PRESENTACIÓN
La crisis de la modernidad reeditada
Modernidad es una categoría que aparentemente sugiere una determinación
temporal muy del gusto de la ciencia histórica, pero lo que realmente
invoca el concepto de lo moderno es la aspiración a un estado imperecedero,
siempre nuevo gracias a su propio dinamismo de destrucción y creación.
Esta dialéctica, por la que lo eterno y lo efímero se confunden
para alumbrar lo moderno, no es sino la punta del iceberg de las tensiones
y contradicciones que nos ha deparado la modernidad a lo largo de los últimos
siglos. Y es que desde hace más de doscientos años no hemos
dejado de pensar la modernidad. Junto a los primeros modernos “confesionales”
surgieron los antimodernos, ultramodernos, como una forma de resistencia frente
a la modernización progresiva e impuesta, cuando todavía no
había experiencia suficiente para que se empezara a hablar de crisis
de la modernidad; cuando sus hallazgos y tensiones aún no habían
cristalizado plenamente. No se adivinaba que el sueño moderno escondía
pesadillas; tampoco que no se puede dejar de ser moderno, es decir, que los
antimodernos –como los posmodernos– son modernos contra su voluntad.
Mal que nos pese, lo nuevo, lo moderno, inevitablemente hace presente lo viejo,
lo antiguo.
En consecuencia, la necesidad de repensar la modernidad nace de su aplicación.
Y tanto una como otra han recibido un gran impulso a lo largo del siglo XX.
De la ingenuidad inicial se ha pasado a la sospecha y rechazo. Una actitud
madura ante la modernidad, que refleja bien ese estadio, sería la de
Roland Barthes, cuando declaraba su deseo de situarse en la retaguardia de
la vanguardia, pues “ser de vanguardia significa saber lo que está
muerto; ser de retaguardia significa amarlo todavía”1.
La cultura del siglo XX tiene como uno de sus ejes principales el discurso
de la crisis de la modernidad. La importancia del análisis de la modernidad,
o la crisis de la misma, procede no tanto de su interés sociológico
y de lo acertado de sus descripciones, como del hecho de que constituye la
puesta de largo, la presentación pública de los implícitos
filosóficos que la Ilustración y, con ella la misma filosofía
moderna, ocultaban tras el ideal de un conocimiento fundado y de una acción
racional. El desengaño tras el desencantamiento del mundo ha desplazado
el punto de gravedad del discurso filosófico desde la teoría
del conocimiento y la filosofía de la conciencia hacia la teoría
de la cultura y de la historia. Lo moderno es visto como un problema que convoca
a todas las instancias intelectuales, y genera una literatura específica
hasta nuestros días.
Actualmente, la modernidad parece haber agotado su potencial de novedad y
transformación social; esto se interpreta afirmando que ha llegado
a su final. ¿Es esta declaración algo más que un anuncio
periodístico o el pronóstico pesimista para un tiempo incierto?
Lo más moderno sería precisamente no empeñarse en superar
las contradicciones que la atraviesa, esto es, no verlas como una aporía,
sino que ahora se trata de vivir las contradicciones como tales, y no volverse
loco. La etapa tardomoderna o posmoderna se definiría por el abandono
tanto de la expectativa de armonía como de progreso.
En este número monográfico de Pensamiento y cultura se ofrecen
algunos de los enfoques del pensamiento actual donde sigue viva la modernidad
como problema, o donde se perciben las consecuencias de las sucesivas revisiones
de los presupuestos modernos.
Desde la perspectiva socio-cultural, L. F. Marín Ardila analiza la
presencia de la modernidad en el imaginario y la configuración de la
conciencia europea (“La modernidad como imaginario: la excepcionalidad
de Europa o la modernidad como geografía y como experiencia histórica
de Europa”). A. N. García Martínez estudia la relaciones
entre modernidad y violencia a partir del pensamiento de N. Elias (“Modernidad,
violencia y procesos decivilizadores. Revisión crítica a partir
de la propuesta de Norbert Elias”).
No menos relevante ha sido el discurso de lo moderno para la estética
y las artes. Y. Espiña lee en esa clave la estética musical
de Carl Dahlhaus, figura central de la musicología del siglo XX (“Continuidad
y discontinuidad. Algunas implicaciones filosóficas del tiempo a partir
de la estética musical de Carl Dahlhaus”). J. C. Mansur (“Arte
y metafísica en el desarrollo del siglo XX”) reflexiona sobre
la correspondencia e interacción entre el arte moderno y las vanguardias
con la filosofía a lo largo del siglo XX.
Si hay un ámbito cultivado por los pensa¬dores modernos y, sin
embargo, marcado por posturas encontradas es la ética. A. M. González
(“Éticas sin moral”) analiza algunos enfoques recientes
en la ética que, desde los presupuestos de la filosofía moral
moderna, cuestionan sus ambiciones normativas y lo hacen, precisamente, como
si se tratara de la culminación de su planteamiento inicial. También
en “Emociones versus normas” L. Flamarique recorre el camino de
la modernidad política y moral con sus distintos estadios mostrando
los factores de los que surge la actual desconfianza en las fuentes racionales
de la ética, mientras el emotivismo moral gana terreno en las sociedades
fuertemente institucionalizadas.
Para terminar, queremos agradecer a los autores por su disponibilidad y generosidad
para compartir con nosotros los resultados de su investigación. Confiamos
en que su valiosa colaboración servirá para avanzar en la com¬prensión
de la reedición actual de la crisis de la modernidad.
Claudia Carbonell, editora
Lourdes Flamarique, editora asociada
1 Cf. R. Barthes, “Réponses”, en Oeuvres complètes, vol. 3, (ed. E. Marty). París, Du Seuil, 2002, p. 1038. Cf. A. Compagnon. Los antimodernos. Barcelona, El Acantilado, 2007.