RESEÑAS

Panorama de lingüistas del siglo XX


Jaime Bernal Leongómez,
Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 2008, 347 pp.

Desde mediados del siglo xix y comienzos del xx, la investigación sobre el lenguaje viró hacia nuevos caminos, métodos y maneras de entender los fenómenos de la lengua y la interrelación comunicativa entre los sujetos de una comunidad o grupo social, lo que permitió el surgimiento de una ciencia denominada lingüística o estudio de la lengua, del lenguaje humano articulado desde diversos puntos de vista. Estos procesos hicieron posible el establecimiento de nuevas formas de estudio convertidas en disciplinas e interdisciplinas que facilitan, hoy por hoy, la comprensión de los hechos de habla o del lenguaje en todas sus manifestaciones. Por supuesto, aunque en muchos casos los caminos no son coincidentes, siempre estuvieron abiertos para la consolidación de una nueva rama del saber, de ahí que hoy podamos hablar de ciencia del lenguaje.

Los estudiosos que hicieron posible estos cambios y sus obras tienen un lugar reservado en el concierto de los sabios, pues ellos, académicos o investigadores de disímiles ramas del saber, con su trabajo tesonero y acucioso lograron dar un sitio a los estudios del lenguaje, razón, por demás, suficiente para recoger en uno o varios tomos toda esa información biográfica, que está por ahí dispersa, y mostrar la complejidad de algunos de los más importantes aportes, teorías y autores, cuyas investigaciones hicieron posible el florecimiento y la concreción de la nueva ciencia del lenguaje, que tantos beneficios ha dado a la comunidad mundial.

Así, pues, Don Jaime Bernal Leongómez –miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua, en otrora investigador titular del Instituto Caro y Cuervo, autor de Tres momentos estelares en lingüística; Elementos de gramática generativa; Antología de lingüística textual y otros trabajos– entrega ahora a la comunidad académica este necesario e interesante documento lingüístico lexicográfico, que congrega en un solo lugar a 67 investigadores, lingüistas y no lingüistas, de uno y otro lado del Atlántico, comprometidos con los estudios del lenguaje, como un aporte significativo a la investigación científica del lenguaje en Europa y en América.

El documento del profesor Bernal es de fácil lectura y comprensión, debido a su organización, selección y presentación de los autores y de algunas de sus obras.Éste tiene un doble significado: de un lado, el rigor científico con que el profesor Jaime Bernal nos ha dejado ver siempre el fruto de su pensamiento en este campo y en otros en los que también ha incursionado y, de otro, el renacer esperanzador de volver a oír en la cotidianidad de Yerbabuena el hermoso ruido o tipeo acompasado de las prensas editoriales de la Imprenta Patriótica Antonio Nariño, del Instituto Caro y Cuervo, ejemplo del tesón y la constancia de la prístina labor editorial que se resiste a desaparecer en el mundo de hoy, ante el embate de los medios electrónicos: la informática, la Internet y los mass media, que compiten con el viejo linotipo y las impresoras del ayer.

La obra, entonces, nos muestra una bien lograda síntesis biobibliográfica de quienes contribuyeron con sus invaluables aportes a la consolidación e irradiación de la ciencia del lenguaje, antes y después de Ferdinand de Saussure, Edward Sapir y Leonard Bloomfield. No quiere decir esto, como lo expresa el autor, “que en los siglos anteriores a la aparición de Saussure no se hubiese estudiado el lenguaje” (p. 1), por el contrario, toda la Antigüedad grecolatina, los hindúes, los filólogos renacentistas, los comparatistas del siglo xix (Platón, Aristóteles, los estoicos, Panini, Dionisio de Tracia, Prisciano, San Agustín, Nebrija, Sánchez de las Brozas, Humboldt, los filólogos alemanes, entre otros) se preocuparon constantemente por averiguar la razón de esa facultad del hombre (lenguaje) de comunicar a través de un instrumento social (lengua) sus contenidos de conciencia.

En consecuencia, el texto, en su estructura presenta tres grandes partes: la primera, se refiere a la presentación y al prólogo, logrados con mucho acierto por Don Jaime Posada, director de la Academia Colombiana de la Lengua, y Doña Genoveva Iriarte, directora del Instituto Caro y Cuervo, además de la introducción al trabajo realizada por el autor del libro. Esta primera parte contiene innegables aportes en el campo de la conceptualización del estudio, pues resume en una apretada síntesis los comienzos, el desarrollo y la conformación de la lingüística, algo de su historia antigua y reciente. Anuncia, además, la coedición del libro entre la Academia y el Instituto Caro y Cuervo, las relaciones de siempre entre estas magnas instituciones nacionales, dedicadas a la defensa y cultivo de la lengua y a la investigación científica en el campo de la lengua.

Bajo el título “La paternidad de la lingüística moderna”, la doctora Iriarte hace un recorrido por los vericuetos de los estudios del lenguaje y sostiene, pues, que antes de Saussure y después de él, tanto en Europa como en América, los aportes de los estudiosos del lenguaje conformaron una disciplina autónoma que “recorrió dos caminos diferentes, los cuales finalmente se encontraron. En efecto, mientras en Europa la `nueva´ disciplina buscó diferenciarse de los estudios de la lingüística histórica y de la lingüística comparada y se propuso ofrecer una herramienta teórica que describiera el estado de las lenguas dominantes del momento […] en Estados Unidos la lingüística `moderna´ ayudó a reivindicar la legitimidad cívica de los indígenas americanos a través de la reconstrucción primaria de su lengua y de la consecuente representación única del mundo” (p. xiv). De ahí que la cuna paterna de esta ciencia está en el Viejo Continente y en el Nuevo Mundo, pues, sin los correspondientes aportes de lingüistas, filósofos, filólogos, antropólogos, sicólogos, sociólogos de estos lugares, tal vez la ciencia no se habría consolidado. Ésta es una verdad de a puño, pero lo interesante de este prólogo es cómo Genoveva Iriarte logra demostrar esa amalgama de aportes, en medio de los enfrentamientos teóricos y las coaliciones solidarias para conformar el cúmulo de interdisciplinas y nuevas teorías sobre el lenguaje que hoy tenemos a disposición los que transitamos los caminos de esta ciencia.

Luego, encontramos la “Introducción”, planteamiento sesudo y de contenido conceptual profundo, de presentación sencilla, al alcance de todos, elaborada por Jaime Bernal en un lenguaje claro y preciso que hace posible la comprensión del complejo mundo teórico y biográfico de la nueva ciencia; además, muestra a lo largo de estas primeras páginas de su trabajo esa innegable faceta de investigador y su constante preocupación por los estudios lingüísticos, como gran conocedor de los caminos y los rumbos que ha tomado la ciencia del lenguaje desde sus comienzos hasta el día de hoy. Es, pues, esta parte de la obra un sucinto recorrido por el estructuralismo, el generativismo, la lingüística textual, la cognitiva y las demás disciplinas que han surgido desde el seno de la lingüística, al amparo de las diversas ciencias conexas que fortalecen los estudios del lenguaje.

La segunda parte la conforma el contenido del trabajo en sí. En ella se cumple el propósito del autor: “dar cuenta de una serie de lingüistas cuyas aportaciones han sido decisivas para el desarrollo y consolidación de la ciencia del lenguaje” (p. 1) en el siglo xx. Dos largos años de inquieta actividad investigativa se consumieron en la escritura de los borradores de estas páginas, pues el profesor Bernal, entre 2003 y 2004, como investigador titular del Instituto Caro y Cuervo, revisó muchas obras y cientos de páginas en la biblioteca de Yerbabuena y otras de Bogotá, para lograr el texto que afortunadamente tenemos hoy en nuestras manos. Según el autor, en Colombia, México y Argentina se ha trabajado mucho en el campo de la lingüística, pero stricto sensu no puede hablarse de una escuela lingüística colombiana, argentina o mexicana, por lo que el cuerpo de esta obra está conformado por lingüistas de Europa y Estados Unidos, en su gran mayoría, de “donde han salido los adalides más señeros y las más novedosas teorías”.

Para la organización del objeto del trabajo, los autores seleccionados se ordenaron alfabéticamente, y en cada caso se incluyó una reseña biográfica, acompañada de comentarios sucintos a sus obras o, en ocasiones, a una obra en especial, además de una lista de los trabajos más importantes. Según Bernal Leongómez, éste no es un estudio exhaustivo de cada autor, ni de sus obras, porque, seguramente, ese tratamiento ya se encuentra expuesto en manuales pensados para tal fin (el Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje de Todorov, el Diccionario de lingüística de Dubois, La lingüística. Guía alfabética de Martinet).

Por consiguiente, el libro que aquí reseñamos no tiene esa ni otra intención diferente de entregar al público lector una herramienta básica de trabajo académico, práctica, sencilla y bien intencionada sobre los autores que dieron su pequeño pero gran aporte a la consolidación de la ciencia del lenguaje, ubicada en un tiempo y en un espacio. Así que uno de los tantos méritos de esta obra es la escrupulosa selección de los teóricos más representativos de la centuria del xx, en el campo de la ciencia del lenguaje.

Vayan, a modo de ejemplo, algunos de los 67 autores citados en la obra: Alarcos Llorach, Emilio; Alonso, Amado; Apresjan, Yuri D.; Baldinger, Kurt; Bally, Charles; Bar-Hillel, Jehoushua; Bartoli, Matteo Giulio; Baudouin de Courtenay, Jan Ignacy; Benveniste, Èmile; Bloomfield, Leonard; Bühler, Karl; Coseriu, Eugenio; Chomsky, Noam Avram; Van Dijk, Teun A.; Eco, Umberto; Fillmore, Charles J.; Fishman, Joshua A.; Guillaume, Gustave; Guiraud, Pierre; Haensch, Günther; Halliday, Michael Alexander Kirkwood; Harris, Zellig Sabettai; Hjelmslev, Louis; Hockett, Charles Francis; Jakobson, Roman; Labov, William; Lakoff, George P.; Leech, Geoffrey; Luria, Aleksander Romanovitch; Lyons, John; Martinet, André; Pei, Mario; Pike, Kenneth L.; Pottier, Bernad; Sapir, Edward; De Saussure, Ferdinand; Tesnière, Lucien Valerius; De Trubetzkoy, Nicolai Sergeievich; Ullmann, Stephen; Vossler, Karl; Whitney, William Dwight; Whorf, Benjamin Lee.

La tercera parte de este trabajo está conformada por la bibliografía general y la bibliografía específica de lingüísticas, junto con el índice general del trabajo realizado. En conclusión, se puede decir, sin lugar a dudas, que la obra del profesor Bernal es un documento valioso para neófitos, iniciados o profesionales de este campo tan importante del saber, y que resulta casi imprescindible para bosquejar o empezar cualquier trabajo bibliográfico o de investigación en el campo de la lingüística del siglo XX y, por qué no, de la lingüística en la actualidad.

Mariano Lozano Ramírez
Profesor, Departamento de Lengua y Literatura,
Instituto de Humanidades,
Universidad de La Sabana


Dos obras sobre Federico García Lorca

La tradición clásica en la obra de Federico García Lorca

José María Camacho Rojo (ed.),
Granada, Universidad de Granada, 2006, 525 pp.

Lorca fue un artista que heredó de sus gentes un extraordinario patrimonio cultural, que asimiló pronto–y a fondo– la tradición clásica, la folclórica y la aportación de las vanguardias, y que recogió los tres legados en su obra sin respetar las lindes de los géneros literarios. Quizá por ello ha logrado (hoy como ayer) llegar a todos los públicos: al esteta refinado y exigente y a la mujer y al hombre de humildes menesteres, al cantaor flamenco que acude a sus versos para ponerlos en música y al director de cine que lleva a la pantalla sus obras y alcanza un éxito de público inaudito (ése fue el caso, entre otros, de la adaptación de Bodas de sangre, por Carlos Saura). De ahí su condición de mito moderno: Lorca es capaz de convocar en sus textos, dicho sea en los términos que él mismo acuñó en “Juego y teoría del duende”, a la musa, al ángel y al duende. Este trío de atributos es, sin embargo, blanco fácil para quienes lo acusaron de abusar de su virtuosismo verbal y de su sobrada facilidad para pulsar la tecla de un populismo rural, en ocasiones –dicen– próximo a lo cursi y lo plebeyo. De más está decir que ni lo popular ni lo ruralista eran fingida afectación: respondían, por el contrario, a una honda convicción, fruto del amor a su gente, a su tierra y a la creación de personajes que tenían su referente en la realidad (“Todas las personas de mis poemas han sido”, afirma en la entrevista del 7 de abril de 1936). Por lo demás, no sentía rubor en confesar lo mucho que debía a las criadas de su infancia, Dolores la Colorina (modelo real de algunos de sus personajes mejor trazados y criada de la familia durante varias décadas) y Amilla la Juanera, sobre todo. Más parco fue, sin embargo, en confesar sus deudas con la tradición clásica y la influencia de la literatura greco-latina.

El inabarcable corpus crítico sobre la obra de García Lorca ha estudiado casi todos los aspectos relevantes. Pese a ello, uno de los campos más desatendidos era, precisamente, el de la recepción y presencia de los textos clásicos, carencia que corrige en alto grado la monografía editada por Camacho Rojo, que reúne veintidós ensayos debidos a una veintena de especialistas. Los trabajos inéditos constituyen alrededor de la tercera parte del libro y se deben en general a investigadores jóvenes; los demás ya habían aparecido en actas de congresos y publicaciones con frecuencia de difícil acceso. A los escritos inéditos se suma un extenso y calibrado estudio (pp. 14-62) de Camacho Rojo sobre el estado de la cuestión en cuanto a las aportaciones críticas sobre la presencia de la tradición greco-latina en la obra lorquiana. Se trata de un ensayo introductorio en el que el editor pasa revista a los estudios que, desde acercamientos y enfoques distintos, han estudiado la recepción de la cultura clásica en Lorca. Es una revisión bien calibrada, en la que el estudioso valora tanto los trabajos escritos ad hoc para la miscelánea como los que ya habían aparecido en otros lugares. De estos últimos, el editor incluye una enjundiosa y representativa selección en su monografía.

Camacho Rojo articula su exhaustivo estudio en tres capítulos que corresponden a cada una de las tres partes que constituyen el libro. La primera –titulada “Estudios generales”– está integrada por cuatro artículos, dedicados, respectivamente, dos a la tradición clásica en la obra lorquiana y otros dos a la interpretación nietzscheana de la tragedia griega, su concepción de lo trágico y su presencia en las obras de Lorca. La segunda parte agrupa, bajo el título de “Estudios sobre la obra poética”, siete trabajos que estudian la presencia de determinados mitos en la poesía lorquiana, la recepción de autores clásicos y aspectos de cosmología mitopoética. La última parte –“Estudios sobre la obra dramática”– está reservada a ensayos –diez en total– relativos a la pervivencia de argumentos, temas o motivos clásicos en obras concretas (Mariana Pineda, El público, Bodas de sangre y Yerma, sobre todo) o a conceptos específicos referidos al conjunto de la obra.

Las fechas de publicación de la mayoría de los trabajos aparecidos con anterioridad que Camacho integra en su recopilación son recientes. El más antiguo lleva fecha de 1981 y versa sobre el concepto de lo trágico en Eurípides y su recepción en la obra de Lorca. Los demás trabajos publicados en la década de los ochenta se deben a reconocidos especialistas y versan, respectivamente, sobre los ecos clásicos en las creaciones lorquianas, la presencia del mito de Baco y Ciso en determinadas obras y la presencia de Eurípides en el cuadro final de Yerma. Presentar y valorar cada uno de los trabajos desbordaría con creces el espacio de una reseña. Baste con señalar que cada uno de los estudios pulsa múltiples acordes y que todos juntos
forman una melodía completa (la de la presencia y el impacto de la cultura clásica en la obra de García Lorca). Disponemos, por fin, de una gavilla de estudios que nos ayudan a descubrir y entender mejor las caras ocultas de los textos lorquianos.

 

La verdad de las máscaras. Teatro y vanguardia en Federico García Lorca


Antonio Chicharro y Antonio Sánchez Trigueros (eds.),
La Madraza-Granada, Alhulia, 2005, 149 pp.


La verdad de las máscaras toma el título de un ensayo de Oscar Wilde, que a su vez hace suyo Grande Rosales, autora del estudio que cierra el libro (“El público: la verdad de las máscaras”, pp. 117-149) para expresar la polivalencia o pluralidad de significados de la poética teatral lorquiana. El teatro, por tanto, como construcción de mundos posibles que deberán ser sometidos a un cuestionamiento sistemático. Las cuatro colaboraciones que integran el volumen se deben a probados especialistas: dos (Antonio Sánchez Trigueros y María Ángeles Grande Rosales) están vinculados a la Universidad de Granada, una a la de Málaga (Ana María Gómez Torres) y uno (Richard A. Cardwell) a la de Nottingham.

Como se desprende del subtítulo del volumen, los cuatro ensayos tienen muy en cuenta las vertientes vanguardistas del llamado teatro imposible. Sánchez Trigueros también se refiere en su trabajo –“Teatro de tradición y espectáculo de vanguardia. (A propósito del teatro de Federico García Lorca)”– a las representaciones recientes de obras lorquianas preponderantemente realistas, y apunta y trata con detenimiento las posibilidades escénicas que la dirección teatral puede hallar en la trilogía “andaluza” (Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba). Cadwell (“«Mi sed inquieta»: expresionismo y vanguardia en el drama lorquiano”) trata los elementos vanguardistas de algunas obras (especialmente El maleficio de la mariposa, Los títeres de Cachiporra, El paseo de Buster Keaton y la producción neoyorquina, incluido Poeta en Nueva York) desde una posición de igualdad con el expresionismo europeo, convencido de que las experimentaciones teatrales de García Lorca no desmerecían en calidad de las europeas (“prefiero sostener que sus experimentos estaban a la altura de los europeos”, p. 52). De más está decir que los resultados son, amén de convincentes, novedosos, puesto que hasta entonces sólo tres estudiosos habían analizado en parte los elementos expresionistas del teatro lorquiano.

Gómez Torres (“El teatro metafísico de Federico García Lorca”) arranca de una tesis convincente: Lorca plasma en su “teatro imposible” el difícil cometido de configurar la “estructura del drama en una pluralidad no orgánica”, de suprimir el “personaje «monolítico»” y de elevar el fragmentarismo “a principio compositivo”. Con ello, logró articular un “esquema dialógico” que permitía a la vez una “investigación profunda en la interioridad de los personajes” que en el “teatro imposible” puede alcanzar“dimensiones metafísicas” (p. 81). Desde estos presupuestos analiza los elementos metateatrales, los principios escénicos y la naturaleza fragmentaria de su composición en El público, primero, y, después, los mecanismos y el funcionamiento de la problemática de la identidad en Así que pasen cinco años. Como bien resume Antonio Chicharro en la presentación del volumen, la estudiosa considera que lo más sorprendente de El público es que se une “estructuralmente el discurso sobre el amor y la teatralidad mediante la actualización de un modelo trágico y metadramático”, borrando las lindes entre “mundo interior y mundo exterior”. El análisis de la anécdota argumental y de sus aspectos dualistas, de las funciones de las máscaras y de la capacidad innovadora de la pieza, permite a la autora mostrar los equivocados resultados de las “lecturas simplistas, reduccionistas, monológicas” (p. 14).

José Manuel López de Abiada
Universidad de Berna

Mendigos ayer y hoy: La lectura contemporánea de la mendicidad


Amalia Quevedo, Madrid, Eunsa, 2007, 193 pp.


En la historia de la filosofía, la mendicidad y su más correlativo término, la limosna, apenas ha sido objeto de estudio de un modo específico, atendiendo más a su mirada sociológica o económica; psicológica o política. Puede decirse sin titubeos que no existe propiamente una filosofía de la mendicidad y menos aún una antropología de la mendicidad. Quizá el mérito más loable de la límpida prosa que nos presenta Amalia Quevedo en su habitual análisis genealógico de los conceptos y sus realidades estriba en la manifestación persistente que realiza de la mendicidad en su consideración como bastión del equilibrio en la constitución de la cultura. Esta perspectiva hunde sus raíces en un intento por explorar el complejo mecanismo que rige el silencioso transcurrir de nuestra intimidad en el estertor de una voz audible y desestabilizadora cercana a la más presente y actual comprensión del hombre y sus relaciones con el mundo. En Mendigos ayer y hoy, Amalia Quevedo se ocupa de la mendicidad adoptando una perspectiva que va dirigida a acompañar las reflexiones de escritores y filósofos de todas las épocas que se han visto sensibilizados en torno a la nada uniforme figura del mendigo.

Resulta esclarecedora la afirmación acerca de la cual se insiste en las vacuas probabilidades de eliminar la mendicidad del mundo, cuando atendemos a la filigrana del análisis expuesto por Quevedo. Ciertamente, en el devenir de las acciones humanas y en la más fiel aproximación de la historia a la comprensión de las mismas, la pregunta que intenta descubrir cómo somos lo que somos, o cómo llegamos a ser lo que somos, ha visto sus distintas formulaciones y desde luego sus posibles ocultamientos. Valga decir que la formulación como afirmación de la vida genera múltiples posibilidades, entre ellas –paradójicamente– la del ocultamiento, siendo que éste no obedece a la negación de la formulación sino a la manifestación de la esfera más humana, de la que la mayoría de las veces escapamos por no hallar explicaciones suficientes. Responder al sufrimiento y al dolor humano se convierte en “lo imposible”. Allende el deseo de obviar esta situación, la realidad nos recuerda que existe y sobre la materia informe que se nos presenta debemos atender con responsabilidad a la naturaleza trágica que nos representa el encuentro con un mendigo. Pero, en el ritornelo de estas posibilidades, nos confrontamos no con la ausencia absoluta de un concepto –para nuestro caso, el de la mendicidad–, sino con el contraste de su presencia intermitente: lo que aparece. Partiendo de este supuesto, la mendicidad entraña una experiencia singular que revierte los instantes efímeros en eternos encuentros universales constatados por nuestra memoria. Si, como nos dice Quevedo, la mendicidad pertenece por entero al ámbito de lo fenoménico, de lo que aparece, y su presencia se halla en el campo de lo manifiesto, no ha de extrañarnos que el papel del mendigo en el mundo involucre instancias que escapan al dictado de la razón. Si la racionalidad –como reza la visión clásica–, o cualquier otra característica del hombre, se vincula con el hombre mismo, con el sujeto humano, en la forma de tener, no resulta aprehensible ni, en mayor grado, justificable la presencia del mendigo y su aporte en la empresa moderna, que renuncia con recelo a la escasez y asiste con sospecha a la abundancia, sinónimo del progreso.

De cara a esta reflexión, el texto de Quevedo se halla transido de principio a fin por la persistencia dialéctica que envuelve la figura del mendigo. La mendicidad, puesta como el término que contradice el progreso y el llamado a ser lo que somos en la medida de lo que poseemos, retumba en la historia como el cometido más importante de hombres que, en nombre del bienestar, del deber moral y de la libertad (entre otros supuestos universales que actúan como médula del funcionamiento de las sociedades), han querido erradicar con instrumentos y tonos brutales una constante en el equilibrio del mundo, en especial, en el mundo de los hombres: en la cultura. Ahora bien, esta constante se ha convertido en el blanco de quienes se han entregado a la vida contemplativa, viendo en la mendicidad el núcleo de la negación de la vida, en tanto en cuanto atenta contra la expresión de la potencia del alma, en el sentido de inactivarla por entero. Si bien es cierto que un hombre es en tanto que hace y su perfección consiste en que ese hacer tienda al bien común, resulta inevitable entender por qué los referentes más antiguos del pensamiento occidental, Platón y Aristóteles, no atendieron a esta problemática con la misma enjundia filosófica que le merecieron otras cuestiones en el ámbito de la naturaleza humana. Los griegos soñaron muchas veces el sueño de una sociedad de la abundancia en la que, como habría de definir Platón (Rep. 369b), no fuera la escasez la que determinase las variaciones de la historia. Más tarde la Modernidad reformulará los medios para escapar al castigo de la escasez. Puesto el futuro en el trabajo, el hombre ocuparía un lugar en la historia en donde no necesitaría trabajar más, pues el reino de la abundancia sustituiría al de la necesidad.

Aunque en el fondo de esta situación podría vislumbrarse todo un camino de reflexión frente a la concepción del hombre y sus “tenencias” en las perspectivas de antiguos y modernos, interesa aquí resaltar que la mendicidad, respondiendo a su solitario, frágil y complejo presupuesto del cuerpo como recinto de la necesidad y de las tendencias (deseo), se ha visto en la pugna interminable propuesta por la razón. Abundancia y escasez, riqueza y miseria, son algunos de los términos de esta difícil ecuación que alcanza un grado dialéctico de una cuestionable naturaleza. Quizá sea por ello que, al salirse del esquema impartido por la unilateral mirada del pensamiento lógico, la mendicidad haya quedado relegada al mundo del misterio y al orden de las leyes que responden a alguna extraña e insondable naturaleza, al capricho e indiferencia con que el destino regula nuestras vidas. Quizá sea por ello también que, en el intento de despojar a la mendicidad de su misterio natural, el hombre moderno se ha puesto a la tarea de proponer “la miseria” como un asunto que debería desplazarse del ámbito de lo religioso y del orden de lo sacrificial para convertirse en un penoso inconveniente en miras de ser resuelto en el orden de lo político.

Sin duda, cuando Amalia Quevedo propone presentar las distintas acepciones de la mendicidad y de la limosna, advierte a su vez que se trata de conceptos que no admiten la radicalidad del reduccionismo, ni del pragmatismo que caracteriza a nuestras sociedades. Así, “el mendigar” es tan amplio como solicitar, rogar, suplicar e implorar (p. 23); y más allá del limitado sentido que vincula a la mendicidad con la impertinencia y la humillación, ésta puede ligarse con el hábito de la limosna. En su raigambre religiosa, eleēmosynē será entendido como el concepto vital que provee de sentido los alcances de la compasión y de la misericordia, de la caridad y de la justicia. Nada más provocativo que la advertencia por parte de la filósofa respecto a la relación de estas categorías llamadas a dar cuenta de la esencialidad de la existencia. Asumir esta empresa sólo será posible en la medida que nos exijamos responder y explicar por qué –en un acto admitido ab initio y universalmente como reprochable− un desconocido que extiende la mano cree necesitar de nuestra presencia para subsistir. Asistimos, en efecto, a levantar nuestra mirada para dirigirla al quehacer del mendigo en su combinación
de rutina y azar, de cálculo e imprevisibilidad, en la que su cuerpo se convierte en el instrumento básico puesto en función de desvelar la conciencia de la vida: aprendemos del cuerpo en la medida en que volvemos nuestros ojos al teatro puesto en marcha por cada uno de los hombres que representa la miseria humana. La mendicidad puesta como el primer disfraz de la literatura en Occidente no refiere un concepto unilateral ni unívoco. Prueba de ello está en comprender que, para el griego del epos homérico, la hospitalidad y el asilo son los elementos fundamentales de la defensa por parte de la justicia. Así, aunque la escasez encarnada en el individuo del afuera, en el mendigo–cuya vida está especialmente abierta a la aventura, permeable a la fortuna y a la desgracia y en extremo expuesta a la necesidad–, implique la ineluctable tendencia hacia el desorden, no obstante, perseguirlo significa una afrenta y perturbación contra el orden establecido, máxime cuando no podemos perder de vista que el mendigo es considerado como protegido de los dioses en el contexto clásico.

Ciertamente, el mendigo del epos (ptōchós) suele presentar dos caras de una misma moneda que serán fundamentales para comprender las concepciones ulteriores. El punto de intersección entre estas dos perspectivas encuentra lugar en la manifestación de la indigencia del hombre–su bastón y su saco son pruebas físicas de esta situación−, esto es, de su irrefrenable escasez. Por una parte, la primera forma de la mendicidad (la del hombre que espera ser acogido por un benefactor sin incurrir en la estafa y en el chantaje) está destinada a ser representada por su opuesto más radical: el rey de Ítaca. Ulises tiene dominio sobre la interpretación de su papel como prōïktēs y sabe que éste viene sin ser llamado, sin ser invitado ni esperado, mas su presencia se considera inútil, e indeseada, pero, a diferencia del ladrón, su aparición no es oculta y su pedir no es arrebatar o sustraer injustamente y contra la voluntad del dueño (p. 39). De ahí que, en su condición de rey y de mendigo, Ulises intuye que un vituperio a su nueva personalidad significaría una respuesta de justicia y venganza por parte de las Erinies, llamadas a sostener el orden social y a castigar a quienes incurren en el desprecio de alguno de los elementos estabilizadores de esta armonía. Por otra parte, la figura del mendigo es representada en el Potosí de la epopeya por Iro, quien sin proponérselo guiará en lo sucesivo la concepción más fuerte que se tendrá de la mendicidad. Iro representa al mendigo oportunista, explotador y envidioso de quien no se podrá confiar bajo ninguna circunstancia.

Sobre la concepción binaria del mendigo bueno y del mendigo truhán, se edificará la imagen que de la mendicidad hoy hemos legado. La mendicidad es comprendida en el contexto griego como una problemática que, aunque indeseada, merece ser salvada en muchos aspectos como justificación de un orden social que debía empatar con el orden cósmico (en ese sentido la presencia del mendigo es justificada). En lo sucesivo, el mendigo, antes de ser denigrado, gozará de un tiempo que, en palabras de la autora, significó su época dorada. Una nueva apuesta de la dialéctica para el acceso a la comprensión del mendigo está puesta en los términos de asistencia y rechazo de la mendicidad. En definitiva, la mendicidad ha recorrido una línea en el tiempo desde una concepción que ampara su presencia social para representar, allende el tiempo de los griegos, una presencia salvificadora y de purificación del alma o, que vendría siendo lo mismo, de expiación de las culpas cuyo sonido rimbombante hará eco en el Medioevo. Ahora bien, con la llegada del Renacimiento y el encandilamiento de la luz de la Razón, la mendicidad es desaprobada en todas sus posibilidades de sentido, es más, carece de sentido, por lo tanto debía ser controlada, vigilada, castigada y, en extremo, se debía acudir a su exterminación. No queda claro qué tan lejos estamos hoy de esta concepción de la mendicidad. La escritura delicada e inteligible del texto de Quevedo reside en su mirada contemporánea acerca de la realidad del mendigo. Ayer era considerado con desprecio y con reservas, ayer fue visto por momentos como medium entre la tierra y el cielo, ayer fue comprendido como el foco de todos los males del hombre. Entre vituperios y una inquietante farmacopea creada en torno al mendigo, hoy el mendigo o, diríamos, lo que hace el mendigo por su vida y por las vidas de otros no es de nuestro entero agrado y consecuente aprecio. Hoy, la figura del mendigo reposa en la amalgama de los residuos de ayer. Hoy alcanzamos a comprender que la mendicidad, como expresión de nuestra absoluta soledad y de nuestra débil condición humana, se convierte en el espejo perceptivo de nuestros secretos: desnuda los misterios, desvela nuestra pretensión de ocultamiento, manifiesta las iniquidades de nuestro cuerpo, las mezquindades de nuestra memoria y la irrecusable fuerza de nuestros caprichos.

El mendigo me confronta conmigo mismo: él me recuerda lo que poseo y me hace presentir aquello de lo que carezco, me enfrenta con mi disposición moral hacia el prójimo, me hace presentes los estragos de los años, de la enfermedad, y pone ante mis ojos siniestras posibilidades que bien podrían
haberse cumplido en mi pasado o llegar a realizarse en mi futuro […] o en el de los míos (p. 18).

En total sintonía con Amalia Quevedo, podría afirmar que en la lectura de su libro Mendigos ayer y hoy queda enunciado –aunque por momentos con ánimo de ser profundizado en otro lugar– el abanico de múltiples realidades que van aunadas al difícil tema de la mendicidad. Realidades externas que “nos hablan” de su inescrutable relación con nuestra naturaleza interna. Así, Quevedo repara en la familiaridad que sostiene la condición de indigencia de un individuo con el lenguaje universal de la muerte, del que no escapamos nunca: “El hombre da limosna porque se sabe mortal. Es la muerte misma, como posibilidad metafísica última e inalienable, como horizonte de la existencia caduca, la que posibilita y estructura el encuentro del mendigo y el interpelado” (p. 186). Con todo, en la mendicidad “acontecen” situaciones que no podemos mirar de soslayo y con recelo. Bien es cierto que la atenta mirada de los filósofos –diríamos, en especial, la de algunos de nuestros contemporáneos– no se resiste a ver en el problema del mendigo una vertiente que engendra perspectivas que ayudan a comprender realidades como la libertad, la exclusión, la tolerancia, el misterio y el sacrificio, entre otras. Después de leer este libro advertiremos que la mendicidad no es un asunto de rutina y de“hábito vicioso” sino que en muchos de los elementos que dan vida a este “oficio” la indigencia adopta formas cercanas a las del ritual y que aunque un mendigo no trabaje, no produzca, no por esto deberíamos inferir que el mendigo es un individuo inactivo (p. 177). El mendigo ejerce una actividad regulada por unos códigos, por unos ritos, por unas necesidades topológicas que se enmarcan dentro del espacio geográfico de quienes nos decimos activos; sus tiempos son cíclicos y sus lugares no son siempre producto del azar, antes bien, poseen herramientas estratégicas para determinar, en el momento de abandonar su morada, a quiénes abordar afuera. “Los mendigos tienen sus sitios y los sitios también tienen sus mendigos”.

Mendigos ayer y hoy viene estructurado en cuatro partes que, sin ánimo de proponer la discusión en un orden cronológico, intentan ver en la línea de la historia la presencia fiel del mendigo no sólo en el contexto griego–como lo he reseñado−, sino en las instancias relatoras de las tres religiones monoteístas, a las que apela, y en su ulterior expresión en el Renacimiento. Más adelante comprenderemos los impactos culturales de la mendicidad en
el Siglo de las Luces. Finalmente, se atenderá a las intervenciones de algunos representantes de la filosofía. Valga decir que la obra se encuentra atravesada por la presencia constante de las perspectivas que ofrece el arte en la interpretación de la figura del mendigo en la sociedad. En lo que sigue, presentaré en dos puntos la lectura de esta constante dialéctica de la mendicidad en el equilibrio del mundo: su asistencia y su rechazo. Siguiendo fielmente el planteamiento de Amalia Quevedo veremos quién es el mendigo, ayer y hoy, qué dice la filosofía al respecto y cómo es su comprensión desde las dimensiones del arte.

La mendicidad ayer

En “Los mendigos de Dios” correspondiente a la segunda parte del libro que nos compete, Quevedo examina la concepción de la mendicidad y la doctrina sobre la limosna puestos como patrimonio de cada una de las tres grandes religiones monoteístas: el Islam, el Judaísmo y el Cristianismo. Apelando de nuevo a la riqueza otorgada por las páginas literarias, la filósofa se sumerge en “Las mil y una noches” desde donde nos relata la presencia del mendigo como un acontecimiento permitido por Alá y la importancia de la limosna considerada como un impuesto religioso en la tradición musulmana. El azaque (zakat) olimosna legal deberá entenderse en el contexto del Islam como un préstamo hecho a Alá, que es un buen pagador. La finalidad de la limosna, como la del ayuno, es la de purificar el alma de la codicia y de la avaricia, no sin antes atender a la plegaria ritual o azalá (salat). Vemos cómo creer y dar limosna se constituyen en deberes que derivan directamente de la piedad, y en este sentido la limosna coránica y la evangélica coinciden no sólo en su carácter penitencial sino en su proximidad a la oración, pues la limosna rebasa la frontera de la solidaridad y la caridad para instalarse en el tributo a la divinidad, único medio de evitar la necesidad que bien podría recaer sobre nosotros mismos o sobre los seres a los que amamos. “No damos limosna solamente para aliviar el dolor ajeno, movidos por una especie de solidaridad atávica, de raíces viejas como las del instinto. Damos limosna, porque sabemos que vamos a morir […], la limosna tiene un vínculo indisoluble con la muerte” (p. 61).

Frente a esta dimensión escatológica derivada de suíndole religiosa, el Judaísmo no es indiferente, pues quien da limosna sabe que le será retribuido o recompensado en el más allá. El tzedaká bien nos refiere la caridad emparentada etimológicamente con la justicia, de ahí que a través de la práctica de la limosna o de la tzedaká se reconozca al pobre el derecho de ser socorrido. En términos de justicia, los judíos, caracterizados por ser compasivos, pueden exigir pruebas de la autenticidad de la demanda de ayuda, pues “esta exigencia, además de promover la laboriosidad y la no dependencia, sale al paso de posibles fraudes” (p. 69). Sin lugar a dudas, a partir de estas medidas de “seguridad” sobre el destino de la limosna, aparece de nuevo la escisión de la pureza del concepto de mendicidad desplazándose al ámbito de lo ético, y curiosamente distanciándose de la esfera religiosa: Si dono”, si ofrezco limosna estaré al mismo tiempo practicando la caridad y la justicia y de paso borrando los pecados. Pero existe la posibilidad de que ante la reiteración de esta práctica se esté promoviendo a un grupo de parásitos sociales que renuncian a sí mismos, a su purificación y al crecimiento
de su espíritu. No cabe duda de que el primer hombre que se inclinó por borrar a los mendigos de la faz de la tierra apeló a extinguir la limosna para impedir que proliferara la indigencia. Por lo mismo, este hombre sería caracterizado como impío (desprovisto de caridad y de compasión), inmisericorde y, desde luego, injusto.

Ahora bien, con esta radiografía realizada a la mendicidad desde la comprensión de dos de las religiones más antiguas de la humanidad, entramos en el ámbito de “Los mendigos de la nueva alianza”, esto es, los mendigos en el Nuevo Testamento, quienes estarán representados por la enfermedad, la vagancia, la invalidez, pero curiosamente aunados por un elemento novedoso: el milagro. Amalia Quevedo nos introduce al misterioso y magnífico mundo del Cristianismo y a su visión de la mendicidad, no sin antes advertir que en época de Jesucristo los mendigos gozaban de un reconocimiento público, casi siempre por la ausencia de la salud, y que ser mendigo significaba estar enfermo, de modo que la limosna aparece aquí como el instrumento redentor de su precariedad y como elemento curativo de su enfermedad. La limosna aparece en el Cristianismo relacionada, como en las religiones contiguas, con la caridad y la justicia, sumado a un nuevo elemento: la cura. La limosna se hará presente en el contexto de su curación milagrosa y, por lo tanto, se constituirá como un deber moral.

Para finalizar este punto, nos remitiremos al primer capítulo de la tercera parte del libro, titulada “La edad dorada de la mendicidad”, en donde Amalia Quevedo nos presenta el paréntesis histórico que envuelve a la mendicidad en su rostro más amable. La visión positiva que profesa la Edad Media en torno al mendigo responde en gran parte a la cantidad abismal de estos personajes en la Europa oscurantista. Los factores históricos, climáticos y sociales, como demuestra Quevedo, contribuirán a la creciente proliferación de la indigencia: hambrunas, epidemias, malas cosechas, guerras y continuas migraciones, entre otras, traerán consigo el empobrecimiento de una gran parte de la población (p. 94). De ahí que no fuera tan fácil obviar el desmesurado aumento de este segmento de la sociedad y, por lo tanto, se atribuyera al mendigo el sentido de servir como canal entre su benefactor y Dios. El mendigo es, pues, la figura que encarna la posibilidad de expiar un pecado. Una vez recibe su bien material, éste retribuye con bienes espirituales, bendiciones y oraciones a la salvación y purificación de aquellas almas necesitadas de tranquilidad. Llama sin duda la atención que, además de proporcionar a los hombres la ocasión de ejercer las obras de misericordia, el mendigo se convierte también en el amuleto de sociedades enteras. Este unguentum mendicorum del que nos habla Quevedo apunta a una tradición hondamente arraigada en la creencia de que el mendigo es un ser portador de buena suerte en algunos momentos y es portador de desgracias en otros.

En la Edad Media poco a poco se llegará a una nueva apreciación de la pobreza y de la mendicidad con un rasgo distintivo: la sujeción económica, de ahí que se acuda a la diferenciación entre pobre material y pobre de espíritu. Esta actitud de desprendimiento de las riquezas materiales relacionada ab initio con la caridad permite que el mendigo no sea ni despreciado, ni ignorado, por el contrario, su presencia se hará necesaria para la salvación de
todos. La denominada “Economía de la salvación” traza un camino que más tarde lamentaremos en la revisión de nuestra conciencia histórica, pues es desde el presupuesto antes señalado que el pobre es visto como medio y no como persona. No en vano la picaresca no se agota en la broma, ni en la burla, ni en la ridiculización. Más allá de la risa y de la picardía no se alcanza a disipar la impresión de melancolía causada por tanta escasez, por la carencia progresiva producto del egoísmo de los amos insensibles y de una sociedad entera entregada a la injusticia que aparece pincelada con colores sombríos. Con todo, la mendicidad en el Medioevo podía ser rescatada si la estimación por la miseria y la pobreza iba acompañada de la mirada
resplandeciente de la honestidad, la decencia y el decoro. Sin embargo, esto no duraría mucho: pronto, la imagenreligiosa de la mendicidad cambiaría por la representación de la condición indigna. Esta situación respondería a la dificultad por diferenciar entre falsos y verdaderos pobres. Los primeros, señalados como vagos, errantes, tramposos y avaros, eran perseguidos como delincuentes por evadir una obligación social y moral; los segundos, en
posición de ser merecedores de la limosna, los llamados pobres honrados, peregrinos y penitentes que vivían de la caridad pública, inspiraron las órdenes mendicantes que surgieron en la Europa cristiana del siglo xiii.

La mendicidad hoy

La concepción negativa del mendigo, manifestada en su caracterización como tramposo, pillo, vago y socarrón en la tardía Europa medieval, va a traer consigo un ideal de desprecio y exterminio de una figura que no entra en sintonía con los planes del Nuevo Régimen. Desde el Renacimiento, la figura del mendigo es despojada de su“positividad mística”: arrancado de la caridad, y vistas la compasión y la misericordia como la piedra en el zapato de los nuevos alcances de la Razón, el hombre del nuevo orden social pretexta ver en el mendigo el precedente del crimen y de la inseguridad. La vergüenza superada por el mendigo deberá eliminarse en nombre de la “humanidad” y la seguridad se asentará como uno de los primeros valores a alcanzar. En la nueva dialéctica, tejida desde entonces por los hombres que por vez primera vieron las luces emanadas de los siglos ulteriores, “la mendicidad representa un peligro y un daño que hay que eliminar o, al menos, limitar. Los mendigos turban la paz individual, ofenden el decoro nacional, ponen en peligro la tranquilidad social y alteran el orden público. Son además un disuasivo del trabajo y un pretexto para la lucha de clases” (p. 131). Nada más cercano a la sentencia luterana según la cual el mendigo es un ser que hace daños, pronuncia malas palabras, roba y hurta con frecuencia, de modo que se encuentra lejos de la felicidad y de la salvación (p. 111).

Bajo la mirada del “Nuevo paradigma” la mendicidad será “enjaulada”. Desde esta perspectiva, Quevedo nos recuerda cómo la delincuencia funciona desde su observatorio político. La medida de encerrar a los mendigos surge no sólo ante la molestia de verlos abocados en demasía por las calles; detrás de ello está la manera de legitimar múltiples mecanismos de control sobre la población. Será Foucault quien pondrá el dedo en la llaga de esta compleja situación al afirmar que la delincuencia se convierte en uno de los engranajes del poder: a finales del XVIII se soñó con una sociedad sin delincuencia, pero ésta era demasiado útil. Sindelincuencia no habría policía. La burguesía se burlaba completamente de los delincuentes, de su castigo o de su reinserción, que económicamente no tenía mucha importancia, pero se interesaba por el conjunto de los mecanismos mediante los cuales el delincuente era controlado, seguido, castigado, reformado o normalizado. No se castigaba para borrar un crimen, para borrar la indigencia, sino para transformar a un culpable: El castigo debía llevar consigo la técnica correctiva y, si era preciso, manifestarla en un espectáculo punitivo. “La indigencia
se transforma en un elemento indispensable para el Estado: porque la clase necesitada trabaja y consume poco, es por lo que puede enriquecerse una nación” (p. 125), y añadiría, porque la sociedad necesita “seguridad” ante el inminente peligro que expresan los mendigos y porque además necesita que éstos sean “normalizados”, el poder tomó por su cuenta la tutela de la indigencia y su control como trampolín hacia la constitución del “Estado modelo”. Junto con los leprosos, los locos y los apestados, los mendigos entran a formar parte del espacio recortado, cerrado y continuamente vigilado. “El gran encierro” significa el “gran modelo”; entretanto, la humillación y la gloria es reemplazada por el desorden y el orden. Desde ahora, la mendicidad es sinónimo de ociosidad y holgazanería, de ahí que se proponga impedirla, pues no es otra cosa que la fuente de todos los desórdenes (p. 122).

No es en este contexto que armoniza la tesis de Dostoievski. Antes bien, el escritor moscovita habla de cierta tendencia natural e innata a la mendicidad que prolifera en el mismo siglo del que nos habla Foucault. El París que nos describe Foucault guarda en común con la Rusia de Dostoievski
la eminente fuerza de algunos pobres seres que “se sienten desgraciados y cuyo destino señalado ante la ausencia de posibilidades se enmarca en un destino que consiste en permanecer bajo el dominio o la tutela de alguno” (p. 147). La pregunta de Dostoievski radica en poder diferenciar si esta tendencia obedece a algún impulso, a cierta inercia que procede del hombre mismo o de circunstancias externas. No en vano, el escritor intuye una cierta e inexplorable naturaleza que rige estas situaciones y que exige que sean escrutadas a la luz de la comprensión del sufrimiento y del dolor. Sin duda, Dostoievski inaugura el terreno teórico sobre el cual empezarán a dialogar asiduamente la literatura y la filosofía. La pregunta por el sufrimiento encuentra un recinto para que sea retomado desde su raíz el misterioso asunto del “estado salvífico del dolor”. La pregunta acerca del sentido del sufrimiento es la pregunta acerca de la experiencia de la falta de sentido, pues justamente en esa experiencia consiste el verdadero sufrimiento.

¿Qué sentido tiene la experiencia de lo sin-sentido? ¿Tiene esa pregunta algún sentido? El sufrimiento es el límite de la praxis. El sufrimiento es aquello contra lo cual yo, al menos de momento, nada puedo hacer. No se pregunta cómo podemos disminuirlo, sino qué sentido tiene aquella situación en la que todos nuestros esfuerzos para disminuirlo o evitarlo lleguen a un límite. Todos experimentamos alguna vez tales situaciones: los esfuerzos humanos llegan a su fin, y sucede lo que no queremos. El tema “sentido del sufrimiento” es idéntico al tema: sentido de lo que no queremos, de lo que nadie puede querer para sí mismo1.

Y, evidentemente, nadie parece querer al mendigo, quien representa todos estos interrogantes de los que siempre queremos escapar.

¿Qué dice la filosofía?

Dostoievski abre la línea de reflexión sobre el sufrimiento y el don, conceptos que no desatenderán ni Nietzsche ni Derrida. Nietzsche, en su acostumbrado tono, nos recuerda que sólo se puede escribir con sangre. El filósofo del martillo considera que la historia de la humanidad se resume en vergüenza, vergüenza y vergüenza. No será difícil inferir que este concepto está, para el filósofo alemán,íntimamente relacionado con el de mendicidad. Y no sólo el concepto de vergüenza parece desagradarle a Nietzsche, su molestia radica en ver que a la figura del mendigo la acompañan términos que ha hecho suyos el Cristianismo: la misericordia y la compasión poseen para Nietzsche un cierto hedor que se convierte en el hilo conductor de la miseria de la vida. El débil, en este caso el mendigo, es el enfermo que a su parecer no tiene cura: “difícil es vencer la vergüenza y continuar contaminando al mundo con tal descaro”. Ciertamente, el mendigo es capaz de semejante oprobio y aún más de convertir este hecho en su instrumento de subsistencia. En efecto, la compasión va en contra del pudor: “si todas las limosnas fueran dadas por compasión, ya habría muerto de hambre la totalidad de los mendigos”. La compasión no puede ser motivo exclusivo de la limosna. Nietzsche repara en la animadversión del término, puesto que, “manoseado” por cierta rancia moralina, pretende despojar de toda pureza al concepto de compasión y, en nombre de ella, llevar a cabo una serie de inmundicias que degradan el cuerpo y la vida misma. Como Dostoievski, Nietzsche considera que el prójimo aparece cuando lo menospreciamos reduciéndolo a un género (el enfermo, el prisionero, el mendigo, el inmigrante, los niños, los artistas…), “sólo de esta manera podemos ayudar al otro”.

El anonimato y el ocultamiento del rostro, así como el tema de la pureza del concepto, nos remite de inmediato a Derrida. El filósofo argelino-francés recuerda a Lévinas cuando retorna a Nietzsche en este sentido: el rostro del otro es el rostro del semejante, el prójimo, el más próximo a quien debo acudir, pero una vez ese rostro sea desvelado–y aquí nos recuerda a Dostoievski– ya no podemos hacer nada por “el otro”. El anonimato a la hora de donar debe ser comprendido como un “acontecimiento”: necesitamos las circunstancias pero no podemos reducirlo a ellas mismas, pues la pureza del concepto habrá desaparecido. En este sentido, el don es lo imposible, se hace posible en el pronunciamiento de la eventualidad, luego ya no se trata de un hecho histórico sin más sino de la creación de un nuevo sujeto: aparece un tercer término en la relación del donante y el perceptor en donde el don ya no aparece como don, y su aparición en toda su “fenomenalidad” se reduce a una fantasmagoría. “Para que haya don es preciso que el donatario no devuelva, ni amortice”. No hay un límite para el don, no hay medida ni moderación, no existe un hasta dónde, siempre que acordemos algún sentido estricto para esta palabra (pp. 173-176). Como en el perdón, Derrida considera que la dimensión misma del don tiende a borrarse al ritmo de cierta mundialización, pues, por enigmático que nos parezca el concepto de don, ocurre que en el ámbito del lenguaje siempre intentaremos ajustarlo a una herencia religiosa: la cultura “abrahámica” (para reunir en ella el judaísmo, los cristianismos y los islamismos), y la de un humanismo filosófico, más precisamente de un cosmopolitismo nacido a su vez de un injerto de estoicismo y de cristianismo paulino2.

Puesto así, el don se dirigirá a una finalidad que en su intento de “normativizar” pierde toda pureza y realidad en el acto que le compete al benefactor y al beneficiado. Finalmente, Derrida considerará que el don debe seguir siendo una posibilidad humana antes que un imperativo categórico o hipotético. Su realidad reside en estar desprovisto de algún sentido universalista. El don está allí como el mendigo, siempre atento a cualquier eventualidad que escapa a cualquier tipo de inteligibilidad. Es una“locura de lo imposible” y por lo mismo su naturaleza es performativa; esto es, el don no se limita a describir un hecho sino que por el mismo hecho de ser expresado realiza el hecho. El don, como el rostro del otro, goza de una naturaleza de anonimato para que su realidad sea expresada sin hipocresía. Una vez se intente explicar el don se habrá roto el vínculo de su posibilidad más real o, en palabras del mismo Derrida, de su vínculo más puro: comienza a ser otra cosa. Contaminado por el deseo de intercambio, el don no puede entenderse como la retribución tan solo de bienes materiales, sino también de símbolos. “Es por esto que Derrida le atribuye al mendigo el papel de una mediación simbólica, la cual se inserta en una estructura sacrificial” (p. 177). El ser humano no tiene la fuerza suficiente para contener el embate de la pasión en los momentos cruciales, en el cruel momento de decisión que me acerca al otro, por esta razón existe el sacrificio.

Quevedo parece trazar una línea que comienza en Dostoievski, atraviesa a Nietzsche y continúa en Derrida, en especial, cuando acude al complejo tema del “ocultamiento del otro” como condición de posibilidad de la“donación”. Sin embargo, huelga decir que en páginas anteriores se ha referido a Platón y a Rousseau. Para el“Rey filósofo”, la mendicidad no forma parte específica de sus reflexiones: “Es claro que en las utopías no hay cabida para la mendicidad”. La limpieza social emprendida por Platón deja por fuera al mendigo, quien deberá formar parte del exclusivo grupo de hombres expulsados de la República. De la mendicidad, Platón dirá –más allá de la lectura que hagamos de la República y de las Leyes–, que se constituye en la falta y la carencia, penía, como lo describe en el Banquete o de la erótica, es aquel daimon que personificaba la pobreza y la necesidad, siendo por tanto odiada y marginada por todos los hombres. No queda claro del todo cómo es que algo que es despreciado y visto como modelo viciado de ciudad pueda ser parte esencial del “amor”, de la potencia que tiende a llenar nuestros vacíos. A la luz de los imperativos discriminatorios que dirige Platón al mendigo, Quevedo apunta a resaltar el deseo de perfección que caracterizaba al filósofo ateniense, para quien la mendicidad no debería tener rostro, no debería dejarse ver ni manifestarse en la Polis.

En su lectura “deconstructiva”, Quevedo verá en Rousseau a un autor que considera que la mendicidad puede señalar el camino para alimentar los sentimientos de interés y humanidad que deberían unir a todos los hombres: “¿Por qué no habría de recompensar la elocuencia de ese mendigo que remueve mi corazón y me induce a socorrerlo, como le pago, en cambio, a un actor que me hace derramar algunas lágrimas estériles? Si éste me lleva a amar las buenas acciones de otro, aquél me lleva a hacerlas yo mismo” (p. 161). Tras la búsqueda intertextual por las líneas literarias gestadas por Rousseau, Amalia Quevedo recuerda cómo el mendigo irradia, desde su plano de inmanencia más inmediato, el cuerpo, toda la materia básica para representar una serie de actos “gestuales”. De cierta forma, el mendigo manifiesta la naturaleza indómita y agónica de la sociedad humana, absurdamente expresada en una aterradora mueca de alegría.

¿Qué dice el arte?

Son estos “gestos” absurdos expresados en la mendicidad los que señalan la materia heterogénea sobre la cual levantará la voz el arte. Más allá de parecer tramposo, el mendigo es un personaje original, cómico y divertido,“más listo que el hambre” (p. 113). Motivación del artista para desvelar la tristeza y la fragilidad humanas. “En los andrajos del mendigo habita, sin disimulos, toda la pobre, débil y deleznable condición humana. El mendigo es un espejo para el hombre que lo mira; en él ve todo aquello de sí mismo que no querría ver” (p. 129). Y en esta especial naturaleza, el artista manifiesta la persecución encarnizada de la figura de la carencia y la escasez que tanto resisten los hombres; el mendigo, dice Francisco de Quevedo,
sirve para hacer resaltar la fealdad moral del avaro. Por muy pintoresco y exótico a la vez que parezca el mendigo, la adopción de su figura manifiesta una vez más cómo el arte y la vida no son dos cosas distintas. Crear es vivir dos veces, multiplicar las experiencias, repetir y recrear la realidad bajo múltiples máscaras: el arte diversifica los rostros. “En este universo, la obra de arte es la única posibilidad de mantener la conciencia y de fijar sus aventuras. Mas esto es cierto en la medida en que ningún artista ha expresado nunca más de una sola cosa bajo diferentes rostros” 3. Puede que el arte sea inseparable de la fe. Puede que sea inseparable del absurdo. Como fuere, no está separado de la vida, máxime cuando se trata de esa materia precisa que es el cuerpo desde donde proyectamos más auténticamente nuestras crisis y nuestra angustia individual de la muerte.

Si el mundo fuese claro no existiría el arte. En su multiplicidad de rostros la angustia confunde los más oscuros vericuetos de la existencia. Como “avisador del fuego”, Kafka ve en el hambriento al artista que alza los brazos invitando al cielo a contemplar su obra: “a ese mártir digno de compasión que ciertamente era el artista, sólo que en un sentido muy distinto, su ayuno le demostraba que la mentira más estúpida que hubieran podido inventar
la indiferencia y la maldad innata residía en la sospecha de que éste los estafaba […] no es el mendigo quien se engaña, sino que el mundo lo engaña escamoteándole su recompensa: Su libertad”. En su falseamiento, el hombre pasa de castigar al cuerpo de forma directa y violenta a un castigo más sutil. Este nuevo poder se caracteriza por ser microscópico, capilar; encuentra el núcleo mismo de los individuos, alcanza su cuerpo, se inserta en sus gestos, sus actitudes, sus discursos, su aprendizaje, su vida cotidiana. La arrogancia vanidosa y desmedida del hombre lo conduce a pensar que con sus espurias maquinaciones, además de provocar crueles “acontecimientos”, puede también alterar hasta las leyes eternas que rigen el mundo. Pero aquí el acontecimiento crea un nuevo sujeto (se introducen nuevas formas de existencia): cuerpo-afecto, cuerpo-tiempo, cuerpo-cultura, cuerpo-arte. La expresión comienza donde el pensamiento acaba. No hay que olvidar, en todo caso, que la complicidad secreta, que a lo trágico une lo lógico y lo cotidiano, la alcanza un sentimiento de culpa o de vergüenza de las que inevitablemente podemos escapar.

La defensa de una cultura auténticamente humana es la tarea de recobrar los aspectos positivos de una realidad tan manifiesta y cotidiana como la de la mendicidad, y la respuesta no agresiva frente a sus elementos negativos será a su vez la defensa de la libertad. Ciertamente, tenemos más libertad como desvinculación e independencia, y tenemos menos libertad como donación y crecimiento humano. La ausencia del amor, de la comprensión más humana de la compasión y la donación no debería quedar en manos de la representatividad colectiva por parte del dominio inescrupuloso de una voluntad singular que reduce al ser humano en concreto, enajenando su poder de accióny revisión de la existencia de la realidad, dictando ocultar la vergüenza o la culpa. Siempre menospreciamos la realidad: la gente se vuelve sorda, y no sólo con respecto a los sonidos. Se quedan sordos por los ruidos apagados de la vida, no oyen lo esencial, no perciben las señales. ¿Qué diremos del mendigo? En el acto de extender la mano, de mostrarse tal y como es, desprovisto de las capacidades para “producir”, desnudo de posibilidades para llegar a ser quien debe ser, el mendigo genera un olvido del ser. Somos ciegos ante su presencia, aprendemos a no verlo, para no aceptar sus expectativas cargadas de súplicas por su asistencia, antes bien, lo reprimimos, lo insultamos, nos negamos a aceptar que su condición expresa de cierta y determinada forma la condición oculta del ser humano. En verdad “el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa”.

Adriana Patricia Carreño Z.
Profesora, Departamento de Filosofía Universidad de La Sabana Chia, Cundinamarca, Colombia