La
modernidad como imaginario:
La excepcionalidad de Europa o la modernidad como geografía y como experiencia
histórica de Europa
Recibido: 2009 - 10 - 22
Aprobado: 2009 - 11 - 30
Luis
Fernando Marín-Ardila
Magíster
en Estudios Políticos. Profesor de las Facultades de Comunicación
y Ciencias Políticas de la Universidad Javeriana, Bogotá,
Colombia. Director del Observatorio Pedagógico de Medios de la Universidad
Pedagógica Nacional, Bogotá, Colombia. El presente artículo
es una adaptación para Pensamiento y Cultura de un capítulo
de su libro La modernidad global, de próxima publicación.
(marin_luisf@yahoo.es).
Resumen:
El estudio de la globalización asumido por las ciencias sociales
manifiesta múltiples facetas del presente, del futuro y también
del pasado. El giro epistemológico, el cosmopolitismo metodológico,
hace emerger un pasado distinto al que nos ha presentado la historiografía
convencional. La historia de Europa se reinterpreta como una particularidad
no excepcional sino como el producto de dinámicas globales, de olas
de la globalización que tienen su remoto origen en la antigüedad.
Estudiar desde las ciencias sociales enfocadas con zoom histórico
más amplio, es decir desde la globalización, resalta un proceso
en el que Europa y la modernidad son representados como contingencias y
no como teleologías que determinarían la historia universal.
Las ciencias sociales se sacuden de la cárcel eurocéntrica
y gracias a ello, emergen las múltiples modernidades y por sobretodo
emerge un análisis complejo en las que el colonialismo epistémico
se ve debilitado.
Palabras clave:
Europa,
modernidad, globalización, excepcionalidad, racionalidad, modernidades
múltiples, olas, resonancias.
Abstract:
The study of globalization undertaken by the social sciences shows multiple
facets of the present and the future, as well as the past. The epistemological
change found in methodological cosmopolitanism reveals a past that is different
from the one presented to us in conventional historiography. The history of
Europe is reinterpreted not as a particular or special event, but as the result
of global dynamics, waves of globalization that have their remote origin in
antiquity. Study based on the social sciences focused with a broader historic
lens; that is, from the standpoint of globalization, highlights a process
in which Europe and modernity are represented as contingencies and not as
teleologies that would determine world history. The social sciences have broken
free of the confines of Eurocentrism, and multiple modernities have emerged
as a result, above all, a complex analysis in which epistemic colonialism
is debilitated.
Keywords:
Europe, modernity, globalization, exceptionality, rationality, multiple modernities,
waves, resonances.
Résumé:
L’étude de la mondialisation dont se sont chargées les
sciences sociales présente de multiples aspects du présent,
du futur et aussi du passé. Le tournant épistémologique
et le cosmopolitisme méthodologique Font surgir un passé différent
de celui que l’historiographie conventionnelle nous a présenté.
L’histoire de l’Europe est réinterprétée
comme une particularité non exceptionnelle, plutôt comme le résultat
de dynamiques globales, de vagues de mondialisation dont l’origine lointaine
remonte à l’antiquité. Le fait de l’étudier
en partant des sciences sociales dont l’approche se fait avec un «zoom»
historique plus vaste, c’est-à-dire à partir de la mondialisation,
fait resssortir un processus dans lequel l’Europe et la modernité
sont représentées comme des contingences et non pas comme des
téléologies qui conditionneraient l’histoire universelle.
Les sciences sociales secouent leur carcan eurocentrique, et c’est grâce
à cela qu’apparaissent les multiples modernités et surtout
une analyse complexe, dans lesquelles le colonialisme épistémique
est affaibli.
Mots-clés:
Europe, modernité, mondialisation, exceptionnalité, rationalité,
modernités multiples, vagues, resonances.
A continuación se expondrán algunos de los argumentos principales acerca de la relación entre modernidad e identidad y sobre la impronta europea al respecto. Se expondrá no sólo el origen de la modernidad, sino las características que se le atribuyen, las que ahora se han expandido a todo el planeta y han marcado la globalización como una occidentalización, como un imperialismo cultural, o la ambición de una etapa más del imperialismo civilizador. Para lograr este propósito, en primer lugar, nos detendremos en una descripción general de la trayectoria histórica europea, para proseguir con la expresión de los límites que una hipótesis de modernidad universal europea conlleva, y ante todo, plantear que, en términos de la unicidad de análisis y patrón de sentido, disolver la hipótesis de excepcionalidad europea desoculta la globalización que es un mundo. De tal suerte que esta ruta nos abra a la idea central de la unicidad, en términos de considerar a las sociedades modernas como emergencias de la globalización, y al industrialismo y la democracia como subproductos del proceso globalizador.
Leyendo a autores como Anthony Giddens, Ulrich Beck y Scott Lash se afirma que la existencia de instituciones como el Capitalismo, el Industrialismo, el Estado-Nación (la democracia) y la dimensión coactiva y vigiladora, no eran necesariamente peculiaridades europeas. De otro lado, la singularidad se da por el entramado global y, también, por la interinstitucionalidad contextual (dialéctica de lo local y lo global) que en cada circunstancia histórica se genera y procesa. En este esfuerzo de definición de la globalización como un proceso histórico (que se da en términos de olas como afirma Robbie Robertson) se tiende a considerarla como una etapa histórica del mundo, una Era histórica que el mismo Robbie Robertson1 denomina como perteneciente a la Era Común2.
Vamos a mostrar cómo la perspectiva sistematizada por Giddens nos conduce a dos enfoques contradictorios entre sí sobre el entendimiento de la globalización, el que surge de las fuentes y el que surge de la idea de que la modernidad expandida desde Europa al resto del mundo configura la emergencia del mundo global contemporáneo.
Detengámonos pues en el enfoque de la modernidad generalizada y/o radicalizada, que de manera simple Giddens expone como una ampliación a escala mundial de las dimensiones institucionales de la modernidad. Atendiendo a la idea expuesta por Giddens de globalización explicada como modernidad radicalizada o ampliada a nivel mundial tenemos que el panorama de análisis resultante es el siguiente: de un lado, el Giddens de las Consecuencias de la modernidad falla por incoherencia al yuxtaponer los dos enfoques sin advertir que: 1) son dos enfoques 2) son contradictorios 3) no concurren para lograr una comprensión de la globalización 4) el enfoque institucional no trasciende los argumentos que le atribuyen a la globalización ser la nueva ideología de la occidentalización neo y/o postcolonial y del capitalismo de la posguerra fría.
De manera breve el enfoque institucional es presentado por Giddens como un entramado de cuatro instituciones: Vigilancia (control político del Estado-nación), Industrialismo, Capitalismo y Poder Militar, que en el escenario de una creciente expansión producirían el mundo global como diseñado por cuatro isomórficas pero grandes dimensiones de la globalización: la organización supranacional de los estados, la división internacional del trabajo, la economía capitalista mundial y el orden militar mundial. Mientras que la globalización como proceso histórico global se insinuaba en la movilización descriptiva y explicadora de las fuentes o categorías ontológicas básicas3 tales como compresión y separación del espacio y el tiempo, desarraigo y reflexividad, desde el enfoque del entramado institucional se pierde lo que se había ganado en términos de un proceso histórico complejo, de conectividad, interrelacionabilidad, unicidad para referirnos a la globalización; porque, el enfoque expansionista de Giddens es mecánico y aditivo, en él, lo que antes era modernidad a escala europea ahora es modernidad grande a escala mundial:
Por tanto, la versión débil no es más que la afirmación implícita de que la expansión global de estas instituciones modernas, desde sus orígenes en el siglo XVII europeo, se explica por sus características intrínsecamente expansivas: el capitalismo que busca incansablemente nuevas esferas de operación y nuevos mercados; el Estado-nación que crece rápidamente hacia un sistema político ordenado en forma reflexiva y que ocupa toda la superficie terrestre; el industrialismo que sigue una lógica de la división del trabajo y que lleva a una “especialización regional según el tipo de industria, destrezas y producción de materias primas” por todo el orbe; el poder militar que no se limita a los Estados-nación, sino que adopta una organización mundial mediante alianzas internacionales, el flujo de las armas, etc.4.
La visión que este enfoque nos representa es que, no solamente el origen es Europa, sino que también obra como centro de irradiación mundial desde el siglo XVI. Esta forma de ver las cosas está en la perspectiva de una globalización como occidentalización, de una globalización como neo-ideología nostálgica y conservadora del discurso eurocéntrico y colonizador que con tantos esquemores y odios se percibe por muchos de los pueblos no europeos5.
Vamos en adelante a describir la tesis de la modernidad europea como excepcionalidad y de forma paralela todos los sentimientos de rechazo y desconfianza que produce en términos de occidentalismo6 y, acto seguido, rescatar el primer enfoque de Giddens desde categorías ontológicas básicas, el enfoque de los Robertson de globalización como interrelacionabilidad humana y unicidad y el de Tomlinson de globalización como conectividad compleja7. De tal suerte que realizado este recorrido nos veremos forzados a disolver los argumentos de la excepcionalidad europea y a reinterpretar la historia del mundo como proceso histórico de globalización.
La excepcionalidad europea. La Modernidad europea: rasgos y fases
El discurso filosófico de la Modernidad es eurocéntrico, la filosofía de la historia moderna está diseñada de forma tal que sea la Europa Ilustrada y del Progreso la etapa acabada y superior en la escala evolutiva, en procura de la cual todo el pasado trabajó fatigosamente. Las visiones lineales y acumulativas del transcurrir temporal cocinaron la consecución de una Europa iluminada, racional, democrática, industrial, cuya ideología es la unidad del género humano, la creación y protección de los derechos humanos, la realización de la paz y el denodado y triunfante combate contra la barbarie, contra la superstición y la ignorancia. Todo empezó en el siglo XV8: mientras el resto del mundo estaba oculto por los halos místicos, los despotismos teocráticos y una autarquía local insulsa, Europa abrió los ojos e inauguró la Era de la Razón, la Era de la Civilización. Este carácter extraordinario, esta irrupción revolucionaria, este proceso de maduración de un estadio superior de la historia humana en el Viejo Continente es lo que se denomina la excepcionalidad de Europa.
Desde esta teoría, se declara que Europa es el lugar de origen y de perfeccionamiento de los más grandes ideales de la civilización, inventora de la Modernidad y exportadora de sus bondades al mundo entero. El proceso de la globalización es considerado como una europeización del mundo, como una occidentalización del planeta. Esta ideología etnocentrista reúne todos los elementos de una metanarrativa o metarrelato: lugar de origen, fecha, héroe, trama, finalidad. Europa es el lugar privilegiado en el que concurren el nacimiento de la Modernidad, la Civilización, la Razón, el Estado, la Humanidad. Es más, estas múltiples emergencias son igualmente el afianzamiento de Europa como tal.
Ahora bien, es necesario entender que la excepcionalidad europea ha permeado como discurso hegemónico y como ideología al mundo entero. Podríamos señalar que esta extensión y penetración eurocéntrica se perpetró primero de la mano del colonialismo, de la cristiandad, de la modernización y, ahora (enuncian y perciben muchos) de la mano del discurso de la globalización. De modo sofisticado se dice que Europa y/u Occidente ya no se extiende-entiende como geografía sino como cultura desterritorializada. Occidente ha dejado de ser una geografía y es vista, en el mejor de los casos, como un tiempo que impregna los procesos y las dinámicas mundiales y, en términos más peyorativos, una máquina impersonal, sin alma y ahora sin control, que ha puesto la humanidad a su servicio9.
Desde luego no es difícil colegir que la denominada excepcionalidad europea, antes que una aberración histórica, un racismo o un etnocentrismo fanático, es un colosal imaginario que ha sido nutrido por propios y extraños. Como en todo imaginario se ha hiperbolizado su magnitud, importancia y papel; claro ejemplo de ello es considerar privativo de Europa la construcción de las instituciones modernas (el Estado, la democracia, el industrialismo, el capitalismo, etc.), como hemos argumentado parafraseando a Anthony Giddens. Entonces, es muy significativo reiterarnos en lo siguiente: si optamos por vincular estrechamente la erección de la excepción con la formación del imaginario, tendríamos que afirmar que a la vez concurren la conciencia de la excepcionalidad europea, con el imaginario de Europa como unidad y como civilización superior.
En el orden de
ideas que proferimos y siguiendo con el hilo de la argumentación construido
afirmamos con Robbie Robertson y con Tomlinson que, la globalización
es la conciencia de unas interacciones a escala global construidas en oleadas,
la última de las cuales (desde 1945 hasta nuestros días) ha
precisado gradualmente el fin del imaginario de la excepcionalidad de Europa,
el final de la explicación de la globalización como occidentalización
del mundo.
Así las cosas, en lo que sigue vamos a detenernos en el origen y las
características del imaginario europeo como proceso y realización
de la civilización; a la vez iremos tomando distancia frente al imaginario,
de tal forma que vayamos ganando, como en una desocultación, el panorama
de la globalización no como occidentalización sino como un movimiento
in crescendo de interrelacionabilidad humana o conectividad compleja global.
Esta desoccidentalización y deseuropeización de la contemporaneidad
obedecen más a una descripción de las dinámicas de la
globalización como interconexión y superación del espacio
por el tiempo que a una ideología o actitud antiimperialista del occidentalismo
militante. En efecto, Europa como geografía e historia fue estadocéntrica,
Europa en la actualidad es un componente más de una dinámica
global que se empieza a estructurar desde lógicas transfronterizas,
transnacionales, cosmopolitas10:
Europa ha empequeñecido. No es más que un fragmento de Occidente, mientras que hace cuatro siglos Occidente no era más que un fragmento de Europa. Ya no está en el centro del mundo, ha sido arrojada a la periferia de la historia. Europa se ha vuelto provincial en comparación con los imperios gigantescos y se ha convertido en provincia, no sólo en el seno del mundo occidental, sino también en el seno de la era planetaria. Ahora bien, Europa sólo puede asumir su provincialidad si cesa de estar parcelada y atomizada en Estados que gozan individualmente de soberanía absoluta. Su provincialización le exige, paradójicamente, que supere a sus naciones para conservarlas y que se constituya en ley superior de los Estados11.
Este punto central de la argumentación nos lleva a pensar que a Europa y su proyecto de unidad le corresponde de aquí en adelante, inspirándose en las nuevas realidades, pero también retomando el hilo del pasado de sus tradiciones cosmopolitas, inventar una forma de unidad que no sea el Imperio12.
Ahora bien, si este es el horizonte que los mismos europeos vislumbran en el futuro, hay que ser equilibrados al considerar el pasado europeo. Durante siglos Europa se sintió y actúo como amo del planeta; su afán de riquezas, su conquista territorial, la violencia y las guerras que generó son innegables. Pero al mismo tiempoEuropa descubrió todas las regiones de la tierra, pero nadie descubrió Europa. Dominó todos los continentes en sucesión, pero no fue dominada por ninguno. Y también inventó una civilización que el resto del mundo intentó imitar o que fue obligado a copiar por la fuerza, pero el proceso inverso no ha ocurrido nunca. (...) Podemos definir a Europa por su función globalizadora13.
Dicho esto vamos a enunciar la transformación de la tercera ola de la globalización en lo que se refiere a Europa. Es clave que Robbie Robertson asuma 1945 como la fecha del comienzo de un nuevo orden mundial, que ya no va a tener a Europa como epicentro sino a una Europa derrotada entre la tenaza soviética y la norteamericana14.
El fin de un imaginario y la crisis civilizacional
Iniciemos la precisión del imaginario y/o el discurso de la excepcionalidad de Europa con una voz tan audible y escuchada como la de Jürgen Habermas:
Dado que el cristianismo y el capitalismo, la ciencia natural y la técnica, el derecho romano y el código napoleónico, la forma de vida burguesa y urbana, la democracia y los derechos humanos, o la secularización del Estado y la sociedad, se han difundido por otros continentes, estos logros ya no constituyen un proprium. El espíritu occidental que arraiga en la tradición judeo-cristiana tiene, ciertamente, rasgos característicos. Pero las naciones europeas también comparten con Estados Unidos, Canadá y Australia este habitus intelectual que destaca por su individualismo, su racionalismo y su activismo. Como perfil espiritual, “Occidente” no sólo abarca a Europa15.
El proprium resaltado por Habermas remite a la excepcionalidad europea, a la emergencia de su peculiaridad, aquella que la construyó como Europa, como madre de la Modernidad y como depositaria de un destino civilizador. Habermas también comparte la idea y, en este párrafo se manifiesta con nitidez, de que Occidente ya no es sólo geografía sino también cultura desarraigada y emancipada de una geografía e historia particular, que viaja sobre el planeta y, en este sentido, el fin del eurocentrismo no es un acabamiento por expansión sino una realización por difuminación, por occidentalización.
Hemos querido iniciar la argumentación en detalle del discurso-imaginario de la excepcionalidad europea citando a un pensador tan representativo para Europa como Habermas para recordar que existe todavía una percepción fuerte de la misión de Europa y su peculiaridad.
Sin embargo, para continuar con el desarrollo de este rasgo y para insertarlo en el contexto de la realidad de la globalización, vamos a convocar la periodización que sobre la misma construye Robbie Robertson en su libro titulado Tres olas de globalización: historia de una conciencia global. En él, el autor establece como oleadas de interconectividad o interrelacionabilidad tres períodos que, respectivamente tuvieron su nacimiento el primero en 1500, globalización del comercio regional; el segundo en 1800, cuyo ímpetu fue la industrialización y, el tercero, a partir de 1945 con la aspiración de construir un nuevo orden mundial. Esta identificación del proceso globalizador estudiado en sus componentes y su lógica de interrelación global es inseparable de la deconstrucción o erosionamiento de la imagen excepcional de Europa.
La perspectiva expuesta por Robbie Robertson no parte de la identificación de un lugar de despegue exclusivo de una dinámica globalizadora que actuando en círculos concéntricos va irradiando su influencia a otros sitios, a otras regiones. El punto de partida es la interrelacionabilidad misma, no un lugar privilegiado como plataforma de despegue, sino lazos, redes que se forman por la conexión de puntos, localidades, regiones, geografías.
Lazos y redes que a partir del siglo XVI las sociedades humanas empezaron a experimentar y nutrir en sus interrelaciones16. Grupos humanos antes aislados fueron sacudidos y expuestos por nuevas fuerzas globales. Esta estructura emergente que Robbie Robertson llama globalización del comercio regional (primera ola) ha sufrido una distorsión históricaque se ha plasmado en la mayoría de la historia escrita (dentro y fuera de Europa) al confundirse y reducirse con la historia de Europa en sí y por sí17. Como estructura emergente global no puede ser reducida a una parte, la particular historia de Europa, pero tampoco puede entenderse como una sumatoria de partes en las que Europa ocuparía un lugar destacado. Vamos a deshilvanar lo que decimos iniciando con la forma en que Robbie Robertson nos presenta la excepcionalidad de Europa y la distorsión que, afirmando dicha excepción, surge para entender la globalización y sus fases.
Este hecho, constatable desde el siglo XV, de ampliación de la interrelacionabilidad humana, no fue percibido como tal, fue interpretado y aún se sigue haciendo desde una exclusividad europea:
Este pasado de la humanidad ha sido visto con la misma exclusividad con que fue vivido. Ha sido convertido en un triunfo de Europa, y el año 1500 ha sido tomado como una línea histórica divisoria. Se ha convertido en un tiempo de demasiados comienzos; en una era de descubrimientos en la que los europeos viajan a América, son pioneros de una nueva ruta marítima a la India y a las islas de las especies del sudeste asiático, y dan la vuelta al mundo en barco. Se concibe como una era que establece los fundamentos europeos del moderno comercio y las finanzas globales, y que permite el florecimiento de la ciencia y de la razón. También parece una era de imperios europeos globales y el comienzo de nuevos sistemas globales de producción18.
Nos es muy familiar la descripción del proceso tal como lo presenta Robbie Robertson; en efecto, esta forma de entender la historia, considera a Europa no como epicentro sino como motor generador del universalismo moderno, a partir de condiciones propias o de desarrollos inmanentes que son el utillaje con el cual Europa exporta su influencia mundial, influencia dada por la razón y su persuasión, por el “destino manifiesto” o por la fuerza “civilizadora”. La familiaridad de este relato o de este imaginario ha sido construida a través de la reiteración de Europa como suelo oriundo y nutritivo de la convergencia a partir del siglo XV de una cosmovisión científica y racional, un proceso capitalista, la generación del universo político desde la conformación de los primeros Estados-nacionales y la democracia representativa, la imprenta, las lenguas vernáculas, la exploración del planeta tierra, el descubrimiento de América, el Renacimiento, la Reforma Protestante, la contabilidad por partida doble, el uso práctico de los inventos, la escuela y el invento de la cartilla, la enciclopedia, la ilustración, la industrialización y la revolución industrial, etc.
En relación con esto, Habermas recuerda a Weber:
En su famoso Vorbemerkung a la colección de sus artículos de sociología de la religión desarrolla Max Weber el “problema de historia universal”, al que dedicó su obra científica, a saber: la cuestión de por qué fuera de Europa “ni la evolución científica, ni la artística, ni la estatal, ni la económica, condujeron por aquellas vías de racionalización que resultaron propias de Occidente”. Para Max Weber era todavía evidente de suyo la conexión interna, es decir, la relación no contingente entre modernidad y lo que él llamó racionalismo occidental. Como “racional” describió aquel proceso del desencantamiento que condujo en Europa a que el desmoronamiento de las imágenes religiosas del mundo resultara una cultura profana. Con las ciencias experimentales modernas, con las artes convertidas en autónomas, y con las teorías de la moral y el derecho fundadas en principios, se desarrollaron aquí esferas culturales de valor que posibilitaron procesos de aprendizaje de acuerdo en cada caso con la diferente legalidad interna de los problemas teóricos, estéticos y práctico-morales19.
El punto que queremos resaltar es cómo Weber, en la estela del discurso filosófico de la modernidad, considera que es la Europa racional la que logra desatar por sí y ante sí el nudo gordiano del estancamiento y ensimismamiento feudal y a través de procesos inmanentes de diferenciación de esferas culturales de valor inaugura, con carácter evolutivo y con propensión a la validez universal, el desarrollo de las sociedades modernas. Al igual que Weber, Giddens ya nos había recordado este tipo de institucionalización como el carácter peculiar de Europa, pero además el sociólogo británico concibe que dicha institucionalización expandida en lo global disuelve a Occidente y generaliza sus instituciones en globalización.
Interpretada Europa como excepcional, la primera oleada de la Globalización afianzaría el carácter superior del Viejo Continente. Una Europa que surgida de la Edad Oscura, relajada después de su hogareña vida feudal, con un potencial expansivo capitalista y con una forma imperial de dominación en todos los órdenes, modernizaría primero al mundo para después globalizarlo. Como dice Robbie Robertson, una Europa repuesta de los mil años de desastre que sucedieron a la caída del Imperio Romano. No en vano señalamos más arriba20 cómo la ideología eurocéntrica admira hasta la idealización a la Grecia antigua como cuna de Occidente, allá, en la Hélade, ubica sus precedentes más prestigiosos:
He aquí el origen de tantos de los problemas que rodean el análisis global en la actualidad. Pues éstos toman como punto de partida la inevitabilidad de un presente dominado por Occidente y en consecuencia buscan en el pasado sus raíces. Dichos análisis leen la historia hacia atrás y adoptan el papel de profeta de la modernidad. Dan por descontado que los orígenes de la globalización contemporánea se encuentran en Europa, que dichos orígenes se basan en la excepcionalidad europea, la cual tomaría cuerpo en la superación del feudalismo, el desarrollo del capitalismo y los estados nacionales, y en el desarrollo de redes mercantiles a escala global. En esta excepcionalidad, se nos dice, se encuentra la verdadera importancia de la primera oleada de la globalización21.
Esta caracterización de la globalización en su fase inicial como excepcionalidad europea ha sido socorrida innumerables veces y por literaturas de gran y mediano calado. Así, por ejemplo, Marx consideraba que fue la temprana madurez de las clases burguesas en Europa la desencadenante de todo el proceso. El lujo feudal y nobiliario presionó para el establecimiento de una economía dineraria. Wallerstein22 argumenta que la riqueza, que no conseguían y demandaban los señores feudales, fue el acicate para adoptar técnicas agrícolas que ahorraran fuerza de trabajo o que fueran más productivas. David Landes por su parte considera que la fragmentación de Europa, producto de la destrucción del Imperio Romano y de las fracturas del cristianismo y el fracaso de una centralización imperial en el siglo XII, sentó las bases en términos de una autarquía y autogobierno de múltiples centros de decisión que permitieron que la Europa posterior, del siglo XV en adelante, tomara la iniciativa e inaugurara una experiencia novedosa. Otra explicación para el colapso del feudalismo se encuentra en la disminución de la población debido a diversos factores en la Europa feudal, lo cual obligó a la búsqueda de la eficiencia mediante el capitalismo. Sanderson y Landes coinciden en afirmar que el comercio y el carácter marítimo de las primeras naciones capitalistas fueron determinantes en la primera ola de la globalización. Para ellos la descentralización fue la clave del proceso. Europa fue excepcional desde el momento en que, por ejemplo, la comparamos con China, una sociedad gigantesca pero paquidérmica para generar la interaccionabilidad que tuvo Europa. Para Weber el capitalismo fue un fenómeno europeo único por la conexión con la ética protestante. Otra forma de plantear la excepcionalidad europea y que Weber iría suscribiendo con el tiempo (después de 1904 y su Ética protestante y el Espíritu del capitalismo) la plantea la conformación del Estado-nación que sería la causa de una sociedad posfeudal y capitalista23.
Frente a la perspectiva que afirma que el cambio y sus orígenes tuvieron lugar en Europa, que allí nacieron el capitalismo y la democracia, vamos a consignar elementos para entender que la globalización es una dinámica de unicidad, interrelacionabilidad, conexión compleja, que en su primera fase ya muestra el carácter de lo que llamaríamos una suerte de descentralización característica y una concentración contingente:
Descentralización característica, concentración contingente
La expansión europea no fue planeada de antemano. Sucedió sin orden ni concierto, de manera desigual y oportunista. No existía un objetivo preconcebido más allá de la adquisición de riqueza. Puede argumentarse que el desaforado aumento de las redes comerciales contribuyó al nacimiento de las futuras naciones industriales, pero esto no fue algo previsto por las naciones de Europa. De hecho, aunque seguimos hablando de Europa, Europa en este tiempo no es sino un producto de la imaginación. No existía la unidad europea, no al menos en términos de respuesta a las oportunidades, ni existía un modelo único de desarrollo que nos permita decir “éste es el modelo europeo”. Dicha ausencia de unidad dio a algunos capitalistas europeos una ventaja respecto a sus colegas euroasiáticos, al permitirles una mayor movilidad geográfica y asumir mayores riesgos24.
Así pues, hablar de Europa en ese momento como identidad, como com-unidad, no es sino un producto de la imaginación retrospectiva. Hay que insistir: no es Europa entera sino algunas regiones del noroeste europeo las que van a constituirse como epicentro contingente de la primera fase globalizadora: principalmente, Gran Bretaña y los Países Bajos. Pero antes de caracterizar esta circunstancia, compendiemos una serie de argumentos para la negación de la excepción europea.
La primacía de la globalización, y no el privilegio de Europa, se configura cuando subrayamos la existencia y la importancia que tuvieron otros países o regiones diferentes a Europa: es el caso de Japón y, en general, de Asia. Cabe decir que los europeos no crearon todas las redes del siglo XV, se encontraron con muchas de ellas ya formadas25 y a esto hay que sumar el hecho de que sólo con el descubrimiento y saqueo del oro y la plata de América, Europa se pudo insertar a y engrosar la conectividad de aquel entonces. Así inició el proceso de transformación de sus redes regionales en redes globales. Esto supuso también el cambio de las sociedades europeas mismas. Todo cambió. Los procesos en Asia, en África, en América y en Europa fueron dando forma a la primera fase de la globalización, sin embargo, hay que insistir en que esta primera oleada se situó fuera de Europa o, mejor dicho, que las dinámicas europeas de protagonismo fueron una consecuencia y no una causa de la globalización. Fue este efecto el que se traduciría en una Europa que conecta, si bien es cierto no conscientemente; el proceso no fue planeado ni dirigido deliberadamente.
Integrando otro elemento del compendio anunciado, detengámonos ahora en una precisión histórica que nos obliga a controvertir el imaginario europeo y a relativizar el papel de la singularidad europea en el proceso histórico. Como anunciamos arriba, no fue toda Europa la que se encaminó hacia el cambio globalizador en la primera fase. Le correspondió a Gran Bretaña y a la región de lo que hoy son los Países Bajos el logro de paulatinos grados de interrelacionabilidad (caracterización de la interdependencia, como promotores y precedentes de unos vínculos con el mundo) entre los siglos XVI y XIX.
Gran Bretaña se conectó y dio prioridad al comercio sobre la conquista en esta fase. Estos son los factores que en los siglos XVI, XVII y XVIII generaron el cambio en Inglaterra: no fueron las innovaciones tecnológicas, ni su plasmación como Estado-Nacional, ni la distribución del poder (los nobles lo seguían monopolizando). También los Países Bajos emergieron en la estructura emergente de la globalización, teniendo como clave de ello el comercio a través de las redes mundiales de la primera fase. Tanto Inglaterra como estos países apoyados en el mercantilismo, generando el primero una marina comercial, ocupando el lugar abandonado por España en el Caribe, asaltando con piratas sus barcos y, sobre todo, ampliando las bases sociales de productores y partícipes de la vida social en su país, marcarían el protagonismo en adelante. La revolución industrial tendría gracias a la conectividad compleja, lograda en la primera fase, su realización en la Gran Bretaña del siglo XIX dando inicio a la segunda oleada globalizadora:
Si el siglo XVIII fue un período de incertidumbre para las principales naciones comerciantes de Europa, el siglo XIX no podría haber sido más diferente. A comienzos del siglo, Gran Bretaña había empezado a transformar su tecnología de tal manera que estaba en condiciones de extraer mucha más capacidad productiva de sus recursos naturales que en el pasado. Sería esta una revolución tan trascendental como lo fuera la revolución agrícola que había permitido, de forma semejante a los cazadoresrecolectores, obtener mayor beneficio de sus medios ambientales. En ambos casos los resultados fueron los mismos. Nuevas tecnologías hicieron posible que los territorios acogieran poblaciones más grandes. Unas poblaciones de mayor tamaño generaron nuevas dinámicas políticas y sociales, que a su vez demandaban respuestas institucionales distintas. Incluso hoy, más de dos siglos después del comienzo de la revolución industrial, el proceso de transformación está lejos de haberse completado y se ha convertido en objeto de estudio intenso. Algunos lo llaman modernización, otros desarrollo. Debido a la naturaleza de su historia, también es denominado en ocasiones occidentalización. Pero todas estas descripciones son incapaces de captar el proceso dinámico global que subyace a las transformaciones26.
El proceso dinámico global subyacente, que produce la revolución industrial y la industrialización, es el generador de esta segunda fase; dicha sociedad industrial no es un proceso sólo acaecido o que surgió en Europa dada su singularidad. No, es, por el contrario, la resultante de las interrelaciones y las sinergias de la primera etapa de la globalización. No es Europa la que produce la globalización sino que es ésta la que va conformando, configurando a los países europeos y a la Europa en conjunto. Muchos estudiosos piensan que no habría existido la revolución industrial sin la globalización27.
En esta segunda ola de la globalización, la revolución industrial es protagónica, pero tampoco podemos hablar de un proceso de conjunto de Europa, de un modelo de desarrollo industrial europeo u occidental. La revolución industrial por supuesto benefició a los países europeos pero no a todos por igual, de la misma manera que la interrelacionabilidad europea de la primera fase significó también unos beneficios comunes: el oro y la plata de América (a través de España), la ampliación de redes comerciales y la consiguiente prosperidad comercial y el colonialismo heredados de la primera ola surtieron efectos multiplicadores a escala regional.
Volviendo a la industrialización como consecuencia de la revolución industrial, las bondades se irrigaron de forma desigual. Dicha revolución nunca fue posible replicarla tal cual en ninguna parte de Europa. Una vez que se industrializó Inglaterra, cambiaron las circunstancias globales para los demás. La tecnología se encareció y la ola de la industrialización sólo se dio de forma paulatina, desigual y combinada con contextos particulares. A esto se debe agregar que el desarrollo de la maquinaria para la producción y los medios de transporte se convirtió en una industria por derecho propio y tuvo en los países europeos, distintos a Gran Bretaña, unas ambiguas consecuencias; el poder industrial pareció ganar autonomía y exclusividad como preocupación del gobierno y la economía, de tal modo que se dejó a su suerte otros sectores económicos. La industria se enalteció además porque proveía a los estados de recursos militares que garantizaban control interno y soberanía externa, o al menos así se pretendía. Los otros países europeos tuvieron como motivación emprendedora del cambio no la existencia de una cultura o una herencia intrínsecamente europea, su acción fue consecuencia de la proximidad geográfica a Gran Bretaña, el diferencial económico, las interconexiones, el valor de mercado y la voluntad de autonomía.
El éxito
tecnológico rebosó la lógica vertebral de los procesos
anteriores, incluida la primera fase globalizadora. Las claves del pasado
fueron la conquista y el comercio, ahora se demandaba un orden social más
incluyente, orden social que pusiera a la industrialización en la pista
de su vigorosa dinámica. El orden social ahora sería el de sistemas
estatales más organizados, coherentes, estructuras sociales más
horizontales, infraestructuras de comunicación y transporte y mano
de obra calificada, capital humano y capital social. El crecimiento económico
inició su emancipación de la estrategia de conquista y de la
estrategia de comercio:
La conquista y el comercio se apoyaban en la exclusión; la tecnología,
en la inclusión económica. Es en este contexto, o sólo
en él, como surgió el estado nacional racionalizador, centralizador
y homogeneizador*. Y esta es la razón de que los estados nacionales
hayan sido tomados como ejemplo supremo de la modernidad, de que haya sido
a veces sugerido que la modernidad misma procede de ellos y de que la narración
de los orígenes de los estados nacionales haya sido equiparada con
la de los orígenes de la modernidad28.
Desde luego esta lectura es la que queremos oponer a la unilateral y autocentrada de evolución de un espíritu racional e institucional de la modernidad europea.
Así como la revolución industrial fue un producto de la globalización, los estados nacionales son un producto del cambio industrial. Este proceso que pone en primer plano a Inglaterra se fue tejiendo durante todo el siglo XIX y a finales de éste despuntaron como rivales y candidatos fuertes a disputar la supremacía de la Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania. Es de destacar que esta segunda fase de la globalización es explicada como de impacto global profundo y vertiginoso, que se posibilita y vigoriza sobre la herencia de los flujos y energías integradas de la fase uno, pero sobremanera acaudillada por el impulso tecnológico. Se pensó y se afirmó en la literatura consagradora de la ideología del progreso que la conquista y la guerra quedaban atrás. Reiteremos que el comercio no fue motor de esta fase como sí ocurrió en la primera que, inició en el siglo XV y concluyó en la primera mitad del siglo XIX.
Los europeos no hablaron de globalización sino de progreso, interpretaron su cambio o transformación desde una autocomprensión29 ya plenamente estructurada como modernidad o sociedad civilizada. Robbie Robertson señala que lo que ocurrió realmente adoptó dos formas, una forma industrial para sociedades que emularon y aseguraron a través de la imitación y la competencia a Gran Bretaña; la otra forma fue el colonialismo30, la mayoría de los pueblos del mundo ingresaron en una globalización cuya expresión planetaria visible fue la división internacional del trabajo; las colonias y otras regiones del mundo se convirtieron en proveedores de materias primas y mano de obra barata en el atlas de la segunda ola. La excepcionalidad se revistió de explícitos discursos y justificaciones de carácter racista31, imperial, eurocéntrico, darwinista32.
La excepción europea en la segunda oleada de la globalización se transformó en colonialismo a nombre del progreso y la civilización. La ficción de Europa, como unidad e identidad civilizacional, se patentizó como una serie de países en luchas interestatales y de imperios en rapiñas coloniales y en rivalidades de superpotencias generando un clima de inseguridad global. Al interior de los mismos Estados la cuestión social contribuía enormemente a aumentar las tensiones; sobre el conflicto y la contradicción social cabe no olvidar el otro instrumento de exclusión y de injusticia social producido por el imperialismo, las corporaciones y los conglomerados. De otra parte, Japón, Estados Unidos y Alemania relativizaron y emularon el poder de Inglaterra, de tal suerte que como resultado visible de esta segunda ola, estas naciones pasaron a formar parte de una nueva era dominada por la tecnología.
A pesar de estas nuevas energías, la implosión de la segunda oleada estaba a la orden del día. El fracaso del colonialismo lo muestran cifras-balance como las que representan el diferencial de riquezas, hacia comienzos del siglo XVIII, la riqueza de Europa con respecto a sus colonias era menor de 2 a 1; hacia 1900 era de 5 a 1, y para el fin del colonialismo en 1960 era de 15 a 1. La implosión advino como guerra, antecedida del fin de los imperios (ruso, otomano, austro-húngaro) que no fueron reemplazados por democracias. El colapso fue inevitable, siguieron la crisis económica, la Gran Depresión, la exacerbación nacionalista y, de nuevo, otra guerra total.
La tercera fase u ola de la globalización que comienza en 1945 tiene ante sí como herencia del pasado un panorama polivalente. La derrota del fascismo podría ser alentadora, pero los estragos imperialistas, los desequilibrios económicos y sociales, el feroz colonialismo, el desarrollo desigual, etc., todo ello advertía que la segunda ola no se revistió de una conciencia global y menos de una conciencia global democrática. El colapso en la primera mitad del siglo XX, fue de tal proporción que Eric Hobsbawm calificaría a este período como era de la catástrofe. El balance de la destrucción por la guerra fue el trasfondo para que la tercera ola emprendiera su trayectoria como globalismo, es decir, políticas de globalización o estrategias específicamente globales para lograr la cooperación internacional y profundizar el desarrollo y prosperidad de los pueblos del mundo.
Si la primera oleada, cuya duración fue de más de trescientos años, estuvo inyectada por la riqueza de América, que convirtió la historia regional en historia mundial, imponiendo unas dinámicas globales en economías todavía regionales, si esta ola –repito- fue coproducida por protagonistas (los países europeos de la costa Atlántica) que todavía no tenían conciencia de que el todo es mayor que la suma de las partes, es decir, por agentes ignorantes de que estaban ante el comienzo de un sistemamundo o estructura emergente, los agentes de la segunda fase tampoco desarrollaron un específico globalismo. Mencionamos cómo la Gran Bretaña fortalecida por la revolución industrial (un producto de las dinámicas globales de la primera ola) tomó la delantera frente a competidores continentales europeos desgastados por las guerras napoleónicas y originó de este modo un nuevo orden mundial. Ahora bien, las limitaciones de este orden proliferaron en metástasis. El desorden generado fue enorme y dramático, la competencia industrial fue la caja de Pandora que destapada produjo la hecatombe. No hubo timón, tampoco timonel, que gestionara las dinámicas mundiales. El imperialismo, el monopolio, la exclusión, el racismo, la excepcionalidad europea, la guerra, el colonialismo, el nacionalismo, la crisis concurrieron para abortar una conciencia global democrática, para abortar la revolucionaria unidad del género humano.
En 1945 se vislumbraba la oportunidad y la posibilidad de un nuevo amanecer; la tercera ola de la globalización se impregnó de globalismo33. Las decisiones tenían que plantearse a escala global y la cooperación internacional tendría que conjurar el fracaso humano de entreguerras. Bretton Woods, la ONU, el keynesianismo social y no militar, el plan Marshall, todas estas estrategias y/o acontecimientos podrían leerse como signos de un interrelacionabilidad humana buscada y protegida.
Además, y de mano de los logros tecnológicos, en la tercera fase de la globalización, las interacciones se han hecho más cotidianas, generales e intensas. En esta etapa se consolidan estructuras emergentes globales, estandarizaciones, sincronicidades34, un grado enorme de compresión espacio-temporal, una reflexividad inevitable y un cambio tecnológico biotecnológico, electrónico, telecomunicacional obnubilante. Sin embargo, las herencias del pasado pertinaces son, por lo menos bivalentes. De un lado, los globalismos no sólo tienen tufillo imperial sino que no pudieron dejar atrás el legado belicoso y asistimos a una nueva confrontación, la Guerra Fría; por otro lado, en el fenómeno inconcluso y estratégico de la descolonización (legada por las dos olas antecedentes) siguió brillando el discurso de la excepcionalidad europea bajo el imaginario de la excepcionalidad occidental. A esto habría que agregarle una realidad estrechamente vinculada a la polisémica descolonización, a saber el fenómeno de la modernización que se implementó y se aupó a través de modelos acelerados de desarrollo35.
En cuanto a la descolonización, habría que entenderla como la resultante de luchas de liberación, conciencia globalista de una organización de naciones unidas libres, soberanas y cooperantes pero, también como conveniencia para los viejos poderes imperiales para los cuales la administración colonial se había convertido en más onerosa que benéfica. La Gran Bretaña que alcanzó a proyectarse como potencia global en la tercera fase de la globalización, sin embargo ya no contaba con el poder suficiente para mantener a Kenia, Chipre, Egipto, Malasia, Sudáfrica y Rhodesia como colonias. La descolonización fue polisémica, no fue un canto a la autonomía de los países antes dominados. A regañadientes de las otrora poderosas metrópolis, el proceso siguió su marcha.
Pero la situación de múltiples sentidos continuó mostrándose cuando la integración de las antiguas colonias en el nuevo orden mundial se hizo apremiante. El déficit de éstas era notable, el Tercer Mundo tal como existía no era viable; faltaban infraestructuras, capital humano, tradiciones de participación colectivas, democráticas. Le llegó la ahora a la aceleración, entramos en la modernización como modelo de desarrollo. El progreso en el Tercer Mundo tomó el nombre de modernización36.
Mientras las élites de las antiguas colonias, más o menos, estuvieron convencidas de que el derrotero era el desarrollo, el afán “civilizador” tan ligado a la excepcionalidad y el imaginario de Europa no desapareció de forma total:
En Gran Bretaña y los Estados Unidos surgió un nuevo “mantra”: valores occidentales, instituciones occidentales, capital occidental, y tecnología occidental. Sólo a través de la occidentalización podían las antiguas colonias aspirar a labrarse un porvenir moderno. El economista político norteamericano Walt Rostow declaró que sólo un camino desembocaba en la modernización, camino que incluía cinco estadios tras pasar por los cuales las antiguas colonias podrían despegar alcanzando un crecimiento autosostenido como sociedades de consumo de masas. Hay “una tendencia en el proceso modernizador” concluyó el sociólogo Robert Bellah, que “lleva a producir una sociedad del estilo de la americana”37.
La misión civilizadora de Occidente cobraba nuevos aires y como el Ave Fénix resurgía de las cenizas de dos guerras mundiales. El discurso era locuaz y armónico, el Primer Mundo era rico, desarrollado, industrializado el tercer mundo por el contrario era pobre, feudal o cuasifeudal; el motor para el despegue tendría que provenir de afuera, se desarrollarían conforme al mundo libre occidental y no en la vía comunista. El “apoyo” a los sectores modernos vino desde luego del sector financiero que se solidificaba como lógica económica protagonista en el mundo de la globalización posbélica y postcolonial. El modelo se implementó como impacto en sociedades cuyo sector tradicional era mayoritario. Se generaron las famosas sociedades duales, que constituyen uno de los signos preocupantes para el actual estadio de la globalización.
Es importante repetir que son ambiguos los mensajes de esta era, a la bivalencia de la descolonización y de la modernización agreguemos el combate entre globalismos que enmarcará la Guerra Fría. La era 3 no ha hecho hegemónica la práctica de una cooperación global, la idea cosmopolita kantiana de una unión de Estados soberanos cooperantes siguió siendo un sueño en esta fase.
Al globalismo norteamericano se le va a enfrentar el globalismo soviético que fue un resultado del final de la Segunda Guerra Mundial. Con vistas a nuestra argumentación queremos simplemente señalar que la excepcionalidad occidental presentó en la Guerra Fría un capítulo integral, la ideología moderna no sólo se extendió y penetró en el planeta sino que su carácter mesiánico ideológicamente fue evidente, incuestionable. La modernidad como occidente, extendió al mundo su ideología38.
De 1989 a 1991 se produce el fin del combate entre los globalismos y la globalización en su tercera ola se transforma. Contrariamente al prejuicio de que el triunfo fue para el globalismo estadounidense, lo cierto es que ambos globalismos se vinieron a pique; la década de los 90 del siglo XX está caracterizada por el unilateralismo norteamericano y por la entronización de la sociedad de consumo que se ha consagrado al becerro de oro de la libertad de elegir según la agenda del consumo. Sólo quedó en pie el globalismo de las corporaciones trasnacionales39.
Las tensiones de las cuales no está exenta la globalización en su fase intensificada, pueden consignarse a título de problemas que se convierten en retos mayúsculos: la divisoria entre países pobres y países ricos o entre ciudadanos ricos y ciudadanos pobres; el multiculturalismo transido de los dilemas de igualdad-diferencia, integración-exclusión y el medio ambiente versus la razón productivista.
Estas tensiones, estos conflictos de la globalización, en lo que se refiere a poderes y condiciones desiguales es obviamente uno de los problemas más sensibles y que ha florecido en este período de intensa globalización. La contracción, la interrelacionabilidad, la compenetración geográfica e histórica que perfila al proceso de globalización y, a ello aunada la herencia imperial-expansiva (de los países del Norte) para los otrora llamados países del tercer mundo, configuran la globalización en uno de sus mayores riesgos. El Sur se ha acercado peligrosamente al Norte –en la globalización no existe el “afuera”–, la protección que tal vez en el pasado tuviera el Norte frente al Sur, dada la distancia espacio-temporal, ha disminuido, es imposible pensar que los problemas son de ellos cuando directamente nos están afectando se dice en los países “desarrollados”. El Sur no es una región extra comunidad global, también pertenece a la globalización. Sin embargo, el Sur se asimila con la “globalización mala”, mientras la expansión del Norte con la “globalización buena”. En este sentido, reaparece la ficción de la excepcionalidad del Norte, lo cual no destila solamente el odioso discurso xenófobo, sino que, y es lo más apremiante para nosotros, no da en el blanco de la caracterización del proceso globalizador, como unicidad: “la globalización buena está hecha con los mismos ladrillos que la globalización mala”40.
En este orden de ideas nos encontramos otra vez con la excepcionalidad europea u occidental. En efecto, punto de especial relevancia en la agenda mundial es la democracia, mencionemos sólo que Estados Unidos la quiere imponer a sangre y fuego en Irak. No ignoramos que este requisito democrático fue de carácter ambiguo y cínico en el caso de Bush para el Medio Oriente. La ambigüedad a la que nos referimos en este punto es a la de la ideología occidentalocéntrica practicada por el Primer Mundo y por sectores del Tercer Mundo. En líneas generales, se concibe que el mundo pobre es no democrático y muchas veces anti-democrático. De tal suerte que la inserción en el orden de la globalización requiere que sea desde Occidente promocionada-impuesta la democracia a estas latitudes. Ahora bien, extendida como en Giddens a través de la expansión del núcleo institucional, en una suerte de fin de Occidente, fin causado por el éxito de Occidente a nivel mundial41 o democracia impuesta a lo Bush-Blair. En este punto, no se puede ignorar, ni siquiera a titulo de ingenuidad, que la agenda mundial que incluye la democracia, tiene en gran medida como móvil, asuntos de conveniencia, estratégicos y coyunturales específicos.
Así las cosas, el genuino punto de interés tiene que ver con el mantenimiento de una sofisticada opinión sobre las democracias como regalo de Occidente al mundo. Occidente la cultivó con esmero desde que naciera y tuviera su sublime cuna en la Grecia Antigua, en la Atenas de Pericles. El orden pertinaz del postcolonialismo todavía “blanquea” la historia para señalar a Europa y, hoy día, a su hijo dilecto los Estados Unidos como los proveedores de sentido. Es de aclarar que alimentan esta idea europeos y extra- europeos, occidentales y no-occidentales.
Hay que escribir
otra historia sobre la trayectoria de la democracia. No es por la peculiaridad
histórico-cultural que la democracia es una exigencia contemporánea.
Si se tratará de hablar de excepcionalidad a este respecto cabría
mencionar que Gran Bretaña fue un imperio brutal y dictatorial, que
Estados Unidos estuvo como protagonista de la Segunda Guerra Mundial y de
la Guerra Fría a título de defensor del mundo libre y democrático
contra los totalitarismos mientras practicaba un cruel y odioso racismo al
interior de su propio país:
(...) la democracia ni figuraba en la mente de la mayoría de los políticos del siglo XX. El colapso de las monarquías autoritarias de Europa abrió una clara oportunidad de democratizar las sociedades a partir de 1918. Pero los líderes políticos europeos se sentían tan incómodos con la democracia en los años veinte y en los treinta como en el siglo XIX. Antepusieron pues la cohesión étnica y acusaron al socialismo de traer consigo la inestabilidad, la corrupción y el atraso. Declararon la democracia una imposición extranjera producto de la guerra y se sintieron más cómodos con el dinamismo y la fuerza que ofrecía el fascismo y su remozado tradicionalismo. Parafraseando la observación de Suu Kyi mucho tiempo después, los dirigentes políticos y económicos temían perder el control a favor de fuerzas que no se adecuaban a las normas culturales autóctonas tal y como éstas eran percibidas. Incluso Churchill felicitó a Mussolini por salvar a Italia de un sistema de gobierno para el que en su opinión el país no estaba bien preparado. No es de extrañar que en dos décadas el desempleo y la depresión hubieran convertido a la mayoría de las trece repúblicas de Europa posterior a la Primera Guerra Mundial en dictaduras42.
Por tanto, no es la singularidad de Europa, una especie de sustancia propia la que es democrática43, ella es un subproducto, al igual que la industrialización, del proceso más general e interconectado de la globalización44. Las sociedades basadas en el comercio y en la industria, es decir, las sociedades interrelacionadas son producidas por y productoras de democracia, requieren de una ampliación social del poder y la titularidad de recursos que no demanda en primera instancia las sociedades de conquista. La idea es que la conectividad compleja va generando o requiriendo un poder social distribuido y redistribuido en todo el cuerpo social. Desde luego la democracia como subproducto de la globalización no escapa a las tensiones y ambigüedades propias que hemos constatado. La historia nos enseña que prima el crecimiento económico cuando entra en contradicción con la democracia y, no obstante esto, no podemos entender que la globalización es antitética de la democracia.
Quizá debamos volver al punto: las fuerzas convergentes, sincronizadas y mutuamente emuladas de la globalización han producido la democracia y no un telos occidental intrínseco que como imperialismo civilizador o dádiva generosa ha sido otorgada al resto del mundo:
Considerar la modernidad como occidentalización es negar a la humanidad su herencia común; es aceptar la apropiación por parte de Occidente de toda una serie de creaciones intelectuales compartidas. La ciencia occidental, la tecnología y el liberalismo, argumenta Amartya Sen, surgieron a raíz de distintos impulsos y esfuerzos realizados en distintas partes del mundo. Considerarlos algo occidental porque Occidente tuvo influencia sobre su desarrollo posterior minimiza la contribución de otros. Y fomenta también la sensación de una falta de poder o inferioridad que difícilmente puede conducir al desarrollo. Más aún, da alas a la idea de que la globalización y sus subproductos encuentran su origen y son dirigidos por Occidente45.
Definitivamente, el campo de fuerzas en juego en el proceso de la globalización nos ha mostrado el camino para relativizar y replantear no sólo el papel de Europa sino la caracterización de ella misma. Corresponde de modo especial a la tercera ola de la dinámica histórica global, y como una de sus peculiaridades, la disolución de la idea o el imaginario de la excepcionalidad europea. Qué duda cabe que tanto la metafísica de Europa como esencia transhistórica como la concepción eurocéntrica del sentido se han desvanecido; la globalización ha logrado desocultarse o emerger como modernidad global.
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