La inmortalidad del alma humana

Antonio Millán-Puelles, edición póstuma dirigida por José María Barrio Maestre, Madrid, Rialp, 2008,  204 pp.

Antonio Millán-Puelles murió en Madrid el 22 de marzo del 2005. “Su último aliento estuvo dedicado a prepararse espiritualmente para el tránsito a la eternidad, y a tratar de responder, con las escasas fuerzas que le quedaban, a los cuidados y desvelos de sus familiares y allegados. El penúltimo lo empleó precisamente en redactar el trabajo que ahora presentamos. Desafortunadamente  el empeoramiento de su ya delicada salud no lepermitió terminarlo. Ofrecemos el trabajo tal como lo dejó, ciertamente inacabado, pero dotado de una relativa integridad”. Éstas fueron algunas de las palabras con las que el Profesor José María Barrio Maestre presentó la obra, en la ceremonia que tuvo lugar el pasado 21 de abril, en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de Madrid. Como era frecuente en muchos de sus libros, especialmente en su madurez, Don Antonio proponía su pensamiento en diálogo con los grandes pensadores que se habían ocupado del tema y examinaba cuidadosamente todas las posturas que consideraba relevantes acerca del asunto del que trataba. Después, exponía su propio punto de vista enmarcado en su convicción más neta: la riqueza de lo real que se deja entender y, al mismo tiempo, se sustrae, invitando siempre a nuevas profundizaciones y ampliaciones de la investigación. Su actitud respecto de las ideas que no compartía era de extraordinaria honestidad: por una parte destacaba con nobleza el reconocimiento de los puntos que entendía verdaderos y, por otra, ponía de relieve, siempre con respeto, pero sin la menor concesión, lo que le parecía falso. La clave de su peculiar estilo docente era la perfecta combinación entre claridad y profundidad. Sus escritos se caracterizan por un estilo franco y abierto. Sus tesis son nítidas y su discurso bien ensamblado.

En la presente obra, el filósofo español nos ofrece un detallado estudio acerca de lo que plantearon grandes pensadores sobre la inmortalidad del alma, desde la Antigüedad hasta Fichte; quedaría entonces por analizar algún autor posterior y por plantear su propia postura filosófica.

Como dijo el Profesor Alejandro Llano el mismo  día de la presentación del libro: “Millán ha desarrollado una ontología del espíritu que investiga la articulación de las facultades superiores en la estructura trascendental del sujeto. Razón y libertad son temas de los que siempre parte y a los que continuamente retorna. Por eso es un gran conocedor del alma, tema central de la filosofía clásica y moderna, del que más recientemente se teme con frecuencia
hablar, cual si fuera científicamente incorrecto”.

Barrio Maestre terminaba su presentación así: “Aunque es claro que falta lo principal, creemos que vale la pena dar publicidad a lo que ya hay pues supone una aportación de peso a la discusión filosófica sobre el problema. Dios, a quien siempre buscó Don Antonio con la cabeza, además de con el corazón, ya le habrá descubierto todos los detalles de este asunto que ahora nos resulta tan complejo”. Sin embargo, el texto publicado ofrece significativas anticipaciones de lo que seguramente hubiese sido su desarrollo posterior. Según Llano “la argumentación de Millán-Puelles, considerada sistemáticamente, partiría de la consideración del alcance universal del conocimiento intelectual y del querer libre, para pasar después a las operaciones inmanentes, a las facultades superiores, y al hombre como sujeto del que el alma es forma esencial”. Ya en su Léxico filosófico (1984), había anticipado el tema y dedicado  una voz entera a la inmortalidad del alma, a partir de ahí es posible indagar por lo que hubiera sido la exposición posterior de su propio pensamiento al respecto. Millán se propone demostrar desde una investigación exclusivamente filosófica, sin buscar apoyo alguno en su fe de cristiano, que el alma humana es inmortal: “Mi punto de partida, así como los conceptos y los datos que utilizo, no vienen de ningún dogma revelado, sino del análisis, pura y simplemente racional, de la vida del hombre en este mundo con todos sus efectivos condicionamientos materiales” (Prólogo).

El texto que nos dejó Don Antonio consta de seis capítulos. En el primero, Millán-Puelles precisa los tres conceptos que considera claves en la noción de inmortalidad del alma humana: la idea de la vida y las nociones de muerte e inmortalidad. En este capítulo tiene particular interés la comprensión de la vida como perfección pura y simple, es decir, la idea de una perfección en cuya esencia no entra imperfección alguna y la precisión de la oposición entre vida
y muerte, como una oposición no estricta y propiamente privativa, pero sí asimilable a cierto modo de privación, en virtud de la cual, la denomina quasi privativa.

En los capítulos segundo, tercero y cuarto, el autor analiza con profundidad, con agudeza crítica y desde distintos aspectos y autores, el concepto de hombre, la noción general de alma y la específica del alma humana. En el quinto se pregunta si es correcta la fórmula “inmortalidad del alma humana” y estudia la posición de Joseph Pieper a quien no parece correcta tal expresión, atendiendo a la descalificación que el agudo pensador alemán hace de ella hace en varias exposiciones.

Finalmente, en el sexto titulado “Los argumentos deficientes”, hace un análisis crítico de algunos de los planteamientos que se han hecho sobre el tema a lo largo de la historia, desde Platón hasta Fichte, pasando por Cicerón, Séneca, Plotino, San Agustín, Casiodoro, Rábano Mauro, Gómez Pereira, Descartes, Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley, Wolf y Kant.

Así pues, la primera parte de La inmortalidad del alma que Millán-Puelles nos ha dejado como legado, tiene un inigualable valor por el aparato crítico en la precisión de los conceptos y en el análisis de los distintos autores que aborda, por lo que es de gran interés para especialistas y estudiosos. Como señala Alejandro Llano, “el hecho de que Antonio dejara este libro inacabado nos priva de sus últimas palabras de caminante hacia la luz y hacia la vida. Nos ha dejado con la miel en los labios. Hubiéramos dado cualquier cosa por tener ahora en nuestras manos la segunda parte de este estudio, en el que Millán hubiera abordado derechamente la cuestión de la pervivencia del alma tras la muerte. No hay asunto de mayor interés humano, y nadie estaba en nuestro tiempo mejor preparado que él para abordar sin timideces ni ambigüedades un tema tan serio”.��

Inés Calderón
Departamento de Filosofía
Universidad de La Sabana


El mundo da vueltas: La vida de los quechuas narrada por un quechua.

Francisco Carranza Romero Trujillo (Perú), Papel de Viento, 2006, 276 pp.

Carranza es dos cosas que muy difícilmente hallaremos en una misma persona: indígena peruano y profesor universitario. Este libro trata de la primera de estas dos facetas. Si bien comienza con una narración mítica (“Nuestro padre Kun”), el resto es una autobiografía ligeramente novelada, una oportunidad grandiosa de que el lector, guiado por un protagonista nada ficticio, alcance a vislumbrar esa realidad nativa siempre ajena –nunca realmente integrada– al mundo occidental y cristiano.

Fue poco menos que un milagro que el indiecito de una pequeña comunidad quechuahablante (Quitaracsa, Ancash) lograra cursar la escuela primaria. El milagro de cursar la secundaria resultó posible sólo por su ingreso en el seminario diocesano, que abandonó luego de los exámenes de bachillerato y a causa de diversos conflictos con los curas extranjeros que lo regenteaban. Al milagro tercero y más increíble, el de realizar estudios universitarios, dedica el autor poco espacio, sin explicar qué lo posibilitó. Luego de una maestría en Bogotá y un doctorado en Madrid se convirtió finalmente en profesor de español de la Universidad Hankuk de Seúl. Su carrera está jalonada por una serie de publicaciones científicas, entre ellas el importante Diccionario quechua ancashino - castellano que apareció hace algunos años en Alemania.

Los relatos trasmiten vivencias fuertes embebidas de espiritualidad. Pero es una espiritualidad andina, no la cristiana del seminario; es unión con una naturaleza omnipresente, sobre todo los poderosos apus (montañas protectoras); es recuerdo de las creencias tradicionales, quizás ya no aceptadas pero siempre respetadas; y es conciencia ecológica y humanismo muy modernos: “Los nevados, los ríos, las lagunas, los cerros, los pastizales, las plantas silvestres, la capilla, la casa comunal, la escuela, los caminos y los animales silvestres constituyen el bien común; por eso están al servicio de todos. Y todos los comuneros, tal como tenemos el derecho al bien común, también tenemos la responsabilidad de cuidarlo; por eso no arrojamos nuestras basuras a los ríos, y así podemos tomar sus aguas sin miedo de enfermarnos. Las latas, los plásticos y los vidrios  que ribetean nuestros caminos son las basuras de los civilizados” (p. 8).

Este libro nos acerca de manera muy viva a la concepción andina de la muerte (pp. 62-ss, 103, 120) y a la concepción del propio autor sobre el nacionalismo y la absurdidad de las fronteras (pp. 138, 270). Cuando leemos que el picaflor “vence hasta al cóndor y al halcón” (p. 113) entendemos, de repente, por qué ese pájaro tan pequeño y frágil aparece interviniendo en combates en la cerámica  nazqueña y mochica. Y así podría continuarse con una infinidad de otros datos. La casi ausencia de erratas y la excelente presentación ayudará a este volumen –así lo esperamos– a superar las fronteras nacionales para acceder a los muchos interesados de otros países y continentes.��

Agustín Seguí
Universidad del Sarre, Alemania


Filosofía del Trabajo

Rafael Corazón González Madrid, Rialp, 2007, 159 pp.

Trabajo y acción

En su más reciente estudio, Rafael Corazón insiste en la importancia de abordar el estudio del trabajo como un elemento constitutivo del hombre, en la medida en que ha generado la materia prima sobre la que se levanta la historia de las más encrudecidas luchas y revoluciones orientadas a la asimilación de una idea que pretende presentar
el paradigma del hombre nuevo. Puesto el trabajo como el  acontecimiento que da cuenta de una de las dimensiones
más apasionantes del ser humano, no nos resulta difícil adivinar por qué de la comprensión que se tenga acerca de la relación trabajo-hombre y, asimismo, de la asociación que se establece entre la naturaleza y el hombre depende la búsqueda de los nuevos destinos de la especie que “habita” o “posee” el logos.

Cada vez que nos detenemos en una reflexión sobre el trabajo aparece inextricablemente tanto la referencia al hábito como a la tenencia o posesión. Sobre esta materia de análisis, el autor nos exhorta a descubrir la apreciación del mundo clásico por aquello que se posee partiendo de la afirmación, tantas veces pronunciada, pocas comprendida, de que “el hombre es el animal que tiene logos”. Para el pensamiento griego la inteligencia, la racionalidad o cualquier otra característica del hombre son incorporadas desde el exterior en la forma del tener. “La inteligencia es tenida por el hombre; viene de fuera, es divina” (p. 20).

El hombre es un ser que, en la medida en que tiene logos, puede poseerlo todo en la forma de conocerlo. Es decir, el hombre es capaz de tener según su hacer (praxis); la repetición de su hacer, dirigido hacia la perfección de su naturaleza, lo constituye en un ser virtuoso, según el hábito de su cuerpo y, más precisamente, de su espíritu.

Ciertamente, es necesario explicar el sentido del término “posesión” en los clásicos, para poder entender de manera adecuada el giro radical que realizará después la Modernidad, con su nueva comprensión de la posesión y su relación con la libertad. El nuevo paradigma de la libertad enaltecido por las fuerzas revolucionarias, seculares y burguesas, trastorna por completo la idea de trabajo abrigada por los antiguos. Por una parte, el trabajo comienza a robarse el protagonismo en el escenario de las dinámicas individuales y colectivas: asunto que desvela una dimensión antes nunca contemplada. Pero, por otra, la comprensión de la posesión y de la libertad sostenida por la tradición se invierte en su relación medio-fin y, en consecuencia, el hombre se interna en la grieta más profunda de toda su historia, aquella que señala los efectos más perversos cuando se trata de reducir en su realidad términos harto abstractos.

Así pues, la capacidad de “tener” significa para un griego poder ser libre. En la medida en que el hombre ejerce la relación medio-fin es dueño de su conducta y de sus propios actos, siempre y cuando establezca estas relaciones subordinando unos niveles a otros. En definitiva, el trabajo dentro de la comprensión clásica griega se subordina a otros niveles superiores: el hombre se hace a sí mismo y se perfecciona cada vez más cuando trasciende el plano de lo corpóreo-práctico y alcanza el plano de lo contemplativo.

La nueva concepción de posesión se ve trastocada en su interior por la inversión de la vida contemplativa a la vida activa. La consideración griega del “llegar a ser el que se es” armoniza con los dictados de la naturaleza. El hombre obedece a la naturaleza por medio de su inteligencia y se perfecciona a sí mismo en el ejercicio de su praxis. Este hábito trasciende el plano de lo poiético, de lo creativo e inventivo, al cual pertenece propiamente la acción humana  del trabajo. La tarea de hacerse a sí mismo es, hasta cierto punto, externa al trabajo, pues la praxis como acción transeúnte viene condicionada por lo propiamente técnico.

Esta dificultad para distinguir las dos dimensiones de la acción humana intenta resolverse en la tradición cristiana medieval armonizando los dos sentidos de acción con el concepto nuevo de la dignidad de la persona. Es decir, la persona en el pensamiento medieval se dirige  hacia el bien y la verdad según su naturaleza racional quele prescribe el sentido de perfección. Todas las actividades del hombre están en función del conocimiento y del amor de Dios, y aquí reside su capacidad de ser feliz plenamente.

Ahora bien, la felicidad que le es propia puede ser alcanzada también en esta vida por el hombre como ser corpóreo, de ahí que la satisfacción de las necesidades corpóreas no pueda separarse o considerarse al margen, sino que ha de contribuir a la perfección y dignidad de la persona. “En la medida en que se abre a la trascendencia la persona hará del ente en toda su extensión el objeto de la inteligencia” (p. 52). El riesgo de hablar de dos instancias de felicidad pone en peligro la unidad del obrar humano que, en definitiva, no logra formularse de un modo preciso. Finalmente, la perspectiva medieval regresa al planteamiento aristotélico: praxis y poiesis (facere y agere) se presentan como dos alternativas de suyo distintas que se dirigen por el camino de los dos posibles modos de ser feliz. De nuevo, la vida activa y la vida contemplativa se distancian y dan cabida así a la diferencia radical entre trabajos liberales y trabajos serviles. 
Esta cuestión será rescatada con crudeza en la modernidad cuando la vida contemplativa sea sustituida por la vida activa, de suerte que “llegar a ser el que se es” se concentre en la connotación apasionada de la última parte de la frase: ser el que se es implica invertir la comprensión  de la praxis y la poiesis. Ya no se es lo que se debería ser, aquello a lo que se tiende por naturaleza; al contrario, de ahora en adelante el hombre puede por su propia voluntad permitirse el dominio, y poseer no sólo el mundo sino a sí mismo. En esto consistirá la nueva libertad y, en ese sentido, realizar el propio ser implicará crear e inventar esde la materia del mundo. Desde esta perspectiva entendemos,como señala el autor, por qué Marx es imprescindible a la hora de realizar un análisis de la genealogía del trabajo, pues el deseo marxista de suprimir la degradante oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual
choca con las necesidades de la producción.

Veámoslo más de cerca: si el hombre es lo que produce, si el acento de su hacerse a sí mismo se pone en lo que éste hace del mundo exterior y en su dominio sobre todo lo que lo rodea, la visión del trabajo como unidad armónica entra en contradicción al evidenciar que los productos que resultan de cada actividad aumentan la brecha de desigualdad entre los hombres. Quizá el error más grande en el que incide este planteamiento de los nuevos hombres de la libertad consista en situar la intención (la acción, el hacer, el hacerse) en el producto y no en la persona. Rafael Corazón afirma que la filosofía de inspiración cristiana se ha concentrado en este punto al considerar que la transición de la multiplicidad a la igualdad de los elementos de la experiencia se realiza desde el punto de la aprehensión de la persona. Igualdad que, como afirma Wojtyla, equivale a la “unidad de significado”, es decir, que en cada uno de los casos en que actúa la persona se produce la misma relación personaacción; que “(…) esta relación idéntica implica la forma en que se concibe a una persona a través de la acción” (p. 59), que en sus distintas expresiones significa una y la misma cosa, a saber, que toda acción debe referirse a “otro” y que las cosas ,y por tanto el producto, son siempre medios; detenerse en ellas es rebajarse, deshumanizarse.

 En una suerte de Historia del trabajo en el pensamiento occidental, el autor nos exhorta en el libro a poner el dedo en la llaga en un problema que jamás ha sido considerado con la importancia que merece, más allá de un tratamiento sociológico, económico o cultural. Ciertamente, R. Corazón no se queda en una mirada historicista, sino que más allá de presentarnos un relato descriptivo, propone  etenerse en las realidades conceptuales que han suscitado las mayores oposiciones entre Antigüedad y Modernidad, a saber: los límites de acción existentes entre la praxis y la poiesis. Asimismo, centrarse en el estudio del trabajo desde una visión antropológica, tal y como sugiere el autor, significa atender de raíz la problemática perenne de nuestras acciones. La inversión del significado de poiesis realizada por los modernos deja fuera de todo plano de consideración a la praxis misma. “En la Edad Moderna se ha producido una absolutización de la acción humana, al interpretarla como absoluta se destruye el carácter personal y la integridad de su mismo valor activo” (p. 127). La alteración de los medios como fines en sí mismos impone su propio régimen, y en su gravitación autónoma comienzan a desnaturalizar al hombre. El paso de “en el principio era el Verbo” a “en el principio era la acción”, hace del propio hombre un medio. Dentro de este ambiguo panorama el hombre es hombre por lo que hace, por lo que tiene o posee y no por lo que se hace a sí mismo en el hacer. El rescate del trabajo por parte del protestantismo ha sido presentado como una dimensión intrínseca al hombre y es ulteriormente exaltado por el movimiento ilustrado y engrandecido por el marxismo. Todas estas interpretaciones coinciden en tanto que definen al trabajo sólo por su carácter productivo. La argumentación de Corazón González se basa en presentar los efectos nocivos que se desprenden de una comprensión que ataca de frente al hombre al identificar el trabajo con la dimensión objetiva y técnica, negando las repercusiones que afectan la dimensión subjetiva. No será exagerado admitir entonces que la intentio finis que proclamaba el Medioevo con Santo Tomás se empeña fatigosamente en la modernidad como una finis operantis, en otras palabras, la vida designada como fin en sí misma con relación a cada episodio individual y con relación a “los otros” ha vuelto la espalda y mira desde este momento con la frialdad de las gorgonas al producto del trabajo, que es apreciado como extraño y no inserto en la propia vida. No importa aquí qué llega a ser el hombre mientras trabaja, importa más bien qué placer se desprende como resultado de las acciones.

“Cuando praxis se confunde con la producción, queda sólo la sensación placentera como medida de la eficacia de la acción” (p. 131).

Aceptar esta concepción, es decir, identificar la praxis con la poiesis conduce al hedonismo. En el momento en que
evidenciamos que el resultado no es placentero, el trabajo se nos vuelve un castigo. El trabajo, por tanto, desde esta
perspectiva no perfecciona al trabajador, al contrario, lo embrutece, alejándolo del desarrollo de sus capacidades propiamente humanas. Aquí, el principio de placer que ordena todas las acciones de los hombres incurre en una falta contra la moral y la vida virtuosa, pues la producción no perfecciona al hombre, la obra es exterior a él, mientras que el perfeccionamiento del hombre es interior. En este punto, el distanciamiento de los griegos frente a los modernos es notable. El griego entiende que la producción no pertenece propiamente a la voluntad, sino a las potencias sujetas a ella en la acción (p. 132). Al contrario, el pensamiento moderno pone todos sus esfuerzos en potenciar la voluntad y en prepararla como administradora de los bienes de la producción del trabajo del hombre. El pensador clásico intuyó desde el principio el peligro que  entrañaba poner la poiesis como principio de acción. Lejosde hacer cosas, el griego esperaba hacerse en el hacer. Poner el acento en la producción es opacar el esplendor de la  praxis y no es otra cosa que concentrarse en las relaciones inmediatas de la vida de la colectividad. “Según la cosmovisión griega, con la práctica poiética se ganan destrezas que son una perfección parcial para el que ejecuta la actividad.

Pero todo el conjunto de pericias y habilidades no son suficientes para perfeccionar al hombre en tanto que hombre: sólo lo adiestran en los oficios o técnicas a los que se dedica” (p.134).

Trabajo y sentido

Nociones jamás unidas hasta entonces, las de historia y castigo, aparecen con la incipiente modernidad. Argnad, Eli Whitney y James Watt invocan la nueva idea de progreso con sus respectivos descubrimientos de la lámpara, el almarrá y la máquina de vapor: “Los dioses y los reyes del pasado estaban inermes ante los hombres de negocios y las máquinas de vapor del presente”. La vida humana se enfrentaba con unas perspectivas de mejoría material que conseguiría el control de las fuerzas de la naturaleza por parte del hombre. El porvenir de la ciencia y el culto a la  técnica ponen en marcha una historia que precisamente se distingue de la naturaleza en que la transforma por medio de la voluntad, de la ciencia y de la pasión. Saber cómo se dio el impulso para la industrialización, estudiar la movilización del despliegue de recursos económicos y la adaptación de la economía y la sociedad exigía mantener la nueva ruta: el primer factor y quizá el más crucial que hubo de movilizarse y desplegarse fue el trabajo pues una economía  industrial significa una violenta y proporcionada disminuciónen la población agrícola (rural) y un aumento en la no agrícola (urbana). Así, todo trabajador tenía que aprender a trabajar de una manera conveniente para la industria con arreglo a un ritmo diario ininterrumpido.

El “llega a ser lo que eres” cede su lugar al “llega a ser lo que todavía no eres”, ya sea mediante el trabajo, ya por la transformación del mundo natural en mundo técnico. Es preciso obrar y vivir en función del porvenir. Toda moral se vuelve provisional. La vergonzosa crueldad de los moralistas de Versalles: “el hombre que no tiene nada hoy no es nada”, se pone en práctica y el resultado no es otro que la conversión del hombre como un medio para justificar el trabajo avasallador y esclavizante. Una mirada a la condición del obrero en las fábricas de mitad del siglo XIX nos ofrece una imagen del grado de agotamiento moral y de la silenciosa desesperación a que conduce la racionalización del trabajo. La condición obrera es dos veces inhumana; privada en primer lugar de dinero y después de dignidad. Un trabajo en que el individuo pueda interesarse, un trabajo creador, incluso mal pagado, no degrada la vida. Sin embargo, cada obrero ha sido obligado a realizar un trabajo particular sin conocer el plan general en que se inserta su obra. El autor de Filosofía del trabajo nos recuerda que Marx pone el trabajo, su decadencia injusta y su dignidad profunda en el centro de su reflexión.

El pensador alemán se levanta contra de la reducción del trabajo a una mercancía y de la del trabajador a un objeto. A Marx le debemos esa idea que constituye la desesperación de nuestro tiempo de que cuando el trabajo es decadencia no es la vida, aunque ocupe todo el tiempo de la vida. Pero también Marx, después de Adam Smith y Ricardo, definió el valor de toda mercancía por la cantidad de trabajo que la produce. La cantidad de trabajo, vendido por el proletario al capitalista, es en sí misma una mercancía cuyo valor será definido por la cantidad de trabajo que la produce; dicho de otro modo, por el valor de los bienes de consumo necesario  para su subsistencia. Poner en la raíz del hombrela determinación económica es reducirlo a sus relaciones sociales. Lo social no tiene más que al hombre por autor, y si además se afirma que lo social es al mismo tiempo el creador del hombre, se tiene entonces la explicación total que permite expulsar la trascendencia.

El nuevo sentido de la relación hombre-naturaleza no despertará hasta su encuentro simultáneo con los grandes aradigmas del naciente hombre, esto es, la libertad y la voluntad. El hombre es libre de emprender la titánica expedición de llegar a ser el que se es y de guiar su voluntad incluso por encima de la naturaleza. El resultado no puedeser otro que dominar la naturaleza y esta manipulación implica transformar los principios por los resultados.

El encandilamiento de las luces de la razón trae consigo a búsqueda desesperada de la libertad abstracta. Al ismo tiempo, aparece la difícil tarea de hacernos conscientes e la dialéctica que dinamiza la vida de los hombres, la conformada por el señor y el esclavo. Dominio y bediencia señalarán los nuevos tiempos de la eficacia. La acción, la praxis, el hacerse a sí mismo mientras se hace, se clarifica en medio de las tinieblas, esperanzas de la iluminación final. El fin de la historia, presentará el fin del dominio, la síntesis de la dialéctica y consigo al nuevo hombre falto de principios e indigestado por el uso desmedido del cálculo que siempre va en función de los resultados. Los filósofos lejos de estar ausentes en las dinámicas sociales, están más cerca de la escritura de la historia y su devenir. Y son justamente los filósofos de la dialéctica incesante quienes afirmarán apasionadamente que el hombre no tiene naturaleza humana dada de una vez para siempre: el hombre no es una criatura acabada, sino una aventura de la que puede ser en parte el creador. Bajo esta comprensión, la regla de acción se ha convertido en la acción misma que debe desarrollarse en esa tarea de avanzada de la historia que consiste en hacernos haciendo –más haciendo que hacernos- hasta el culmen del progreso.

Los inicios de la nueva era presentan a un hombre que después de descubrir el espacio del universo, elige y asume a partir de él el descubrimiento del tiempo del mundo y del porvenir. Ciertamente, como nos recuerda Rafael Corazón, no podemos perder de vista que, para el pensamiento clásico, el trabajo aparece ligado a la satisfacción de las necesidades básicas, como una actividad propia de esclavos y no de hombres libres. Paradójicamente más adelante en la historia aparecerían figuras como la del hidalgo o el gentleman, entre otros, para quienes trabajar era un asunto de desprestigio personal. Pero con la incipiente clase revolucionaria y burguesa, el trabajo es tan propio del hombre que se considera al no trabajador como alguien deshonroso y parasitario. En otras épocas liberarse de la necesidad de trabajar era la condición necesaria para ser libre o noble. Hoy quienes no trabajan son mal vistos.

La relación hombre-libertad surte un efecto desconcertante. Si el trabajo es sinónimo de las cadenas propias del hombre que lucha a diario para cubrir sus necesidades primarias, con la asunción de la autonomía de la razón, entonces el trabajo se convierte en condición de posibilidad para la explotación de las capacidades que nos conducen
a liberarnos y ser quienes realmente somos. Pero de nuevo, cierto tipo de filosofía sueña con un fin de la historia en donde la máquina y la técnica sean sustituidas por una sociedad del ocio. Por desgracia, esta inversión de principios ha arrojado como resultado la supeditación del hombre al producto logrado por su trabajo. Quizá sea éste el peligro que señala el autor puesto que o se objetiviza o se subjetiviza radicalmente el trabajo. Si bien es cierto que la consideración del trabajo en sí mismo se hace necesario en la medida en que juzgamos toda actividad como punto de partida de la transformación de la naturaleza, no podemos pasar por alto el hecho de que el trabajo es una dimensión más en el plano de la existencia, que da cuenta del desarrollo ético de hombres y mujeres que, cuando trabajan, reflejan lo que hacen con sus propias vidas.

Precisemos, por tanto, que la productividad no es perjudicial más que cuando es tomada como un fin en sí misma, no como un medio que podría ser liberador. El hombre no puede resumirse en el trabajo, se trata de un yo social y racional, no de un objeto de cálculo. La vuelta a la concepción clásica de la acción sumada a la de los filósofos medievales es el derrotero que señala Rafael Corazón para romper con el paradigma de la sociedad que persigue los hechos. La acción como sentido de vida en cuanto medio para la realización de la persona va más allá de los límites de la producción.

Una antropología del trabajo

Una sociedad de la producción es solamente productora no creadora. El trabajo sometido enteramente a la producción no sólo ha dejado de ser creador sino que ha arrojado su efecto más perverso y más enajenante: esta sociedad atiborrada de miserias ante el espectáculo hedonista e individualista que extraemos de nuestros productos elaborados. Praxis y poiesis tal como nos demuestra el autor del libro sufren un vuelco total en donde queda flotando el sentido propio de la vida: la persona. De este modo, el nuevo sentido del trabajo se aparta del horizonte que dignifica a todo ser humano y se ve envuelto en un romanticismo de la eficacia, que comienza ya en el Renacimiento con el axioma de que el progreso humano estátotalmente imbricado con la persecución del hecho y el descubrimiento desinteresados. Este panorama precisa de una revisión inmediata, para la que no se han escatimado esfuerzos con el fin de ir a la par con la aplicación o expresión de esa persecución en las artes, en las humanidades, en las ciencias y, por supuesto, en la tecnología.

La sociedad industrial abrirá los caminos de una civilización, si vuelve a dar al trabajador su dignidad de creador, es decir, si el trabajador coloca su interés y su pensamiento tanto en el trabajo mismo como en su producto.Sólo entonces la naturaleza dejará de ponerse como un pretexto para las más descarnadas disputas sobre la realidad, ya sea dejando de ser objeto de contemplación y de admiración, ya siendo la materia de una acción que tiende a transformarla. No obstante, y ésta es la exhortación del profesor Corazón González, el desarrollo del concepto de trabajo ha traído y traerá consigo un debate filosófico de gran intensidad y repercusión, sobre las bases mismas de lo que llamamos objetividad y subjetividad. El llamado aristotélico de guardar el equilibrio y de hallar un punto medio que armonice las relaciones del hombre con la physis, tiene la dirección de volver sobre estas nociones y poner al trabajo en un lugar donde jamás la persona se vea supeditada por el producto que resulta de sus acciones.

Sea pues ésta una invitación a la lectura de una de las pocas reflexiones que existen en nuestra lengua sobre el trabajo, el elemento dinamizador de las subjetividades en la esfera de aquello que llamamos objetividad.

Adriana Patricia Carreño Z.
Profesora Departamento de Filosofía
Universidad de La Sabana