La corrupción del lenguaje en la cultura y en la vida*
Recibido: 2008 - 02 - 29
Aprobado: 2008 - 06 - 16
José María Barrio Maestre**
** Profesor Titular de la Universidad Complutense de Madrid (España). (jmbarrio@edu.ucm.es).
Resumen: Este trabajo subraya el valor del lenguaje verbal en el contexto de la “cultura de masas”, más
atenta al lenguaje icónico y gestual, que se presta, más que las palabras, al riesgo sociopolítico de la manipulación.
La palabra constituye el vehículo esencial de la relación humana. Al final se hacen algunas consideraciones
acerca de la corrupción lingüística en el ámbito de la bioética, especialmente preocupante en nuestros días.
Palabras clave: Palabra, manipulación, “cultura de masas”, bioética, corrección política.
Abstract: This study underscores the value of the verbal language in the context of the “mass culture”,
which pays more attention to icons and estures. It also highlights the sociopolitical extent of words and the
risk of their manipulation. Words constitute the most essential vehicle of human relationships. At the end of
the article some considerations are exposed about linguistic corruption on bioethics so prevailing nowadays.
Key words: Words, manipulation, “mass culture”, bioethics, political correctness.
Sommaire: Cette étude souligne la valeur du langage verbal dans le contexte de la culture de masses, plus attentive au langage iconique et gestuel qui s’approche plus que les paroles au risque sociopolitique de la manipulation. La parole constitue le véhicule essentiel de la relation humaine. A la fin, on fait quelques considérations au sujet de la corruption linguistique dans le domaine de la bioéthique, spécialement dès nos jours.
Mots-clés: Paroles, manipulation, culture de masses, bioéthique, correction politique.
El valor político de la palabra
La convivencia entre seres humanos, afirma Aristóteles, no estriba en el hecho de pacer juntos en el mismo lugar, sino en tener temas comunes de conversación1. Un tópico aristotélico es la idea de que la amistad no es meramente un sentimiento, es decir, no consiste tan sólo en que una persona nos resulta simpática. Esto puede ser el viático inicial en los primeros pasos de la relación humana, pero a partir de ahí ésta se construye hablando de cosas que nos interesan, que nos afectan. Res publica es el conjunto de asuntos por los que nos interesamos dialógicamente, aquellos sobre los que conversamos con los amigos. El diálogo nos franquea la intimidad del otro. La amistad, por tanto, se constituye, por el acto del habla, como una praxis. Como diría Jürgen Habermas, es una acción comunicativa2. Exige la iniciativa de tomar–y dar– la palabra sobre los temas que no nos resbalan, que realmente nos interesan como seres humanos. Y sobre ello hablar francamente: no con argucias, sino con argumentos.
Como dijo Antoine de Saint-Exupéry, dos personas no son amigas porque se miren mutuamente; ante todo lo son porque miran ambas en la misma dirección3. Cuando me intereso por algo y encuentro que en ese interés mío estoy acompañado por otra persona, realmente eso me une mucho a ella. (¡Qué bien lo expresa Miguel Hernández en su elegía al amigo muerto –Ramón Sijé–: “con quien tanto quería!”)4. Sócrates, el primer maestro de Occidente, nos hizo descubrir que esta es la esencia y el vehículo de la educación: la conversación entre amigos, en la que los interlocutores no se contemplan uno al otro sino que se sienten vinculados por un interés común5. El auténtico maestro es el que sabe suscitar ese interés por lo que realmente es interesante y nos ayuda a crecer, a menudo elevando la mirada sobre nuestros intereses primariamente triviales.
En fin, la amistad se articula fundamentalmente en la conversación, y como ésta es una acción, la amistad es también praxis, virtud (eúpraxis). Es éste, sin duda, uno de los elementos centrales del pensamiento práctico –éticopolítico– de Aristóteles.
—¿Y cuál es el argumento de esa conversación? Los amigos a veces conversan de cosas triviales. Pero la sola conversación trivial es incapaz de aunar lazos de amistad sólida. La conversación amistosa aborda lo grave y lo liviano en sabia combinación. Si todo fuese gravedad no habría quien lo aguantase durante mucho tiempo, pero si todo es banal, aquello también se agota en sí mismo.
—¿Dónde se encuentran más profundamente las personas? ¿Cuál es el espacio de esa comunión de almas que teje la amistad más verdadera?
—Naturalmente, los amigos hablan de todo: de lo humano y lo divino, como quien dice. Pero hay tres argumentos que destacan, dice el Estagirita: lo bello, lo bueno, lo justo… y sus contrarios6. En el fondo, la discusión, el contraste de pareceres, los distintos puntos de vista sobre estos asuntos, nutren la que Michael Oakeshott denomina conversación esencial de la humanidad7.
El ser humano está diseñado para disfrutar plenamente de esa manera. ¿Quién no ha tenido experiencia de lo bien que se pasa “arreglando el mundo” en compañía de los amigos? Quizá con unas copas de por medio. Así vemos a Sócrates en el Banquete o Simposio –esta palabra griega significa “beber juntos”–, charlando con sus amigos sobre la belleza en una de las conversaciones más interesantes que haya tenido lugar jamás, registrada por Platón en ese extraordinario diálogo. Realmente es ésa la gracia de la vida.
Hay una lógica profunda que enlaza el logos y la polis en la antropología aristotélica. En ella se hallan vinculadas, con un enlace esencial, las nociones de homo loquens y de zoon politikón, animal parlante y criatura de ciudad: se podría decir que son casi sinónimas. La casa y la ciudad son los ethoi, los ámbitos de la relación humana esencial, y el hombre es un ser social por naturaleza: él solo no va a ningún sitio. Pero para el hombre convivir es hablar, compartir y contrastar con los demás ideas acerca de lo que realmente nos importa. Quienes conocen el ágora ateniense, o lo que queda de ella, imaginan lo a gusto que se estaría allí charlando interminablemente con los amigos. La polis ateniense había de ser una cosmópolis, un lugar apto para estar agradablemente en la calle y conversar. Aún entre nosotros pervive la idea de que el templo de una democracia es un lugar donde se habla y se discute, un parlamento.
El reto actual del diálogo
Todo esto tiene una importancia capital. No apelo a Aristóteles por puro afán arqueológico. Aunque son cosas que han sido pensadas y dichas hace muchos siglos, siguen siendo actuales. Aristóteles es un clásico para muchas cosas, también para esto. Y yo creo que va habiendo cada vez mayor sensibilidad para darse cuenta de que hay que tomarse en serio el tema del diálogo.
Hay que aprender a descubrir en el diálogo
una praxis moral, en la que entran en
juego una serie de disposiciones y actitudes éticamente muy exigentes. Dialogar es hablar,
pero también escuchar. En el gallinero global esto cada vez es más costoso. Hay tanto ruido,
suenan tantas cosas, que para escuchar hay que
hacer un esfuerzo muy meritorio de concentrar
la atención en una sola voz. Atender hoy a alguien
es hacerle un homenaje encantador. Pone
de relieve una actitud importante. Se puede estar
de acuerdo o no con lo que diga esa persona,
pero así se demuestra que lo que dice me
interesa, que me puede enriquecer, aunque sea
justamente como contraste que me obliga a mejor
fundamentar mi propia postura contraria.
Éste es un gran servicio que mi interlocutor me
hace, grandísimo servicio. Por otro lado, dialogar
en serio supone dar la palabra a todo el que
tenga algo serio que decir –especialmente a los
posibles afectados por las decisiones que eventualmente
puedan surgir del diálogo–, tratar de
comprender, disponerse a aprender, hacer el
esfuerzo por ponerse en el lugar del otro para
ver el mundo con sus ojos. En fin, dialogar con
alguien es tomarlo en serio.
En el contexto de un mundo globalizado, los grandes desafíos que tiene planteada la humanidad son invitaciones a lograr un diálogo sincero. (Todo lo contrario, lamentablemente, de lo que a menudo se aprecia en el llamado debate social –o “debate público”–, en el que parece que hablan siempre los mismos y, por cierto, repitiendo siempre lo mismo.) En este sentido creo que los Papas católicos están haciendo un esfuerzo importante para que cunda, también internacionalmente, el ethos dialógico.
Hoy suenan llamadas apremiantes –todas ellas muy cuerdas– al diálogo intercultural. Los últimos Papas tienen mucho interés en promover el diálogo interreligioso, y las iniciativas que han puesto en marcha en este campo son ponderadas por todo el mundo. Benedicto XVI está yendo por delante con el ejemplo, “exponiéndose” a diálogos serios con personas que aparentemente están en el otro extremo de lo que él piensa. Recientemente se supo de la conversación con su antiguo colega Hans Küng, de Tübingen, o la que mantuvo en enero de 2004, siendo aún cardenal, con Jürgen Habermas8, que se reconoce en el pensamiento postmetafísico y postreligioso y ha sido el referente ideológico del marxismo crítico frankfurtiano, posteriormente mutado en la socialdemocracia alemana. También fue muy sonado en Italia el diálogo que sostuvo hace años con Paolo Flores d’Arcais, que es, como dicen los italianos –y en el sentido en que ellos lo dicen– un representante emblemático del pensamiento laico; o con el que ha sido hasta hace poco presidente del Senado italiano, un profesor de filosofía que se llama Marcello Pera, filósofo agnóstico9. Son ejemplos de diálogos serios. El Papa, inicialmente por profesión, y siempre por vocación, es un asiduo al mundo académico, y en la medida en que he podido acercarme a él, he observado que en el entorno académico alemán todavía se toman en serio esto del diálogo.
Estamos en una situación mundial en la
que se pone claramente de manifiesto la necesidad
de abrir espacios de diálogo intercultural
serio, que no se quede sólo en cuestiones más o
menos urgentes o importantes, pero antropológicamente
periféricas, como el euro, las fronteras,
etc. Hay otros temas de mayor calado que
resulta imprescindible abordar en el diálogo
entre culturas, como, por ejemplo, la cuestión
de lo sagrado. Es ésta una categoría antropológica
esencial para entender una cultura. Cualquier
cultura se define, ante todo, por aquello
que tiene como sagrado. Pues bien, uno de los
argumentos de la conversación que mantuvieron
M. Pera y el entonces cardenal Ratzinger, a
la que he hecho referencia, es una observación
que hace este último, en la línea de que respetar
a otras personas tiene mucho que ver con
respetar lo que para ellas es sagrado. Ahora
bien, difícilmente puede respetar lo que para
otro es sagrado quien no tiene él mismo nada
por sagradoz
10. En el contexto de la conversación
–las raíces culturales de Europa– se trata de una
sugerencia interesante para quienes entienden
que los problemas de la paz mundial no se resuelven
sólo con el gatillo fácil, tocando a rebato
contra el eje del Mal. Como lamentablemente tenemos
ocasión de comprobar todos los días, esa
actitud no ha solucionado mucho; más bien lo
ha complicado todo aún más. Quienes advierten
que las cosas no son tan sencillas quizá vean
en esto que dice Ratzinger un punto de luz que
vale la pena considerar. Desde esta clave podría
entenderse que alguien, para quien sí hay algo
sagrado, se encuentre realmente molesto frente
a un Occidente que emplea su proyección mundial para hacer valer un ideal de vida humana
que, tanto en lo personal como en lo social, está
diseñado, en palabras de Hugo Grocio, “como
si Dios no existiese” (etsi Deus non daretur). El
problema, sin duda, posee gran envergadura y
complejidad, pero quizá por eso no tiene soluciones
fáciles, o meramente técnicas.
Con relación a esto, por cierto, entiendo que las reflexiones que el anterior Romano Pontífice, Juan Pablo II, hizo en torno a lo que él llamaba civilización del amor –sobre todo con motivo de la preparación para el tercer milenio cristiano– tienen mucho que ver, mutatis mutandis, con la idea aristotélica de amistad política11.
Palabras claras
Llegados a este punto, afrontamos otro aspecto de la cuestión. Una de las claves para entender la Política de Aristóteles, y lo que ahí se dice acerca del lenguaje y la amistad política, es la distinción que propone el Estagirita entre logos y phoné. Phoné, en griego, es el grito animal–berrido, aullido, mugido, balido, relincho, ladrido, etc.– que es expresivo, ciertamente, pero sólo del placer o el dolor. No poca cosa, sin duda. Pero el hombre, que además de animal es racional, es capaz no sólo de emitir sonidos guturales, sino de articularlos en palabras, logoi. Logos es tanto el concepto como la expresión verbal de él, la palabra. Además de phoné, el hombre dispone de logos, con el cual puede expresar no sólo sentimientos, sino también ideas: expresarlas y contrastarlas dialógicamente12.Ahora bien, para que ese diálogo signifique algo, para que esa conversación no fluya sólo de manera glandular o visceral sino que sea expresiva de lo que los interlocutores tienen en la cabeza, hace falta que las palabras signifiquen algo, y algo bien delimitado y concreto.
Claridad y distinción eran las características
que Descartes atribuía a las ideas innatas.
El verbo oral –o escrito–, que es expresión del
verbo mental (partus mentis lo llamaban los latinos)
ha de ser también claro y distinto, bien
delimitado de otras representaciones que le son
próximas. Claridad es lo que necesitamos para
evitar que las palabras se vean reducidas a meras
etiquetas retóricas que sirven para quedar
bien, pero no para decir nada significativo. Y
esas etiquetas retóricas, en manos de un demagogo
hábil, son armas muy peligrosas. La logomaquia
grandilocuente y ampulosa sirve para
vender, pero no para entender. Y entendernos
entre nosotros sólo es posible sobre la base de
que entendemos algo. La dimensión pragmática
del lenguaje es inseparable de la semántica.
Una de las mayores dificultades que tenemos
para entendernos estriba, a mi juicio, en que a
menudo no lo hacemos sobre la base de entender
algo, y de esta manera se diluye el nexo entre
ambas facetas del hablar. Hoy es frecuente
encontrar personas muy empáticas –como suele
decirse, buenos comunicadores– pero que en el
fondo no comunican nada o casi nada que no
sea vibración glandular.
Para que el lenguaje sea significativo (logos semantikós) hace falta, quizá entre otras, estas dos cosas:
1. Recuperar el valor de las palabras frente a otras formas no verbales de comunicación –icónica, gestual– hoy privilegiadas en el contexto de la llamada “cultura de masas”.
2. Recuperar el valor de las definiciones.
En relación con lo primero, entiendo que es
profundamente engañoso el planteamiento de
que “una imagen vale más que mil palabras”,
como suele decirse. Lo que muchos llaman la “cultura de la imagen” es más bien contracultura.
La cultura auténtica es verbal (oral y escrita),
no icónica. Pensamos lingüísticamente, con palabras,
que unas veces expresamos y otras no,
pero que siempre al menos nos decimos a nosotros
mismos. Es verdad que no podríamos pensar
con conceptos si éstos no los extrajéramos
de las imágenes. Pero propiamente pensamos a
partir de ellas, no con ellas, sino con ideas abstraídas
del material imaginativo. Y pensamos relacionando ideas. Hoy son muchos los que
piensan –o más bien creen que lo hacen– no
por asociación de ideas sino de imágenes. Pero
una imagen significa algo si hay palabras que
la decodifiquen. La foto sin pie de foto puede
ser cualquier cosa. Si en vez de asociar las palabras
con las ideas de las cuales son expresión,
las vinculamos con imágenes, acaban padeciendo
el mismo síndrome de polivalencia y ambigüedad
que a éstas afecta. Suplantar el lenguaje
verbal por el icónico es abdicar de la claridad.
Hay quienes, con una alarmante dosis de ingenuidad, creen que el problema de la calidad de la enseñanza, por ejemplo, se resuelve llenando las aulas de ordenadores y multiplicando los medios audiovisuales –en vez de enseñar a los niños a leer y escribir pronto– e impidiéndoles que se familiaricen cuanto antes con los libros y con la auténtica cultura, verbal y escrita. No digo que no se puedan aprovechar pedagógicamente las llamadas TIC (tecnologías de la información y la comunicación), para desarrollar ciertas habilidades cognitivas. Pero cualquiera que tenga sentido común percibe que la rapsodia icónica que hoy vierten los llamados media no es precisamente la mejor ayuda para que la gente piense más. Para pensar en serio uno tiene que detener el flujo sensacional y cerrar los ojos, apagar la televisión y pararse a reflexionar sobre lo que ha visto. La rapsodia imaginativa en la que la cultura de masas trata de sumergirnos no nos ayuda a vivir una vida más inteligente, ni más libre.
Hace años Robert Spaemann denunciaba la masiva dependencia del bobo goteo de los medios–sobre todo el goteo televisual–, que puede atrofiar órganos esenciales para el desarrollo de lo más humano del hombre.
Mucha gente –afirma este autor– se expone de manera permanente a un medio visual que es sencillamente irreal, a un medio que, o bien reproduce ficciones, o bien transmite una realidad frente a la cual en modo alguno podemos reaccionar […], o en la cual no podemos influir. Un mero estar en lo que pasa sin consecuencias. Una constante inundación de imágenes amenaza marchitar la imaginación humana13.
Por su lado, Nikolaus Lobkowicz señala que “el problema principal de nuestro tiempo es, de hecho, la incapacidad de confrontarnos con nosotros mismos y de afrontar las cuestiones que verdaderamente cuentan”14. Precisamente la verdadera cultura humana es el conjunto de tentativas que buscan dicha confrontación.
¿Pensar con imágenes?
En la llamada “cultura de la imagen” es frecuente confundir el verdadero diálogo con lo que a menudo se ve en la televisión en el formato de debate. Debates hay muchos –en la radio, la televisión– y a veces tienen la apariencia de ser serios porque los asuntos que en ellos se abordan son importantes –incluso trascendentales– y porque quizá se respetan ciertas formalidades, lo cual sin duda es de agradecer: se buscan personas que representen el espectro más amplio posible de posturas variadas, se pretende que todos los interlocutores tengan igual acceso al uso de la palabra, se guarda la formalidad del minutaje, etc. Las formas son importantes, y más en un contexto democrático. Pero un diálogo es serio no sólo por eso, sino sobre todo por la manera de sustanciar argumentalmente los problemas mismos. No es tanto el tema, sino el modo de afrontarlo, lo que suministra al diálogo su peso específico.
En muchos debates, aunque se cuiden algunas formas, los interlocutores no se escuchan entre sí. En todo caso, si uno de ellos detecta que otro acecha peligrosamente su postura, es frecuente ver cómo se inicia una descarada carrera a ver quién se hace antes y más ostensiblemente con la etiqueta de “progresista” –hoy parece ser la más presentable en los debates poco serios–, tratando de suplantar con ella la argumentación propiamente dicha, la ponderación de las razones que obran a favor o en contra de una u otra postura. Ahora bien, es esto último, y no las etiquetas, lo que constituye la esencia de una discusión seria15. Hoy vemos que cuestiones que revisten gran relieve, envergadura y gravedad antropológica y ética a menudo se sustancian en el llamado debate público con una batería de lemas pancarteros estratégicamente diseñada por algún experto en mercadotecnia. No siempre ocurre así, pero sorprende la frecuencia con la que asuntos de gran alcance se despachan atendiendo sólo a la imagen de quien los despacha. Sin entrar en otro tipo de consideraciones, únicamente desde el punto de vista cultural, es preocupante el modo en que se margina la razón teórica y práctica a favor de la meramente instrumental o estratégica, pues el cinismo es la muerte de la verdadera cultura. Cada vez son más quienes reconocen paladinamente que quien vence tiene razón. Eso es violencia en estado puro. Y eso es poco tranquilizador. “No conozco nada tan mediocre –decía Gustave Thibon– como cierto utilitarismo aplicado a las cosas del espíritu, que considera bueno lo que alcanza el éxito, y malo todo lo que fracasa, desde un punto de vista exclusivamente biológico o social”16.
Las etiquetas no son despreciables. Aristóteles es un gran amante de la retórica y escribió un importante tratado sobre la materia. La retórica es el noble arte de adornar un argumento, para que sea más persuasivo, más convincente. Pero no es lo mismo la retórica que la lógica. Deben ir unidas –así lo estaban, junto con la gramática, en el currículo básico de la universidad medieval, el llamado trivium–, pero cada una tiene sus propios protocolos. Una cosa es adornar el argumento y otra bien distinta suplantar el argumento por puro adorno. Esto es lo que hacen los que aparentan ser sabios, pero en el fondo no buscan la verdad sino la verosimilitud: los sofistas. En su monumental Paideia, Werner Jaeger ha señalado la importancia pedagógica que inicialmente tuvo la sofística en Atenas17. A través de las numerosas escuelas de retórica que fundaron los sofistas, la formación del espíritu griego –saber y virtud– se extendió a toda la ciudadanía produciendo una igualdad (isonomía) que hizo posible el ideal de la democracia originaria: que todos los ciudadanos estuvieran en condiciones de ejercer las magistraturas sobre sus conciudadanos, no meros súbditos ineptos, sino personas capaces de entender y evaluar argumentos. (En esto estribaba el orgullo de los atenienses frente a sus vecinos de Esparta, más empeñados en las destrezas guerreras que en las retóricas).
Pero a partir de cierto momento esa retórica
se volvió hueca y se degradó. La diferencia
entre el retórico y el sofísta es a veces sutil.
Aquél intenta convencer desde su propia convicción,
en tanto que éste trata de convencer
desde una convicción aparente, pero sin estar
realmente convencido. Como muestra Platón
en el Protágoras –uno de los grandes sofistas
del momento–, Sócrates desenmascaraba con
su discurso la hueca palabrería del sofista, que
pone en peligro la democracia convirtiéndola
en demagogia (dominio de la masa manipulada).
Y ello desde la honesta y exigente búsqueda
de la verdad, característica del filósofo. Por
el contrario, escéptico de toda verdadera filosofía,
el “filodoxo” tan sólo se deja fascinar por la
opinión (dóxa) y por su brillo exterior. Como es
bien sabido, su honradez intelectual le acarreó a
Sócrates una condena a muerte, pero Occidente
siempre ha reivindicado su figura, y no sólo
como la de quien inició la filosofía18. Europa ha
visto también en él a su primer maestro moral.
Cualquiera que se acerque a la figura de
Sócrates se enfrenta con ese gran dilema, entre
la lógica del sophós –o el que aspira a serlo,
el philo-sophós– y la logomaquia del sofista, es
decir, el sabihondo, el que ya no aspira a saber más. Éste no escucha porque piensa que ya lo
sabe todo, ya lo tiene todo oído. Quizá exhibe
una pose “dialogante” por motivos cosméticos,
pero en el fondo no está dispuesto a arriesgar
su postura frente al eventual mayor peso lógico
–mayor verdad– de la contraria. Esta tentación
es muy humana, y la puede sufrir cualquiera,
pero es bueno contar con algún sensor eficaz
para detectarla, y resistirse a ella19.
El valor del lenguaje riguroso
Me parece que una buena defensa frente a la logomaquia sofística es revalorizar la definición, y así llegamos al segundo punto que anuncié antes, al mencionar las condiciones de un lenguaje significativo. En esto lo primero que he de hacer es entonar un mea culpa en nombre de mi propio gremio (en caso de que yo pueda representar al gremio filosófico). Los principales enemigos de la definición hay que encontrarlos entre muchos que se llaman filósofos (o “intelectuales”, o asimilados). Junto con otros aspectos verdaderamente extraordinarios que sin duda hay que considerar, una de las debilidades de Nietzsche es ésta. Nietzsche tiene una antipatía cerval contra Sócrates. Por muchas razones, pero fundamentalmente por ésta: el socratismo –que acuña el lenguaje filosófico en Occidente– supone la inauguración de un empleo riguroso del discurso racional, demostrativo; un uso regular de la razón, que es el que desde entonces caracteriza el trabajo filosófico y científico. Pero con él cancela Sócrates el discurso narrativo y mitológico, que Nietzsche piensa que es la forma más genuinamente humana de utilizar la razón. En ese sentido, Nietzsche ve en Sócrates el gran transgresor de la inteligencia y el gran corruptor de la cultura occidental. Sócrates –viene a decir– nos enseñó a encerrar la realidad dentro de los estrechos límites de los términos y de sus definiciones20.
En su brillantez retórica –es lo mejor que hemos tenido en ensayo filosófico en lengua castellana– Ortega incide en lo mismo: los viejos conceptos y definiciones de la filosofía clásica en el fondo son cortapisas que nos impiden el librepensamiento. La vida –la realidad radical– es contradictoria, imprevisible: hoy me da por aquí, mañana por allá. —¿Cómo puede alguien retener el agua en sus manos? Se escapa entre los dedos. Hacen falta categorías nuevas, amplias, flexibles, que puedan significarlo todo o casi todo, dado que la realidad es amplia y plural, completamente irreductible a los esquemas rígidos y mentecatos de la definición. Eso es ponerle puertas al campo. Ya somos librepensadores. Esto es lo que viene a decir Ortega en suescrito titulado¿Qué es filosofía?21
Una condición esencial –tautológica– del
lenguaje significativo, es decir, de aquel que
articula la relación humana más sustantiva, es
que en él las palabras signifiquen algo concreto.
Los aristotélicos medievales decían que uno
de los nombres con los que puede designarse el
ser, el ente, es el de algo (aliquid), que proviene
a su vez de estas dos voces latinas: aliud quid,
otro-qué. Cada cosa se entiende ante todo por
su ser otra-que-las-demás. Esto, que en el ámbito
conceptual se designa con el concepto de“algo”, judicativamente queda expresado por
el principio de no-contradicción: una cosa es
distinta de su contraria. Y en la tradición aristotélica
ese juicio es considerado como el primer
principio lógico y ontológico. Eso quiere decir
que lo primero que hace falta para que algo sea,
y para que pueda ser entendido, es que no sea
contradictorio. Dicho a la inversa, lo contradictorio
puede “decirse”, pero en ningún caso
puede pensarse, y en absoluto puede ser: lo
contradictorio es imposible (el círculo cuadrado,
el hierro de madera, etc., eso que los lógicos
medievales llaman quiddidades paradójicas, y
los modernos, objetos imposibles22).
Esto implica que entiendo algo en la medida en que lo entiendo como limitado. Haciéndome cargo de sus límites, me hago igualmente cargo de su realidad. Ciertamente, captar la realidad de algo es hacerse cargo de algo más que de sus límites, pero captar realmente algo es captar esta realidad. Si yo no viera los límites de la mesa que tengo delante –la frontera por la que limita con lo no-mesa– entonces vería todo mesa, pero no vería esta mesa.
En el lenguaje de las ciencias sociales, así
como, por extensión, en el llamado debate público,
hoy se ha perdido el amor a la definición. De
eso tiene la culpa el gremio filosófico, todo hay
que reconocerlo. Es patente en la tradición ilustrada
del “librepensamiento”, que da comienzo
con el proyecto ilustrado de Kant, si bien este
filósofo no es ningún ejemplo de lo que ahora
estoy denunciando; es, por el contrario, un prodigio
de rigor y limpieza en sus definiciones y
clasificaciones conceptuales, en la delimitación
de las categorías, los modos del juicio, etc. Pero
el caso es que mucho kantiano piensa que una
razón pura es una razón libre, en el sentido de
liberada de los peajes de las definiciones y clasificaciones conceptuales. Es la razón que, en lo
teórico, se da a sí misma sus propios principios,
que no los extrae de la experiencia ni de la realidad
(a priori), y en lo práctico, es la razón autónoma,
la que tan sólo obedece a la ley que ella
se da a sí propia. Pero si la razón no tiene otro
criterio que ella misma o lo que ella a sí propia
se da, entonces acabamos en el solipsismo, en
la absoluta inmanencia de todo a la conciencia,
tesis que ya apunta en los escritos póstumos de
Kant y que desarrollará, hasta sus posiciones
más extremosas, el idealismo alemán, sobre
todo en la versión de Hegel.
El lenguaje de la ambigüedad irenista
Algunos ven la delimitación conceptual como un freno al pensamiento libre. Decirlo queda retóricamente muy bien, en concordancia con la sensibilidad postmoderna. Pero tiene una desventaja. Y es que si una palabra lo significa todo o casi todo, acaba por no significar nada o casi nada en concreto. Se ha dicho tópicamente que los intelectuales son los artesanos de las palabras, los que las miman, cuidan y usan con sobriedad y cordura. Hoy los que se llaman intelectuales más bien se dedican a retorcerlas a martillazos hasta conseguir convertirlas en etiquetas presentables. Vocablos de muy venerable tradición están siendo sometidos a tal grado de fatiga retórica en los “debates intelectuales” que entran ganas de gritar, con el poeta, que no nos roben las palabras, pues son el último reducto contra el pensamiento único.
Una prueba de la ambigüedad con la que a menudo se emplean términos como democracia, tolerancia, valores, libertad, pluralismo, etc., es el hecho de que no pocos los usan como si fueran sinónimos. Es evidente la cercanía entre ellos, incluso su proximidad semántica, pero de ahí a verlos como indistintos hay un salto lógicamente injustificable. Un ejemplo prototípico lo encontramos en el uso de la palabra democracia en la actual cultura política. (Quizá menos en ésta que en el discurso de las ciencias sociales, en el que dominan los artificieros del lenguaje). Es un término que se ha convertido en una etiqueta sumamente rentable para quienes no tienen mucho que decir, pero sí algo que “vender”. Desde luego, hoy sería impresentable que un político no se presentara como un demócrata sincero: no se entendería. Pero lo que ha ocurrido con esta palabra es un paradigma de distorsión que rebasa los límites de la tolerancia semántica. El sentido que frecuentemente se adscribe a la voz democracia es de tal ambigüedad que debería asustar a los auténticos demócratas.
En quienes la han pensado más en serio,
la democracia es un sistema diseñado para desalojar
pacíficamente al mal gobernante. Fruto
de una larga y accidentada experiencia histórica,
ha demostrado ser un instrumento eficaz en
coyunturas delicadas; sabiamente empleado,
puede ahorrar muchos esfuerzos y violencias.
Ahora bien, pedirle a la democracia que fundamente
y justifique la ética, la estética, la educación,
la ciencia e incluso la gramática, es pedirle peras al olmo. La virtud de la democracia es la
conciencia de su limitación, y la garantía de su
eficacia radica en que se la emplee para lo que
sirve, no que se la desnaturalice convirtiéndola
en “chica para todo”. Como todo artefacto técnicamente
bien diseñado, posee unas utilidades
y prestaciones determinadas, bien concretas,
no universales. En su lamentable ingenuidad,
algunos “intelectuales” no perciben cuán flaco
servicio prestan a la democracia convirtiéndola
en panacea universal, y degradando así el originario
sentido de tan noble vocablo. Se sacan
las cosas de su quicio cuando la “profesión de
fe democrática”, que razonablemente se exige
a los políticos, significa suponerle a la democracia
la mágica cualidad de resolver todos los
problemas humanos, o ponerla como metodología
única –máthesis universalis– para toda discusión.
Hay indocumentados que no perciben
que la democracia no da para tanto.
En fin, la eficacia auténtica de un instrumento es una: aquella para la que fue diseñado, y si se pretende que sirva para todo y se usa de cualquier manera, entonces acaba estropeándose y no sirviendo para nada. No es bueno que la palabra democracia, para sectores sobre todo de población joven cada vez más amplios, sea cada vez menos significativa.
Véase igualmente lo que ocurre con el término valor. Evidentemente, todos somos partidarios de los valores. ¡A ver quién no! Pero si se rasca un poco más, parece que lo que muchos llaman “mis valores” no difiere esencialmente de lo que podrían denominar “mis caprichos”. Hagamos el esfuerzo no sólo de ponernos de acuerdo en la tabla de valores, sino, antes, en ver qué significa eso de valer. Es útil asomarse a Max Scheler. No comparto muchas de sus tesis acerca de los valores, pero reconozco que ha construido un discurso serio y consistente, que puede suministrar un punto de partida sólido para una discusión que aporte alguna luz23.
La indefinición conduce al relativismo y, con él, a la muerte del pensamiento. Pensar es pronunciarse intelectualmente por algo y, en consecuencia, por la verdad de ese algo, lo que a su vez implica que su contrario no es verdad, o no lo es tanto. Se puede comprender el afán retórico de quedar bien con todos y decir palabras que a todos gusten. Pero si eso supone vaciar de significado concreto los términos para que en ellos pueda caber de todo –una cosa y su contraria–, entonces no ganamos mucho en claridad. Los límites que imponía el pensar riguroso y el lenguaje preciso, ahora en cambio, los impone la corrección política (political correctness), y a menudo en formas que llegan al ridículo24.
Instalada la confusión en la cultura mediática, se le exige a la lógica y a la retórica que rindan peaje a la “corrección” de un lenguaje que para mantener un irenista equilibrio que a nadie moleste acaba por no decir nada serio. Los condicionamientos actuales del “debate público” terminan haciendo de él una logomaquia vacía, insulsa y repetitiva. Ese lenguaje se enquista poco a poco en la trama dialógica de los llamados agentes no formales de la educación, y a menudo también se ponen esas trabas en la escuela, e incluso en ambientes académicos y universitarios. Un ejemplo es la ilegible “barra- a”, que poco a poco la ideología de género va suplantando por la delirante “arroba”. Antes que torturar –eso sí, pro bono pacis– al pobre oyente/lector con el mareo inmediato, creo que sería preferible conjurar el “lenguaje sexista” por medio de circunloquios25.
La indefinición nos conduce a una paradójica tesitura. Por un lado hemos de quebrar los estrechos moldes del rigor y la definición, si queremos pensar libremente, pero por otro hemos de pagar una serie de peajes verdaderamente descerebrados para ser políticamente correctitos26.
Las armas lingüísticas de la ciencia partisana
Corrupción del lenguaje en la cultura y en la vida, reza el título de estas reflexiones. Para finalizarlas, pensaba en algunos ejemplos de distorsión lingüística que creo no contribuyen a la claridad sino a lo contrario, aunque puedan responder a otros intereses.
En el campo de la biomedicina, y en particular en el discurso bioético, tenemos una buena colección de eufemismos, algunos verdaderamente nauseabundos. Por ejemplo, “interrupción voluntaria del embarazo”. Es una fórmula que, para referirse al aborto provocado, resulta equivalente a designar el homicidio como “interrupción voluntaria de la función cardiorrespiratoria” (del caballero que estaba enfrente de la pistola que disparó). Es indudablemente correcto: si se le da un tiro a un señor, voluntariamente se le interrumpe la función cardiorrespiratoria. Pero todos entendemos que esa expresión escamotea una porción importante de la realidad mencionada, que más que revelar vela. Convalidada socialmente, la mencionada fórmula desculpabiliza el aborto provocado. Más aún si se pone en forma de acróstico, ive: lo tecnificamos, incluso lo medicalizamos, dándole la apariencia de una prestación sanitaria más.
Llamar “clínica” a un matadero de bebés, o “médico” al matarife que presta ahí sus “servicios”, o “ley” al abastardamiento del Derecho que supone el otorgar más valor al deseo –o capricho– de un ser humano que a la vida de otro… Eso sí que es tratar las palabras a martillazos27. Con ser algo completamente bellaco, la“pernada” medieval se parece más al Derecho que el aborto provocado.
Otro ejemplo. La llamada fivet, como es bien sabido, es el acróstico de una expresión anglosajona cuya traducción literal es “fecundación in vitro seguida de transferencia embrional”. Esto último es lo que en los procesos de fecundación artificial se produce con la pipeta, que traslada desde la placa de Petri o el tubo de ensayo –in vitro– el resultado de la fecundación –el embrión– hasta el útero (que si es de la madre biológica se trata de una fecundación homóloga, y si es a un útero de alquiler se llama heteróloga). Queda así descrita la fabricación de seres humanos como un proceso técnico –por tanto, neutro–, pero se oculta lo que viene después, y como consecuencia, a saber, lo que se hace con los otros embriones sobrantes –los que no se transfieren–, que suelen estar en una proporción de 12 a 1 respecto del que se transfiere. En vez de hablar de eugenesia, que queda un poco mal, pero que designa exactamente –en griego– lo que en realidad se hace con los embriones huérfanos, para expresarlo disponemos de otro vocablo anestésico: reducción embrional. Resulta menos molesto que dar claramente a entender que aquellos embriones menos sanos, menos fuertes y capaces, son sencillamente abortados, o congelados para luego destinarlos a la investigación como si fuesen ratones28.
Aquí nos sale al paso la denominada clonación terapéutica. La quintaesencia del eufemismo es llamar “terapia” al desguace de un embrión con la excusa de aprovechar sus células-madre para la fabricación de medicamentos, o para cultivar tejidos a partir de sus líneas celulares y destinarlos a la medicina reparativa. Lo que mediante este truco lingüístico se soslaya es la evidencia ética de que el fin no justifica los medios. Esto, que en román paladino se llama canibalismo, la industria del aborto –que amasa fortunas en el primer mundo y pretende abrir también su mercado al segundo y al tercero– ha decidido llamarlo clonación terapéutica29.
Para dar respetabilidad ética y curso legal a esa lamentable industria, hace ya años que una suerte de ciencia partisana –no al servicio de la investigación de la verdad, sino de otros intereses– acuñó el extraño concepto de “pre-embrión”. Y lo hizo pese a todas las evidencias que obran a favor de considerar como un continuum–sin saltos cualitativos de ninguna especie– la integridad del desarrollo embrional desde el momento de la fecundación. Pero, claro, si se piensa que antes de los catorce días –medida enteramente arbitraria, desde el punto de vista embriológico– no hay aún individuo humano, fácilmente se conjuran los reparos éticos. Así hay más “libertad de investigación”; así se desarrolla mejor “la Ciencia” y, por supuesto – aunque esto no se dice tanto–, así reparten más dividendo las grandes firmas de la industria farmacéutica30.
Otro recurso lingüístico ingenioso para edulcorar la realidad del negocio es emplear la palabra “bioética” como sustitutiva de “biojurídica”, o de “bioindustria”. En efecto, algunas grandes firmas erigen fundaciones, o destinan dinero –el chocolate del loro– a “comités de bioética” en los que supuestos expertos suministran argumentos ideológicos para respaldar y dar respetabilidad al mafioso negocio del aborto, la fecundación in vitro y la prometedora industria de la clonación. Estremece comprobar el cinismo con el que algunos “expertos” pontifican sobre bioética habiendo olvidado el imperativo ético más esencial: no matarás. La evidencia inmediata de la que está provisto el deber de respetar la vida e integridad de todo ser humano, cualquiera que sea su edad o situación, se pervierte al intentar justificar lo injustificable, y se perturba con amagos de argumentación balbuciente, lógicamente patizamba, moralmente descerebrada. Sin haberlo leído –al menos da esa impresión– citan a Kant torpemente, pues soslayan el punto nuclear de toda su filosofía práctica: la idea de que el ser humano nunca debe ser tratado como mero instrumento. Cualquiera que se haya acercado al pensamiento del gran maestro alemán –que no es, por cierto, ningún Padre de la Iglesia– sabe que en este imperativo–categórico, es decir, absoluto e incondicionado– resume Kant toda la ética31.
Otros ejemplos: “residuos biológicos de la
fecundación”, o bien “residuos obstétricos” es
la fórmula que algunos emplean para referirse
a los restos humanos del aborto provocado,
que es lo que son. O el llamado aborto ético. Es
sabido que en la legislación de algunos países
se designa así un supuesto de aborto despenalizado,
el que se realiza con ocasión de una
violación. Sin entrar en el drama que esto supone
siempre, únicamente téngase en cuenta que
el adjetivo “ético” no es precisamente la mejor
manera de calificar el despropósito de condenar
a muerte no al agresor sino a una de sus
víctimas. O la “muerte digna”. El discurso proclive
a considerar la eutanasia como un derecho
subjetivo a morir dignamente da por supuesta
una identificación, sumamente problemática,
entre dignidad y salud, o incluso calidad de
vida (y, correspondientemente, entre falta de
salud e indignidad). El dolor, la enfermedad o
la muerte son males físicos, pero no son una indignidad,
ni destruyen el valor intrínseco de la
persona que los padece.
¿Y qué decir de la situación creada con la última modificación del código civil español en materia de matrimonio, para dar cabida en esa figura a la unión de “dos que se quieren”? No digo que las palabras no puedan experimentar, sobre todo en las lenguas vivas, ciertas evoluciones o variaciones semánticas. Es natural que eso pase en las lenguas vivas; las palabras se gastan con el uso. Pero admitirlo no equivale a convalidar una mutación semántica que lleve a un término a significar exactamente lo contrario de lo que ha estado significando hasta ese momento. ¿No contribuiría más a la claridad buscar otro término para designar una realidad que es completamente distinta? Que no moleste a nadie, bien, pero otro.
Reflexión conclusiva
No pretendo proponer una solución sencilla –creo que no la hay– al reto que tenemos por delante, y que he tratado masivamente de presentar aquí, pero sí me parece que una vía de solución es pensar la conveniencia de recuperar un ethos dialógico basado en un lenguaje significativo, bien diferenciado, que permita reabsorber y reconquistar, desde el entorno del mundo de la vida, ese terreno cedido a la tecnoestructura que impide que emerja y cunda lo más verdadero de las relaciones humanas. Alejandro Llano pone de manifiesto cómo algunas reacciones “antisistema” o “antiglobalización”, pese a las formas irracionales en que a veces se producen, pueden explicarse desde la necesidad, vivida subjetivamente por mucha gente joven, de volver a un lenguaje en el que se digan cosas claras, que desafortunadamente no es el lenguaje que de manera ordinaria emplean los mercaderes, los medios de comunicación o la mayoría de los políticos32.
Refiriéndose al tipo medio de ciudadano configurado según los parámetros culturales de lo que Spaemann denomina el nihilismo banal–hombres sin rostro definido, diferenciado, sin personalidad, que no “discutan”– Claudio Magris afirma lo siguiente:
Emancipados con respecto a toda exigencia de valor y significado, son igualmente magnánimos en su indiferencia soberana, en su condición de objetos consumibles; son libres e imbéciles, sin exigencias ni malestar, grandiosamente exentos e resentimientos y prejuicios. La equivalencia y permutabilidad de los valores determinan una imbecilidad generalizada, el vaciamiento de todos los gestos y acontecimientos”33.
El nihilismo banal se encarna plenamente en el último hombre, que tan proféticamente describió Nietzsche de esta manera:
¿Qué es el amor? ¿Qué es la creación? ¿Qué es el destino? ¿Qué es el anhelo? ¿Qué son las estrellas?–pregunta el último hombre guiñando el ojo–. La tierra se ha empequeñecido, y sobre ella retoza el último hombre, que todo lo empequeñece... –Hemos encontrado la felicidad– dicen los últimos hombres guiñándose el ojo. Han abandonado la tierra inhóspita para habitar en lugares amenos. Aún se aprecia al vecino y se mezcla uno con él, pues es necesario el calor de la acogida... Un poco de veneno de vez en cuando: esto produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para lograr una muerte dulce. Aún se trabaja porque el trabajo entretiene. Pero se procura que el entretenimiento no dañe. Ya no habrá más pobres ni ricos: ambas cosas son igualmente molestas. ¿Quién querrá gobernar aún? ¿Quién querrá aún obedecer? Mandar y obedecer es oneroso. Ningún pastor y ningún rebaño. Todos quieren lo mismo. Cada uno es igual al otro. Quien piensa de otra manera termina yendo voluntariamente al manicomio... Hay un pequeño placer para el día y otro para la noche, pero lo importante es la salud. ‘Hemos encontrado la felicidad’, dicen los últimos hombres guiñándose el ojo34.
Esa especie de “indiferencia soberana” de la que habla Magris, y que algunos entienden como socialmente saludable, al menos para convivir democráticamente, es un peligro real. Hemos de reflexionar sobre si los parámetros de la cultura dominante no son susceptibles de una crítica mucho más seria y profunda.
Termino con una llamada a que recuperemos el valor de las definiciones. Es muy importante, para que podamos entendernos entre nosotros, que podamos entender algo. Mas, dado que pensamos lingüísticamente, es necesario que esas palabras signifiquen algo claro y concreto. Si nuestro hablar es ambiguo, también lo será nuestro pensar.
* Algunos fragmentos del texto han sido publicados en Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, núm. 115 (feb. 2008), pp. 131 ss.
1 “El ser era apetecible por la conciencia que uno tiene de su propio bien, y tal conciencia era agradable por sí misma; luego es preciso tener conciencia también de que el amigo es, y esto puede producirse en la convivencia y en el intercambio de palabras y pensamientos, porque así podría definirse la convivencia humana, y no, como la del ganado, por el hecho de pacer en el mismo lugar”. Aristóteles, Ética a Nicómaco IX, 9, 1170b8-14.
2 J. Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns (2 Bände), Frankfurt/ M., Suhrkamp Verlag, 1981 (traducción castellana: Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus, 2003).
3 A. de Saint-Exupéry, Terre des hommes, Paris, Gallimard, 1939, pp. 234-235. La frase citada se halla en el texto siguiente: “Sólo cuando estamos unidos a nuestros hermanos por un vínculo común, situado fuera de nosotros, respiramos, y la experiencia nos muestra que amar no es mirarse el uno al otro sino mirar juntos en la misma dirección. No existen los compañeros si no se unen en la misma cordada hacia la misma cumbre, en la que vuelven a juntarse. Si no, ¿por qué razón, incluso en este siglo del confort, sentiríamos un gozo tan pleno en compartir nuestros últimos víveres en el desierto? ¿Qué valen todas las previsiones que puedan hacer en contra los sociólogos? A todos aquellos de nosotros que han conocido la gran alegría de las reparaciones saharianas todo otro placer les ha parecido fútil”.
4 “Elegía a Ramón Sijé” (1936).
5 Hablando de la relación educativa, Laín Entralgo la describe como “una dual y conjunta posesión de la verdad y de sí mismo: Enseñando el maestro y aprendiendo el discípulo, uno y otro aprenden a convivir en la verdad y en una personal, compartida y mutuamente donadora posesión de sí [...]. Sólo aquel que a través de esa chispa en la mirada del discípulo ha llegado a sentir tenuemente en su propia alma esa sutil, fugaz y amenazada impresión de eternidad, sólo ese –os lo aseguro– sabe con personal certeza lo que de veras es la vocación de enseñar”. Cfr. P. Laín Entralgo, “La vocación docente”, Revista de Psicología General y Aplicada, vol. xvi, núm. 58 (1961), p. 318.
6 Aristóteles, Política, 1253a9-18.
7 “Como seres humanos civilizados, somos los herederos, no de una cuestión sobre nosotros mismos y el mundo, ni de un cúmulo de informaciones, sino de una conversación, que comenzó en los bosques primitivos y se extendió y se hizo más articulada con el transcurso de los siglos. Es una conversación que se desarrolla tanto en público como en el interior de cada uno de nosotros. Por supuesto que hay discusión, investigación e información, pero éstas sirven para algo en la medida en que son reconocibles en el curso de dicha conversación, y quizá no como los momentos más cautivadores e interesantes de ella. Es la capacidad de participar en esta conversación –y no tanto la de razonar rigurosamente, o hacer grandes descubrimientos sobre el mundo, o incluso la de cambiarlo a mejor– lo que distingue al ser humano del animal y al hombre civilizado del bárbaro”. Cfr. M. Oakeshott, Rationalism in education and other essays, London, Methuen, 1967, p. 199.
8 J. Ratzinger y J. Habermas, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y
la religión, Madrid, Encuentro, 2006. También se encuentra como apéndice
a mi libro Antropología del hecho religioso, Madrid, Rialp, 2006.
9 La conversación con este último, por cierto, está publicada en M. Pera y J. Ratzinger, Sin raíces. (Europa, relativismo, cristianismo, Islam), Barcelona, Península, 2006.
10 “Seguramente [la multiculturalidad] no puede subsistir sin respeto a
lo que es sagrado. Forma parte de ella el ir con respeto al encuentro
de los elementos sagrados del otro, pero esto lo podemos hacer sólo
si lo sagrado, Dios, no es extraño a nosotros mismos. Ciertamente,
podemos y debemos aprender de lo que es sagrado para los demás,
pero precisamente ante los demás y por los demás es nuestro deber
alimentar en nosotros el respeto ante lo que es sagrado y mostrar el
rostro del Dios revelado, del Dios que tiene compasión de los pobres
y los débiles, de las viudas y de los huérfanos, del extranjero; del Dios
que es tan humano que él mismo se hizo hombre, un hombre sufriente
que, sufriendo junto con nosotros, da al dolor dignidad y esperanza.
Si no hacemos esto, no sólo renegamos de la identidad de Europa,
sino que dejamos de cumplir un servicio al que los demás tienen derecho.
Para las culturas del mundo la profanidad absoluta que se ha
ido formando en Occidente es algo profundamente extraño. Están
convencidas de que un mundo sin Dios no tiene futuro. Por tanto, es
precisamente la multiculturalidad la que nos llama a entrar de nuevo
en nosotros mismos”. Cfr. Pera y Ratzinger, Sin raíces, ob. cit., p. 76.
11 Juan Pablo II hizo referencia a la necesidad de construir la civilización del amor en diversas ocasiones. Una de ellas fue en la Audiencia General concedida el miércoles 4 de septiembre del 2002 en la Plaza de S. Pedro.
12 Aristóteles, Política, 1253a9-18.
13 R. Spaemann, Ética, política y cristianismo, Madrid, Palabra, 2007, p. 22. Vid. también H. Thomas, “¿Qué es lo que separa el entretenimiento de la información?” (Was scheidet Unterhaltung von Information?), Nuestro Tiempo, núm. 581 (nov. 2002), pp. 95-109.
14 N. Lobkowicz, “El método de estudio: del saber a la sabiduría”, en Pontificium Consilium pro Laicis, Los jóvenes y la Universidad, Roma, Librería Editrice Vaticana, 2005, p. 68.
15 He reflexionado más detenidamente sobre esto –las condiciones de un diálogo serio– en mi libro Cerco a la ciudad. Una filosofía de la educación cívica, Madrid, Rialp, 2003, y en el artículo titulado “Tolerancia y cultura del diálogo”, Revista Española de Pedagogía, vol. lxi, núm. 224 (enero-abril 2003), pp. 131-152.
16 G. Thibon, Nuestra mirada ciega ante la luz, Madrid, Palabra, 1973, p. 215.
17 W. Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, 11 ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1990, pp. 263 y ss.
18 Naturalmente, hay filósofos “presocráticos”, pero la gran filosofía nace con este inmenso griego.
19 Sigue siendo interesante hoy –y quizá más aún que antes, debido a la saturación icónica– el elenco de todas las posibles maneras de argumento meramente aparente –sofisma–, que Aristóteles propuso en los Topica (Argumentos sofísticos), el último de los libros dedicados a asuntos de lógica sistematizados en el famoso Órganon.
20 Vid., sobre todo, Über Wahrheit und Lüge im außermoralischen Sinn (1873). Traducción castellana: F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Madrid, Tecnos, 2000.
21 1928-1929, curso publicado póstumamente en 1957.
22 Al análisis, ciertamente exhaustivo, de estas peculiares pseudoentidades
está dedicada la magna obra de A. Millán-Puelles, Teoría del objeto
puro, Madrid, Rialp, 1990.
23 Una buena exposición y discusión del concepto de valor puede encontrarse
en L. Rodríguez Duplá, Deber y valor, Madrid, Tecnos/Universidad
Pontificia de Salamanca, 1992. He tratado el asunto desde la
perspectiva pedagógica en mi artículo titulado “Educación en valores:
una utopía realista. Algunas precisiones desde la Filosofía de la educación”,
Revista Española de Pedagogía, vol. lv, núm. 207 (mayo-agosto
1997), pp. 197-233.
24 Una anécdota, de hace poco tiempo. En el departamento universitario
al que estoy adscrito, asistí a una reunión en cuyo orden del día estaba
previsto discutir el modo de financiar la iniciativa de una colega que
deseaba organizar una jornada sobre “diversidad funcional en la Universidad”.
Cada vez soy menos inocente, pero con toda mi inocencia
pregunté qué significa eso. Al parecer, la cuestión era el trato con los
discapacitados, y el modo en que la Universidad institucionalmente
debe acogerlos, no sólo en lo relativo a las barreras arquitectónicas,
que es asunto más o menos logrado, sino también en otros aspectos
de mayor alcance. Es algo sin duda interesante, pero simplemente
me permití sugerir un nombre que mencionara más claramente
el tema. —¿Acaso deseas que volvamos a llamarles subnormales, o
idiotas, como antaño?, me espetó. —Para no contristar a nadie hemos
de llamarles funcionalmente diversos. Tan sólo manifesté mi disconformidad,
pues “diversidad funcional” es algo que puede significar
aproximadamente cincuenta millones de cosas distintas, tantas como
funciones diversas hay. Pero, según parece, ése es el nombre políticamente correcto que a partir de ahora cierto sector de la pedagogía
española ha decidido que se emplee para mencionar lo que antes se
llamaba discapacidad.
25 Si hay algún templo donde se rinde culto a la corrección académica en la Universidad española, ahora mismo es el gremio de la pedagogía. Lo reconoce una ilustre pedagoga, Mercedes Ruiz Paz, que ha escrito un librito cuyo título es La secta pedagógica (Madrid, Unisón, 2003). Una de las características más llamativas de las sectas es que tienen una fraseología que tan sólo entienden sus miembros.
26 Por su parte, tampoco estaría de más preguntar a quienes se autodenominan librepensadores qué es lo que quieren decir cuando emplean esa divertida etiqueta. En efecto, no por apolillada deja de ser curiosa. De entrada, no veo claro que exista alguna forma de pensar que no sea libre (naturalmente, entendiendo por pensar lo que todos entendemos, a saber, algo muy distinto de la consigna, el tópico o el reflejo mental condicionado por las modas, etc.). Pensar, junto con amar, son probablemente las dos acciones más libres que la persona puede llevar a cabo y, por cierto, aquellas para las que está especialmente diseñado el ser humano. Entonces, ¿qué quiere decir un señor cuando se refiere a sí mismo como “librepensador”? ¿Que los que no piensan como él no piensan? ¿O no lo hacen libremente? ¿Acaso que son débiles mentales y sólo pueden pensar, por cuenta ajena, lo que otros les imponen o dictan? A su vez, ¿qué significa “amor libre”? Este pleonasmo se emplea a menudo para designar una supuesta relación afectiva liberada de toda cortapisa moral. Pues bien, una relación afectiva entre personas humanas desligada de todo criterio ético es algo tan absurdo como un pensamiento que, por considerarse muy libre, quisiera desligarse de todo principio lógico, por ejemplo, del principio según el cual el todo es mayor que la parte. —Si puedo decir eso y además puedo decir lo contrario –a saber, que la parte es mayor que el todo– entonces soy más libre que si sólo dispongo de la primera opción… —Pensar libremente, cabría responder, está muy bien, pero igualmente está bien pensar correctamente, y si Vd. desea pensar, o decir, algo que se entienda –empezando por entenderlo Vd. mismo– lo primero que tiene que hacer es atenerse al Diktat de la Lógica.
27 “Si in aliquo a lege naturali discordet, iam non erit lex sed legis corruptio”, afirma Tomás de Aquino en Suma Teológica, i-ii, q. 95, a. 2.
28 Hay que tener en cuenta que el embrión procedente de la fecundación entre humanos es un individuo humano, vivo, distinto de sus progenitores. Esto no es una hipótesis metafísica sino una evidencia empírica, elemental en Embriología. Ciertamente es un ser humano en estado embrional, es decir, pequeñito… pero humano.
29 Por otra parte, también así se hurta la atención del hecho de que la investigación con células-madre extraídas de tejido adulto –que evidentemente no suscita reparo ético alguno– es la que hasta ahora ha producido resultados terapéuticos contrastados, y es la que ofrece mayores perspectivas. Con los protocolos establecidos para la aplicación terapéutica –ensayos clínicos– la previsión más optimista para la investigación con células embrionales es que no se llegará a nada antes de un milenio. Esto obedece al carácter totipotente de estas células: pueden generar en su replicación cualquier tipo de tejido. En la situación actual es prácticamente imposible vehicular su cultivo según un perfil histológico preciso, y no parece posible conjurar eficazmente el peligro de tumoraciones o teratomas.
30 Esa misma ciencia partisana es la que decidió –por mayoría de votos, en una reunión de la Asociación Americana de Psiquiatría el año 1973– retirar la homosexualidad de los vademécums de morbos psiquiátricos, en los que aparecía hasta entonces, pese al hecho terco de que las consultas de los psiquiatras son ampliamente frecuentadas por homosexuales, que si van al psiquiatra, evidentemente es porque encuentran que les pasa algo “raro”. No hay datos epidemiológicos publicados sobre esto, y no sólo en razón de la lógica discreción profesional a la que están obligados los médicos, sino por el interés del lobby gay en hacer pasar como “normal”, y de visualizar socialmente como inocuas una serie de conductas que la conciencia moral de muchos ya no desaprueba, pero a las que lapropia naturaleza humana pasa factura, quizá a medio plazo, en forma de obsesiones y perversiones psiquiátricas patentes. Una persona homosexual no es un problema, pero sí que es alguien que tiene un problema. Si la homosexualidad fuese natural, la naturaleza habría promovido un solo sexo, lo cual no consta en modo alguno. 31 “Der praktische Imperativ wird also folgender sein: Handle so, daß du die Menschheit, sowohl in deiner Person, als in der Person eines jeden anderen, jederzeit zugleich als Zweck, niemals bloß als Mittel brauchst”. I. Kant, Grundlegung der Metaphysik der Sitten, 429, 9-13.
32 Vid. A. Llano, Humanismo cívico, Barcelona, Ariel, 1999, p. 202.
33 Apud A. Llano, ibídem.
34 F. Nietzsche, Also sprach Zarathustra, KSA, München, Berlin/New York, dtv/de Gruyter, 1993, p. 19. Apud R. Spaemann, Ética, política y cristianismo, ob. cit., pp. 48-49.
Bibliografía
Habermas, J., Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus, 2003. Jaeger, W., Paideia: los ideales de la cultura griega, 11 ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1990. Laín Entralgo, P., “La vocación docente”, Revista de Psicología General y Aplicada, vol. 16, núm. 58 (1961), pp. 307-318. Lobkowicz, N., “El método de estudio: del saber a la sabiduría”, en Pontificium Consilium pro Laicis, Los jóvenes y la Universidad, Roma, Librería Editrice Vaticana, 2005, pp. 63-72. Llano, A., Humanismo cívico, Barcelona, Ariel, 1999. Millán-Puelles, A., Teoría del objeto puro, Madrid, Rialp, 1990. Oakeshott, M., Rationalism in education and other essays, Londres, Methuen, 1967. Pera, M. y J. Ratzinger, Sin raíces. (Europa, relativismo, cristianismo, Islam), Barcelona, Península, 2006. Ratzinger, J. y J. Habermas, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, Madrid, Encuentro, 2006. Rodríguez Duplá, L., Deber y valor, Madrid, Tecnos/Universidad Pontificia de Salamanca, 1992. Ruiz Paz, M., La secta pedagógica, Madrid, Unisón, 2003. Saint-Exupéry, A. de, Terre des hommes, Paris, Gallimard, 1939. Spaemann, R., Ética, Política y Cristianismo, Madrid, Palabra, 2007. Thibon, G., Nuestra mirada ciega ante la luz, Madrid, Palabra, 1973. Thomas, H., “¿Qué es lo que separa el entretenimiento de la información?”, Nuestro Tiempo, núm. 581 (nov. 2002), pp. 95-109. |