otro, al rostro: “es estar juntos, quizá
marchar juntos”. E. Levinas, “Filosofía, justicia y amor”,
Entre nosotros: ensayos para pensar en otro, traducción de J. L. Pardo,
Valencia, Pre-textos, 1993, p. 142.
40 G. Simmel, „Das individuelle Gesetz“, , en Lebensanschauung,
Gesamtausgabe, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1999, B. 18, p. 359.
41
En esta línea están autores citados como A. Llano (Humanismo
cívico) y Z. Baumann (Ética postmoderna). Bastantes años
antes, Max Weber distinguía entre una ética de la convicción
y una ética de responsabilidad (Gesinnungsethik-Verantwortungsethik);
hablaba de responsabilidad en el sentido de responder a las consecuencias
de las acciones.
42 F. Inciarte, Liberalismo y republicanismo. Ensayos de filosofía
política, Pamplona, Eunsa, 2001, p. 107.
43
E. Levinas, Ethique et infini: dialogues avec Philippe Nemo, Paris, Fayard,
1982, p. 99.
44 Cfr. E. Levinas, De otro modo que ser o más allá de la esencia,
traducción de A. Pintor, Salamanca, Sígueme, 1999, p. 184.
45 Bauman, Ética…, ob. cit., p. 43. “La sensibilidad moral
necesita ser excesiva para ser suficiente, tiene que existir un excedente
respecto a lo que consideramos necesidades diarias, ordinarias, de tal manera
que siempre podamos percibir como casos de indignidad vergonzosa e intolerable
todas las nuevas formas de miseria humana y que siempre podamos reaccionar
en consecuencia”. Bauman, La ambivalencia…, ob. cit., p. 97
46 Inciarte, Liberalismo y republicanismo.... ob. cit., p.107.
Bibliografía Bauman,
Z., La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones, traducción
de A. Roca, Barcelona, Paidós, 2002. Taylor,
Ch., Imaginarios sociales modernos, traducción de R. Vilà, Barcelona,
Paidós, 2006. |