Continuidad y discontinuidad. Algunas implicaciones filosóficas del tiempo a partir de la estética musical de Carl Dahlhaus
Recibido:
2009 - 11 - 16
Aprobado: 2009 - 11 - 30
Yolanda Espiña
Doctora en Filosofía. Profesora de Estética y Teoría de las Artes. Escola das Artes / CITAR. Universidade Católica Portuguesa, Oporto, Portugal (yespina@porto.ucp.pt).
Resumen:
Partiendo de algunos puntos clave del concepto de estética musical en Carl Dahlhaus, este ensayo cuestiona algunas de las implicaciones filosóficas de la reflexión sobre las dialécticas inherentes a la condición dual de la música, en el contexto de una consideración sobre el tiempo.
Palabras clave: Estética musical, ritmo, Dahlhaus, tiempo, acontecimiento, Hegel, Nietzsche
Abstract:
Based on several key points in the concept of the esthetics of music as described in Carl Dahlhaus’s work, this paper questions some of the philosophical implications of thoughts on the dialectics inherent in the dual condition of music, in the context of a reflection on time.
Key Words: Esthetics of music, Dahlhaus, time, event, Hegel, Neitzsche.
Résumé:
En partant de certains points-clés du concept de l’esthétique musicale chez Carl Dahlhaus, cet essai remet en question plusieurs des implications philosophiques de la réflexion sur les dialectiques inhérentes à la condition duale de la musique, dans le contexte d’une considération sur le temps.
Mots clés: esthétique musicale, rythme, Dahlhaus, temps, événement, Hegel, Nietzsche.
1.
La extensa obra del musicólogo Carl Dahlhaus (1928-1989) muestra en
el tiempo una creciente recepción, producto de su profundidad y transversalidad
en el modo de abordar el fenómeno musical en su conjunto, y su capacidad
para verificar, desde una amplitud disciplinar nítidamente extraordinaria,
la amplitud de la problemática para un abordaje teórico adecuado
de ese objeto que llamamos música. La música, disciplina de
bordes poco nítidos, adquiere en los análisis de mil ángulos
de Carl Dahlhaus el peso de una trascendencia que consigue reunir todos los
elementos dispares del ser del hombre que en ella comparecen. El objetivo
de este ensayo es mostrar cómo desde algunas de las perspectivas abiertas
por Dahlhaus se atisban problemáticas fundacionales del pensamiento,
siendo mi intención no tanto resolverlas como mostrarlas, a partir
de un arte tan aparentemente inasible en su forma y en su contenido. Porque,
en efecto, la música, “el arte del tiempo por excelencia”,
como hace recordar el propio Dahlhaus en palabras de Gisèle Brelet1,
se constituye como una dualidad cuyo ser consiste en un ser y no-ser, un ser
que en su propia existencia convoca en forma de metáfora la propia
condición humana, y lo hace, sobre todo, bajo un aspecto que vamos
a comprobar ha sido determinante en la consideración multidimensional
del fenómeno musical a lo largo de la historia de su desenvolvimiento.
Este aspecto es, en primer lugar, el aspecto que en general podemos denominar
de relación, y en segundo lugar, lo que la relación implica,
entonces, en términos de consideración de la noción de
Como bellamente decía George Steiner, “sólo el arte puede
hacernos accesible la alteridad inhumana de la materia”2.
Y en toda relación acontece, de alguna manera, una apropiación
y una extrañeza. En la música, en cuanto arte, su condición
material adquiere ya de inicio un carácter dialéctico, que ecuaciona
la relación entre la exterioridad de la emisión del sonido y
la interioridad de su recepción, una recepción que sólo
puede definirse en los términos de una construcción, traspasando
la frontera de la corporeidad en el sentido de constituir un acontecimiento
material que tiene lugar (casi literalmente) por medio de o a través
de la existencia del sujeto, e interrogando la legitimidad misma de una idea
de metáfora que, en este caso, y más que nunca, apela a la condición
originaria de toda metáfora: tener un suelo sobre el cual posarse.
El título de este ensayo alude ya significativamente a esta dualidad
inherente a la música, dualidad que puede aparecer determinada en varias
figuras diferentes, pero que definida ya desde el punto de vista de la continuidad/discontinuidad,
va intentar conferir una unidad interna a un pensamiento como el de Dahlhaus,
cuya eventual extensividad tendría entonces que ver más con
la pluralidad de dimensiones y diversidad de aspectos que trata en el abordaje
del fenómeno musical (y que exigen, incluso, lenguajes diferentes)
de lo que con una dispersión de fondo; y que sólo desde un hilo
conductor más o menos consciente de esa condición dual de la
música conseguiría recobrar esa unidad desde la multiplicidad
de sus facetas. Voy a intentar, de este modo, desvelar ese hilo invisible
bajo la forma de los diversos contornos de unos límites permanentemente
mantenidos entre diversos elementos de esas manifestaciones duales. Veremos,
con esto, que de modo natural surgen dos (por lo menos) dimensiones de alcance
dialéctico, que nos van a dar también el marco adecuado para
encuadrar la noción de estética musical en Carl Dahlhaus en
la extensión y profundidad que él mismo sugiere (aunque ni siempre
de forma explícita). Y para ello voy a centrarme en dos puntos concretos
que apuntan a la importancia de la perspectiva continuidad/
discontinuidad. El primer punto tendrá que ver con el aspecto teórico-contextual
de la música en relación a su desenvolvimiento histórico,
que muestra ya una de las perspectivas que califican la propuesta de estética
musical de Dahlhaus, precisamente bajo la clave hermenéutica propuesta
en este ensayo, esto es, continuidad/ discontinuidad. El segundo punto, y
a partir del primero, abordará de un modo inmanente al propio fenómeno
musical la mencionada dialéctica (continuidad/ discontinuidad). Ambas
perspectivas deberán confluir en la formulación del punto de
intersección entre relación y alteridad, que presenta en la
úsica un máximo nivel de abstracción.
2.
En una declaración que él mismo remite al ser y existencia de
una estética musical, Dahlhaus afirma: “Mas gratificante que
la búsqueda de formas previas (de lo moderno) es la reflexión
sobre los puntos de partida y los desenvolvimiento interrumpidos, que fueron
dejados de lado por la historia que conduce hasta nosotros. Y descubrir en
lo olvidado lo que podría ser útil al presente, aun mediatizado
de este modo, no es el peor de los motivos que un historiador puede tener.”3 Pero no nos podemos llamar a engaño: la razón por la cual es
factible hacer esto es, precisamente, porque no se trata de descubrir la actualidad
del pasado configurado como prehistoria del presente. En efecto, y como Dahlhaus
afirma otra vez, “si, por un lado, la conciencia histórica es
rememoración del proceso de lo que promanó lo existente, el
pasado, por otro lado, nos atañe más cuando nos es extraño
que cuando se nos asemeja”4.
Aquí aparece ya una primera formulación de la dialéctica
entre continuidad y discontinuidad (o entre historia y sistema). La conciencia
histórica se asume (en su función de ser conciencia de sí)
como proceso, y por tanto, como la constatación de la facticidad de
una continuidad. Pero la continuidad, en tanto que originada, es asumida como
pasado, un pasado tanto más originario cuanto más provoca en
nosotros la extrañeza: una extrañeza primordial que se asume
como discontinuidad. El término alemán utilizado por Dahlhaus
para lo que se traduce como “rememoración” es, de hecho,
“Erinnerung”, un término que, conscientemente o no para
Dahlhaus –aunque apoyándonos en su propia convicción de
que no por no evidentes dejan de estar presentes ciertos valores en el juicio
sobre la realidad- implica (en cuanto rememoración) un acto de la conciencia
sobre si misma que apela a una interiorización (Er-Innerung).
Aparece aquí entonces, en primer lugar, la idea de una “historicidad
inherente” a la producción musical que, en su continuidad, remite
a la constatación de su desenvolvimiento. Un desenvolvimiento que puede
ser analizado en su evolución, pero teniendo también siempre
en cuenta que los motores de su movimiento no siempre obedecen a supuestas
“leyes” internas a la forma o al estilo, sino, por el contrario,
aparecen y se destacan como la interacción con las circunstancias históricas,
teóricas y prácticas que impulsan y acompañan todo acto
artístico. Pero aparece aquí también la figura de una
quiebra, de una figura en el presente surgiendo del pasado, que irrumpe bajo
la forma de lo irresoluble. Lo irresoluble como aquello que “se cierne”
sobre la historicidad, cualificando la temporalidad de la historia con la
reaparición siempre nueva de problemas antiguos y principiales. Y es
aquí donde Dahlhaus habla de la necesidad de una vuelta a la reflexión
sobre los “puntos de partida” y los “desenvolvimientos interrumpidos”.
Y es aquí donde, en esa extrañeza, se conjura la amenaza de
una historicidad entendido sólo como sistema, y por tanto, de alguna
manera, determinista. En efecto, la quiebra íntima del sistema es,
al mismo tiempo, la supervivencia de la historia: porque el problema antiguo
aparece siempre de nuevo en la medida en que nunca puede ser totalmente resuelto.
En la continuidad del acontecer histórico surge la discontinuidad que
alimenta la novedad de lo nuevo. La gran cuestión es el origen, claro
(y a él volveremos más adelante).
Es en el capítulo final de su Estética musical donde Dahlhaus presenta de un modo incisivo la música como un fenómeno de relaciones in actu: entre si misma y aquello que normalmente se adscribe a algo “exterior” a la propia música pero mediante, precisamente, lo que la propia música es, y de aquí se deduce la pertenencia de la teoría y la práctica a la esencia misma de la música: “Una práctica musical que juzga poder renunciar a la teoría y la crítica se asemeja a la intuición que, según la expresión de Kant, es ciega en la medida en que le falte el concepto”5. Aquí Dahlhaus reivindica el carácter de fenómeno, de Erscheinung (en términos propiamente kantianos), ligado a la música en cuanto objeto, forma que aparece, pero que reivindica una justificación - aparece aquí fuertemente la idea de transitividad-, más allá, por tanto, de su constitución material, ligada al sonido (a su producción y a su audición). Esto convoca inmediatamente la cuestión del propio ser o de la propia definición de lo que es la música. Porque el fenómeno (en ese sentido kantiano que inequívocamente utiliza Dahlhaus) implica inmediatamente la presencia del concepto (Begriff). Pero el concepto lo es porque es el eje de relación entre el ser y el conocimiento, mediado por la sensibilidad. Por lo tanto, y en general, todo fenómeno tiene en sí un carácter intrínsecamente teorético, lo que es particularmente específico del caso del arte, dado el tipo de proceso necesario para que un fenómeno sea constituido como un fenómeno artístico. En efecto, este tipo de objetos o fenómenos que son las producciones artísticas en general convidan a un ejercicio muy específico de la razón que, como muy bien describe Paul Ricoeur cuando habla del juicio estético o juicio de gusto kantiano, al afirmar que con el proyecto o la proyección (la direccionalidad hacia el concepto que debe ser encontrado) de la representación desaparece lo que quedaba de juicio determinante de la obra de arte, y queda, desnudo, el juicio reflexivo, con lo cual se expresa una singularidad en búsqueda de su normatividad, que sólo se puede encontrar en su capacidad de comunicar indefinidamente a otros. Es desde ahí que podemos justificar en Dahlhaus ya de modo inmediato la relación entre teoría y práctica, siendo la práctica el propio fenómeno musical in actu y la teoría todo el sistema envuelto en su determinación como algo artístico. Podemos integrar, de este modo, la necesidad de Dahlhaus de unir teoría y crítica, siendo esta última el enlace para gestionar la discontinuidad entre teoría y práctica (esto es: entre el fenómeno desde el concepto, y el fenómeno desde su actualidad fáctica).
3.
La cuestión que Dahlhaus coloca aquí implícitamente es
la dialéctica–principial en todo abordaje del fenómeno
musical- entre forma y contenido en la música, cuestión que
en él alcanza un punto culminante en la consideración, como
es obvio, de la música pura, de la música instrumental o absoluta,
y muy explícitamente en sus páginas sobre Hanslick y la polémica
en torno al formalismo. Volvemos ya a esa discusión, pero antes es
preciso subrayar que la problemática de la relación entre forma
y contenido es una de las grandes cuestiones propias de toda estética
–general o particular-, pero que alcanzó en la música
una dimensión adecuada a los problemas que la propia música
suscita en términos de forma y materialidad. Una cuestión que
cruza, de hecho, toda la historia de la música. La reflexión
sobre la música implica siempre una consideración dialéctica
relativa a un cierto orden de los sonidos que se extiende en el tiempo. Esta
dialéctica entre orden y tiempo (la principial, en la música)
aparece porque el orden sugiere una noción estructural, pero que sólo
es captada en su desenvolvimiento temporal, siendo esta captación,
por otra parte, un acontecimiento del sujeto, al cual constituye como una
interioridad. Esta primeria dialéctica esconde todavía otra,
la existente entre estructura y emoción, queriendo significar con “emoción”
los movimientos de la propia interioridad, cuya dinámica es no discursiva:
una dinámica específica, que constituye lo que voy a llamar
expresivo, dentro del desenvolvimiento sólo aparentemente formal del
proceso musical. Lo que nos lleva, a su vez, a otra perspectiva de la misma
cuestión: que el proceso musical no representa ningún orden,
si no conferimos algún tipo de sentido a este proceso. Las diferentes
ideas en torno a esta noción del sentido que da sentido al proceso
(inevitable aquí la redundancia) revierten, precisamente, en la idea
de forma musical. Y en este captar la estructura de la sucesión musical
surge la pregunta: cuál es el contenido de esta forma?, dando origen
a las grandes corrientes que, desde la Antigüedad, se preguntaban en
qué residía el extraño gran poder de la música.
Y todo esto nos muestra que la música, por su particular condición,
manifiesta en esta serie de dialécticas (hay más, pero no es
ahora el momento de abordarlas todas) los diferentes aspectos de una misma
dualidad inherente esencial. Y el análisis de estas dialécticas
sólo corrobora, por otra parte, la extrañeza de la propia música
en relación al lenguaje discursivo, aunque confirma, por otro lado,
la especificidad de su carácter racional.
Todo esto no niega, sin embargo, que si existe algún arte en el cual
su materia se presenta inmediatamente humanizada es en la música (y
en la danza, probablemente tan unidas en sus inicios). En efecto, y como ya
señalaba Adolfo Salazar, la música nace cuando el hombre se
descubre a sí mismo como un instrumento musical6 (y
ligado, probablemente, entonces, a su propio cuerpo). Se percibe aquí
bien la pertenencia del hecho musical al sustrato antropológico del
hombre y a su capacidad de expresarse y de interpretar al mundo. El fenómeno
musical iba unido desde sus inicios a las funciones más significativas
de la vida individual y social, incluidas las rituales. Esto confirma la atribución
a la música, desde los inicios de la civilización, de un poder
expresivo propio, que la hacía particularmente apte para expresar los
vínculos mas ligados a la propia humanidad del hombre, también
con aquello que sentía que le transcendía. Este poder expresivo
tenía que ver, sin duda, con la capacidad de la música para
articular la interioridad, ligada a esa su naturaleza dual que liga lo racional
a lo emotivo… o lo separa! En este sentido, tenemos que recordar la
dicotomía expresada, por ejemplo –y no por casualidad–
en la concepción platónica de la música, una concepción
desgarrada, ligada por una parte al orden (en armonía con el cosmos
exterior y el alma interior, ligada a la estructuración racional de
la interioridad, de ahí la importancia de la teoría del ethos
musical y del aspecto formativo de la música para el desenvolvimiento
del carácter). Pero, por otra parte, ligada también al éxtasis,
al arrebatamiento, a la salida de si mismo, a la pérdida de la identidad,
una amenaza para el orden del cosmos, para el orden moral y el orden social
(de ahí las estrictas leyes impuestas a la música en la república
platónica7). Ahora bien, este aspecto arrebatador
de la música (unido sobre todo a expresiones rítmicas extremas
y a cierto tipo de instrumentos) significaba también la posibilidad
de acceso a lo sobrenatural, por medio de ese estado arrebatado. De este modo,
la condición para ser literalmente poseído por la divinidad
(lo que implicaba ya, por cierto, la consideración de la música
como algo más que mera techné, con todo lo que eso implica)
era la pérdida de la individualidad. El aspecto expresivo de la música,
por tanto, considerado puramente en sí, conducía ya a lo a-racional
o supra-racional, y fue esto lo que muchos siglos más tarde retomaron
(particularmente) los primeros románticos, como vía de acceso
a aquello vedado por un pensamiento marcado por la progresiva identidad entre
ser y pensar (y cuyo paradigmático ejemplo sería el pensamiento
hegeliano). Ahí surgió también claramente la cuestión
(ya más específica) sobre la superioridad (o no) de la música
instrumental sobre la vocal (por razones musicales y por razones extramusicales),
y su reconversión en el concepto de música absoluta.
En este contexto surge la polémica del formalismo suscitada por Hanslick, aprovechando el aspecto mas científico de esta mirada sobre la música, y coloca la cuestión sobre el ser de la música en los términos propios de fenómeno. Dahlhaus percibe la intención de Hanslick y recoloca la polémica, situando la cuestión de lo “específicamente musical” en el contexto de la permanente dialéctica entre forma y contenido, y defendiendo que “Hanslick afirma no solamente que la forma es expresión, forma de manifestación del espíritu, sino también que ella misma es espíritu. En su estética, “forma” es algo análogo a la “idea musical”; y Hanslick define el término “Idea”, referido a Vischer e, indirectamente, a Hegel, como el concepto presente, de modo puro y sin imperfección, en su realidad”8. La empatía de Dahlhaus por esta perspectiva es, pienso, evidente, aunque no voy a desenvolverla aquí, pero evidente es también que es preciso añadir a la iniciativa de Hanslick una perspectiva histórica, con todo el juego de discontinuidades que eso significa9.
4.
Aquí comparecen ya, sin embargo, cuestiones mucho más fundamentales, que no hacen sino confirmar la potencialidad del estudio de lo “específicamente musical”, por una parte, y la potencia intuitiva de Dahlhaus para detectar y circunscribir en la música el alcance general de la práctica en la teoría, por otra.
En
las páginas finales de su libro La idea de la música absoluta,
y en relación a lo que pueda significar realmente la forma en el contexto
de la polémica formalista en torno a Hanslick y el concepto de música
“absoluta”, Dahlhaus refiere una frase de Nietzsche, en la cual
éste afirma: “Se es artista al precio de sentir como contenido,
como la cosa misma, aquello que los no artistas llaman forma”10.
Y compara esta famosa cita con la expresión de Hanslick que adscribe
a las formas sonoras en movimiento el único contenido de la música,
subrayando que así se instaura una idea clave para la estética
de la “modernidad” del siglo XIX, la de que “en arte, la
forma, en vez de ser mera forma aparente de un pensamiento, es ella misma
pensamiento”11. La música absoluta sólo
podía justificar su existencia (Dasein, es la expresión de Dahlhaus)
estética como forma, por eso necesitaba cualificar la noción
misma de forma. Y es aquí donde Dahlhaus refiere aún que Nietzsche
revistió de forma enfática la “sobria doctrina”
de Hanslick. Ahora bien, la forma reclama ahora (no Hanslick, que se quedó
en la mera “espiritualización” de la forma) la producción
del contenido. El revestimiento alcanzó, de hecho, la posibilidad de
hacer la inversión, extendiendo la inteligibilidad de la forma hasta
el dominio poético (curiosamente) y Dahlhaus destaca que “lo
que parece ser el resultado, la “forma”, es el origen de la poesía;
lo que parece su origen, el sentido, es el resultado”12-
Señala todavía Dahlhaus que la resonancia nietzscheana de esta
derivación, junto con otras correspondencias, muestra claramente algo
más profundo, y es que “la tendencia (sea de la música,
o de la poesía) a retraerse a las formas puras se mezcla con una exigencia
metafísica en la cual el arte ocupa claramente el lugar de la religión,
algo más peculiar y sorprendente de lo que la mera transparencia de
un teorema estético de un campo para otro”13.
Porque, como afirma Nietzsche, “sólo como fenómeno estético
puede ser justificada la existencia (Dasein) en el mundo”14.
Vamos a profundizar en el significado sugerido en toda esta problemática.
No podemos olvidar el hecho de que, independientemente de la legitimidad de
la interpretación “puramente musical” de la esencia de
la música, ésta comenzó a ser comprendida y actualizada
en el contexto de su profunda relación con la palabra. De hecho, la
historia nos muestra que música y palabra fueron prácticamente
indisolubles durante largos siglos. En la música occidental, esto tiene
que ver fundamentalmente con su desenvolvimiento en el ámbito de su
función al servicio de la religión. Por eso la mencionada dialéctica
entre forma y contenido, en lo que a la música respecta, se centró
en múltiples ocasiones en el aspecto conceptual del contenido, lo que
acababa por significar, en su vínculo profundo con un texto. Y es un
hecho que este vínculo con la palabra estaba ya en el origen de los
análisis de los teóricos griegos de la Antigüedad: muy
particularmente, en sus análisis sobre el melos (palabra que da origen
a “melodía”; pero no inmediatamente identificable con el
concepto actual). Ahora bien, si observamos con atención, sucede que
el melos tenía en sí ya una complejidad triádica, en
la cual se distinguían el logos, la armonía y el ritmo15,
conjunto de poesía y música, pero de hecho el logos se analizaba
ya separadamente. El análisis del melos implicaba ya, por tanto, una
“abstracción” de la armonía y del ritmo. Esto es,
la distinción contenida en el melos implicaba ya una consideración
aislada del aspecto específicamente musical de la propia palabra, que
se justifica siempre en el caso de la existencia de un logos (texto poético)
dinamizado por un melos, y al mismo tiempo da ya las condiciones para una
autonomía de lo específicamente musical (como lo llamaría
Hanslick, pero presente, como vemos, en germen desde la Antigüedad16).
Aunque también es un hecho que aquí surge la reflexión
sobre otra dialéctica de la música, que aparece dentro de la
discusión forma/contenido: la confrontación entre música
vocal y música instrumental (previa a la cuestión, casi extramusical,
de la música absoluta). Porque si bien es cierto que la música
comenzó a ser históricamente considerada desde el punto de vista
de su unión con la palabra, es igualmente histórica la progresiva
autonomización de la música instrumental, que ha facilitado
e propiciado también la comprensión de lo que es “específicamente
musical”.
5.
En efecto, desde el punto de vista de su desenvolvimiento observamos que la música occidental estuvo muy vinculada al servicio de la Iglesia hasta una Edad Media tardía. Las influencias griegas y de los cantos de las sinagogas judías habían ayudado a configurar la música en la primitiva iglesia cristiana, muy directamente asociada al canto, y por tanto, al texto, a la palabra (sin olvidar tampoco la dimensión antropológica que el canto en si mismo presenta, centrada en su carácter expresivo). En este proceso se va configurando el canto gregoriano, que a su vez da origen a la posterior trayectoria de la música europea, esto es, básicamente occidental. El canto gregoriano, que reutiliza los modos griegos, se expresa monódicamente (con una sola voz), y su acentuación tiene como base el acento prosódico del texto litúrgico. Ya hacia el final de la Edad Media comienza a desarrollarse la música profana, música desligada del servicio divino, entrando simultáneamente ciertos elementos populares en la música destinada a la liturgia o fines del culto divino, todo ello ligado también a su propio desenvolvimiento como arte y como ciencia. Sin duda, la música instrumental había acompañado siempre la música vocal, pero fue ganando su lugar propio como acompañamiento en la danza, o para acompañar las representaciones teatrales. Frente a la monodia del gregoriano y formas de él derivadas, con el ars nova se inaugura la polifonía, que es la simultaneidad sonora de varios cantos unidos entre si por la consonancia armónica17. Y aunque la polifonía mantiene una vertiente eclesiástica (hasta llegar a Palestrina, o Vitoria, de entre los grandes polifonistas de los siglos XVI y XVII, en el espíritu de la Contrarreforma), se manifiesta ya otra vertiente claramente profana (como, por ejemplo, el madrigal).
Por
otra parte, la Reforma de Lutero y la traducción de la Biblia al alemán
y otras lenguas vernáculas propician un movimiento interiorizante en
el seno de las iglesias, apoyado en el canto y en la música. En efecto,
la Reforma había subrayado el aspecto interior y más subjetivo
de la experiencia religiosa, y la música era el medio adecuado para
la expresión de una interioridad en relación con una Palabra
(la Palabra de Dios) objetiva, por tanto. Porque la presencia de la música
es ahí una necesidad, ligada a un concepto de la religión cada
vez más intrínsecamente unido al aspecto íntimo de la
experiencia religiosa, y sustentado, por otro lado, en una dependencia fundamental
de la Palabra, del texto, de la Biblia. Por eso existe una tendencia a la
incidencia en lo subjetivo capaz de ser expresado por la música –que
es, en realidad, la fuerza expresiva del melos en sí misma– en
la base para el inicio de un proceso en el cual (según el análisis
del teólogo protestante Karl Barth) a partir del siglo XVII el canto
de la iglesia (protestante) para de ser “himno” a ser “autoconfesión”18.
Apela Barth a la tendencia a la pérdida de la ligazón entre
texto y música (entre logos y melos) para caer en un (excesivo) sentimentalismo
que hace que la música originariamente litúrgica sigue una dirección
irracional, angustiada y absolutamente subjetivizada de la expresión
religiosa.
Todo esto no es independiente del hecho de que, a partir de la Ilustración,
se comienza a configurar la idea del arte ligado al sentimiento estético
como experiencia de lo infinito. La idea ilustrada de una religión
universal (que sería el “auténtico cristianismo”)
va ligada a la correspondiente búsqueda de un lenguaje absolutamente
supraconceptual, cuya expresión adecuada sería sin duda la música,
ese arte de la interioridad ligado a la espontaneidad de la naturaleza al
lenguaje originario (aquí escuchamos las resonancias de Rousseau!).
Lo que aquí adviene es la idea de la superioridad de la música
instrumental sobre la vocal (paso previa para la idea de la música
absoluta). El paso siguiente necesario es entonces, en efecto, la idea romántica
de una religión del arte. Así, la música religiosa y
la religión de la música y del arte aparecen como el problema
propiamente romántico del siglo XIX. En este ambiente existe también
una recuperación por las obras de carácter sacro del pasado
(Palestrina y Bach, sobre todo). E.T.A. Hoffmann declara a Palestrina exponente
del arte religioso del pasado, y proclama a Beethoven el detentor del arte
plenamente cristiano, pero siendo ya su expresión música pura,
instrumental, expresión del “arte misterioso de los nuevos tiempos,
que visan la espiritualización interior”19.
Hoffmann afirma aquí la pérdida de lo que él llama la
“substancia cristiana”, ya irrealizable según él,
por lo menos al modo de Palestrina (y su estricta sujeción al logos
en las composiciones religiosas). Con Beethoven, sin embargo, se abriría
la puerta a la pretensión de una experiencia de lo inefable (liberada
ya la religión del texto), lo que se muestra en la esencia, según
Hoffmann, de las sinfonías de Beethoven, en las cuales se manifiesta
el desarrollo de una Cristiandad firmemente perfilada que se transforma, “gracias
al espíritu impulsor del mundo”, en presentimiento de las “maravillas
del reino longincuo”20. Curioso es observar también
que cuando Hoffmann habla de Beethoven como exponente máximo de esta
religión del arte, no se refiere a su Missa solemnis, que él
analiza pero considera poco religiosa21. Esta absolutización
de la música, sin embargo (y en la medida de esa relación explícita
que teóricos y compositores desenvuelven en torno a ese aspecto suprasensible,
sobrenatural, si queremos), dificulta la percepción genuina de una
experiencia intrínsecamente religiosa, precisamente por la difuminación
del aspecto necesario de alteridad: esto es, la difuminación de la
relación de precedencia, bajo la forma de la discontinuidad, necesaria
para que acontezca el fenómeno primordial de lo religioso22.
Lo que de hecho sucede aquí es que se produce una vuelta a ese aspecto
de la consideración dual de la música que incidía en
lo entusiástico, en el éxtasis, en la música como una
pérdida de la individualidad, para llegar a un estado de apertura para
aquello más allá del logos. Recordamos las reticencias de Platón
ante ciertos modos musicales, que llegó a prohibir en su república.
No es una casualidad esta referencia a Platón ahora, porque estamos
ya en condiciones de percibir las profundas implicaciones de la relación
establecida por Dahlhaus con Nietzsche en el contexto de las implicaciones
de la definición de música en base a su dialéctica interna
forma/contenido. Porque no se puede desligar este aspecto de absolutización
de la música (en su aspecto más a-racional, mas a-discursivo)
con el desenvolvimiento de la crítica al propio logos que comenzó
en el siglo XIX –sobre todo, como una fuerte reacción al logocentrismo
de Hegel– y que tuvo un exponente referencial, en efecto, en la figura
de Nietzsche.
Por eso no resulta sorprendente que Nietzsche, incluso aunque reconoce que
la música surge en cada pueblo unida a su lírica (a la palabra,
por tanto) –lo que significa reconocer que la música instrumental
es históricamente posterior– afirma, sin embargo, que la música
(pura) es lo (metafísicamente) originario23: “El
origen de la música está más allá de toda individuación,
afirmación que se explica a si misma conforme a nuestra definición
de lo dionisíaco”. En ese sentido, la “lírica primitiva
de los pueblos” es “una imitación de la naturaleza en su
función artístico-creadora”. No es el momento de profundizar
más en esta cuestión, pero queda aquí expresa la posición
sobre el fundamento de la realidad en lo negativo. Recordemos a este respecto
que Nietzsche hace estas afirmaciones en el contexto de su crítica
radical al concepto de verdad, y por tanto, al logos. La crítica al
logos, por otra parte, hace reivindicar a Nietzsche la posición de
la naturaleza, profundamente en contra de la reconversión de la naturaleza
en espíritu realizada por Hegel: la recuperación de lo inmediato
(siendo la naturaleza en Hegel, precisamente, lo todavía no mediado).
En fin, ambos, Hegel y Nietzsche, tienen un gran problema con la noción
de alteridad, aunque por razones contrarias. En efecto, y volviendo a los
términos del argumento de este ensayo, Hegel significaría la
pura continuidad, mientras que Nietzsche representaría la pura discontinuidad.
Ambas – cuando aparecen en estado puro– cuestionan la existencia
misma de la alteridad. Ahora bien, este análisis parece ofrecer una
clave interpretativa en la propia noción de forma.
6.
Y para pensar la noción de forma (y forma pura, y en su abstracción, parece ser la música) vamos a intentar un análisis desde el lugar en que continuidad y discontinuidad confluyen: el punto. Volvemos con ello a lo que la lectura de Dahlhaus nos sugiere. En primer lugar, forma y objeto no son inmediatamente identificables (una afirmación instrumental). Una noción de forma basada en el abordaje del punto puede dar razón de la afirmación de Dahlhaus de que “el principio de la interpretación inmanente es en si dialéctico. Representa la consecuencia extrema del método histórico y, al mismo tiempo, su inversión en lo contrario”24. La perspectiva inmanente implica la consideración del fenómeno de la forma específica como unidad. Unidad es en sí misma una discontinuidad, ligada a su ser acontecimiento (ahí, el acontecimiento no es mero evento: es obra, en su acontecer). Al mismo tiempo, su ser unidad incluye el factor cultural; porque es unidad en la medida en que es percibida como tal. Esa unidad que la caracteriza establece ella misma un puente entre la naturaleza y la cultura.
Si
nos situamos en el punto, esto es, en el instante (desde el punto de vista
de la música, que es en el tiempo), encontramos entonces una problemática
sorprendente, la problemática del ritmo. Dice Dahlhaus: “Aparentemente,
las dificultades con que se depara la tentativa de una descripción
y análisis del espacio sonoro y del movimiento musical –dificultades
que a veces parecen laberínticas– sólo se pueden superar
partiendo de la hipótesis de que, en el complejo de impresiones espaciales
y del movimiento, el ritmo –y no la melodía (…)–
representa el momento primario”25, siendo el ritmo
“el momento fundante integrador de la impresión musical del movimiento”26.
Ahora bien, este es equivalente a un “temps dureé” consolidado
en “temps espace” bergsoniano: una horizontalidad, por tanto,
que implicaría el tiempo como dimensión primaria del espacio
sonoro (forma, en sentido amplio), siendo la dimensión vertical, “secundaria”27.
En este sentido, Dahlhaus apuntaría a una idea de la primacía
del ritmo, si aplicamos a la idea de la música la primacía de
las relaciones entre los sonidos: alturas y duraciones. Sin embargo, desde
el punto sonoro, el ritmo es concebible, mucho más, como el lugar donde
confluyen una verticalidad (intensiva) y una horizontalidad (extensiva). La
horizontalidad marca la idea de secuencia (y por tanto, de movimiento, que
no es idéntico con sucesión!). La verticalidad marca las posibilidades
multidimensionales del sonido, en un sentido semejante –por ejemplo–
al de Kandinsky, cuando hablaba del punto (gráfico) como posibilidad
pura (antes de la línea)28.
El ritmo en general es la posibilidad de inteligibilidad de un movimiento
horizontal cualificado en si mismo, puntualmente, en cada momento de sucesión.
Vuelvo a Dahlhaus, que en su caracterización del ritmo, habla del ritmo
dentro de un sistema de rítmica de compases –ritmo regular, por
tanto– y le atribuye tres características: duración, acentuación
y carácter de los tiempos. Cabe aquí entonces la soberanía
del ritmo, si se considera más el carácter relacional de las
distancias entre los sonidos de lo que las alturas en si mismas. Prima entonces
el aspecto relacional, y Dahlhaus elabora en este contexto una sutil red de
relaciones entre los propios conceptos, para llegar a la interdependencia
en un plano de precedencia de sentido, un sentido que sería captado,
entonces, en la sucesión. “La vertical – la impresión
de que las diferencias sonoras son distancias representables en términos
de espacio– sólo se constituye juntamente con la horizontal”29.
Ahora bien, “dado que el movimiento y el ritmo no tienen lugar en el
intervalo simultáneo, se reducen o incluso (…) desaparecen la
impresión de distancia y de espacio”30.
7.
El ritmo apunta aquí a su condición de paradigma mismo de inteligibilidad,
porque concurren una legalidad exterior que es captada como legalidad interior.
Puede ser paradigmade la posibilidad misma de toda forma, en esa “puntualidad”
(de “punto”) extensiva e intensiva. Una pura extensividad negaría
la vida, negaría el factor de naturaleza, de vida individual surgida
de la novedad. Eso sería un Hegel. Una pura intensividad negaría
la capacidad misma de configuración, y la constitución de un
Yo, de una interioridad; negaría, por tanto, la posibilidad misma del
tiempo en su dialéctica esencial (agustiniana, por ejemplo). Eso sería
un Nietzsche.
Sin embargo, el propio punto, considerado como instante, puede ser pensado
de modos diferentes, sin renunciar a ninguna de las dos dimensiones (intensividad
y extensividad). Puede ser pensado, en primer lugar, como una concentración
de las dimensiones del tiempo, en el presente del instante; pero puede ser
pensado también como configurado desde el propio presente. Esto es,
puede partir de lo extensivo para lo intensivo, o desde lo intensivo para
lo extensivo. Filosóficamente, esto puede abrir algunas perspectivas
de conexión entre ser y pensar. Musicalmente, puede abordar formas
contemporáneas de música con categorías específicas
(por ejemplo, de timbre y textura). Y queda aquí en abierto y siempre
en cuestión la relacionalidad ligada, necesariamente, a la alteridad.
Continuidad y discontinuidad son en sí mismos conceptos relacionales.
Su confluencia en el punto implica que sólo adquieren significado desde
esa relacionalidad.
1 C.
Dahlhaus, Musikästhetik, Köln: Musikverlag Hans Gerig, 1967 (en
lo que sigue, MAE), p. 111.
2 G. Steiner, Réelles prèsences. Les arts du sens, Paris, Gallimard,
1991, p. 172.
3 MAE,
pp. 148-149.
4 MAE, p. 148.
5 MAE, p. 149.
6 Cf.
A. Salazar, La música, México, Fondo de Cultura Económica,
1953.
7 Cfr. Platón, República, 398a ss.
8 MAE,
pp., 79-80.
9 Por eso puede pretender superar la idea de lo bello, que encierra, clausura
la teoría de Hanslick en su propio carácter sistémico.
Concorda Dahlhaus con Hanslick en su búsqueda de la superación
de una estética de la “poética musical” (sea lo
que sea esto), entendiendo lo “poético” como la literaturización
de la música.
10 C. Dahlhaus, La idea de la música absoluta, trad. de Ramón
Barce, Barcelona, Idea Música, 1999 (en lo que sigue, IMA), p. 147.
Dahlhaus toma la cita de La voluntad de poder.
11 IMA, p. 147.
12 H. Friedrich, Die Struktur der modernen Lyrik, Hamburg, 1956, p. 12. Citado
por Dahlhaus en IMA, p. 148.
13 IMA, P. 149.
14 F. Niezsche, Werke in drei Bände, Ed. De Karl Schlechta, Munich, 1954-1956,
y Darmstadt, 1966, vol. I, p. 14. Citado por Dahlhaus en IMA, p. 149.
15 Cfr.
Platón, República.
16 Cabe recordar, a este respecto, los trabajos del gran Aristoxeno de Tarento,
discípulo de Aristóteles.
17 Lo que propicia el inicio de la afirmación del sentido tonal, y
las consecuencias musicales derivadas de este hecho.
18 Cfr.
K. Barth, Dogmática, vol. I. Citado por F. Sopeña, Música
y lieratura, Madrid, Rialp, 1974, pp. 183-184.
19 E.T.A. Hoffmann, Autobiographische, musikalische und vermischte Schriften,
Zürich, Atlantis Verlag, 1946, pp. 330ss.
20 Ibídem.
21 “En su Missa, Beethoven nos ofrece una música absolutamente
bella, y sin duda, genial, pero en absoluto una Missa”, Ibídem,
p. 422.
22 Si es inmanente, queda reflexivo, aunque continua siendo considerada “alteridad”.
23 F.
Nietzsche, Über Musik und Wort (1871). Werke. Kritische Gesamtausgabe
III, 3. Hrsg. v. G. Colli/ M.Montinari, Berlin, 1967ss. , pp. 377-387. Traducción
española digitalizada por librodot.com.
24 MAE, p. 134.
25 MAE,
p. 119.
26 Ibídem.
27 Cfr. Ibídem.
28 Cfr. V. Kandinsky, Punto y línea sobre el plano, Barcelona, Paidós
Estética, 1998.
29 MAE, p. 120.
30 Ibídem.
Bibliografía Dahlhaus,
C., Musikästhetik, Köln, Musiskverlag Hans Gerig, 1967. |