De la Ontoteología a Dios-como-fenómeno

Recibido: 2009 - 10 - 04
Aprobado: 2010 - 09 - 28

Germán Vargas-Guillén*

Profesor Titular. Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, Colombia. (gevargas2@hotmail.com).

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Resumen: Se estudia cómo se desplaza la comprensión de Dios como un qué (ente) a un quién (persona). Este desplazamiento muestra la insuficiencia de la hipótesis que lleva a afirmar la onto-teo-logía, y se mantiene en la pura fenomenología de Dios-como-fenómeno. Aunque aquí se reconoce la necesidad de una fenomenología genética, la investigación se atiene a la fenomenología estática, a saber, a la aparición hic et nunc de Dios qua fenómeno. La exposición recurre a los argumentos expuestos por M. Heidegger y H. Jonas, respectivamente.

Palabras clave: Dios, ente, persona, qué, quién, fenomenología.

Abstract: The article looks at how the understanding of God moves from a what (being) to a who (person). This shift demonstrates the insufficiency of the hypothesis that supports the onto-theo-logic, and stays with the pure phenomenology of God-as-phenomenon. Although the necessity of a genetic phenomenology is recognized, the study relies on static phenomenology; that is, the appearance hic et nunc of God qua phenomenon. The arguments put forth by M. Heidegger and H. Jonas are discussed.

Key words: God, being, person, what, who, phenomenology.

Résumé: L’article étudie comment se déplace la compréhension de Dieu comme un quoi (être) à un qui (personne). Ce déplacement montre l’insuffisance de l’hypothèse qui amène à affirmer l’onto-théo-logie et se maintient dans la pure phénoménologie de Dieu-comme-phénomène. Même si ici on ne reconnaît pas le besoin d’une phénoménologie génétique, la recherche s’en tient à la phénoménologie statique, c’est-à-dire, l’apparition hic et nunc Dieu qua phénomène. L’exposition a recours aux arguments exposés par M. Heidegger et H.jonas, respectivement.

Mots-clés: Dieu, être, personne, quoi, qui, phénoménologie.

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(…) la metafísica es onto-teo-logía (Die Metaphyisik ist Onto-Theo-Logie)1.

El Dios entra en la filosofía (…) como el lugar previo a la esencia entre el ser y lo ente2.

Se ha hablado mucho, en la reciente literatura fenomenológica, del llamado giro teológico. Ya hemos mostrado que no existe, en rigor, el precitado “giro”3, pues se trataría de “tornar” hacia un lugar donde no se estaba, de desplazarse a ese otro sitio. Hemos sostenido, incluso puede decirse que hemos probado documentalmente, en qué sentido Dios fue tema perteneciente al origen mismo de la fenomenología de E. Husserl. En esta investigación –que prosigue los desarrollos expuestos en la fuente citada– nos hemos propuesto simplemente discutir la –digamos– indicación o acaso sea mejor llamar “acusación” de Heidegger, según la cual toda la metafísica occidental es onto-teo-logía. Mi tesis es que una tal onto-teo-logía sólo se da si se de antemano se asegura una suerte de carácter de ente para Dios.

Por contra, mi tesis es que hay una fenomenología del fenómeno-Dios o de Dios-como-fenómeno. Para ésta no tiene interés si tal fenómeno se corresponde con una “realidad” o un “ente” o un “dato” o un “qué” que se pudiera identificar con Dios; antes bien, con o sin su existencia: la experiencia humana, no sólo filosófica –como lo hemos mostrado4–, exige la idea de Dios; sino que es la existencia humana misma la que exige razones fundadas para hablar desde la experiencia de Dios en nuestras vidas, esto es, en tanto fenómeno.

Y esta manera de filosofar es, en sí, otra de las temáticas que pueda y deba abordar la metafísica; sólo que no tiene que “aferrarse” ni al ser, ni al ente-Dios; sino a la pura fenomenología del fenómeno-Dios o de Dios-como-fenómeno5.

* * *

La cuestión que se formula es: “¿tiene la metafísica occidental un ‘destino’ onto-teo-lógico?; y así interrogamos si Dios, y en qué modo, es tema de la metafísica; y, si, concretamente, es la cruz de la filosofía el tener que arrastrar con el problema teológico: de qué modo se hace cargo ella –como metafísica.

¿Qué es metafísica? Ya, de suyo, es un problema. Su sentido se nos presenta por escorzos: como por lados o manifestaciones o “aparecencias” que no terminan de “revelar” su estructura completa y total. No hay, pues, una faz (facĭes) de su presentarse que de una vez por todas pueda decir lo que, en definitiva, se pueda entender bajo la misma. En su “devenir”, entre otras, como sus facies se ha interrogado si ella(s) es (son): ¿lo Uno, la multiplicidad, la participación; el ente, el ser, el ser-en-tanto-que-ser, la nada; la existencia, el existente, el existenciario –llámese: Dasein–; Dios? Pero, también, podría tratarse de procesos: ¿aniquilarse o “neantizarse”, esencializarse o “llegar a ser”, mantenerse o no-zozobraren- la-nada o “ek-sistir”?

Cada vez que se responde a la pregunta:¿qué es metafísica?, vuelve y se introduce una hipótesis para comprenderla. Algunas veces, como reiteración del pensamiento pensado; otras, como “enlace” o “quiasmo” entre diversas de las hipótesis sidas o dadas; al cabo, como renovación del sentido mismo de la disciplina–cuando emerge una hipótesis alterna o novedosa.

De este modo es como se ha introducido, históricamente, a “Dios como hipótesis” para responder a la pregunta rectora, a saber: “¿qué es metafísica?”. Y, ciertamente, fue una hipótesis relevante en el pasado, sigue siendo una hipótesis relevante hic et nunc; y, quizá, aunque no lo sabemos, siga en el futuro persistiendo como una hipótesis relevante.

Introducir la hipótesis: Dios, como posibilidad de respuesta a la pregunta “¿qué es metafísica?” lleva, de inmediato a la pregunta: “¿qué es Dios?”; Y, más aún, “¿quién es Dios?”. Es decir, asumir a Dios como hipótesis para el despliegue de la reflexión metafísica tiene que comenzar por intentar responder de qué se está
hablando, qué se designa con los términos incluidos en la hipótesis. Y, desde luego, se hace necesario establecer las condiciones de validez de la hipótesis misma –cabe decir: de su infirmación o de su confirmación.

Supongamos, por tanto, que el tema de la metafísica es Dios –comenzando, claro está, sin saber todavía lo que se alude bajo ese título–. Entonces nos preguntamos: ¿Qué se señala con esta expresión, con este título, con este nombre, con este índice? ¿Acaso un tipo de ente entre otros entes de aquellos con los cuales, en su mundear, se topa el hombre?; o, como en otros casos y momentos se ha tratado: ¿se refiere con el título Dios el ens supremo, el realísimo?; o, en otra dirección: ¿se indica lo divino, lo santo, al Altísimo? Y si esta última dirección es la elegida: ¿es lo mismo: divino, santo y Altísimo; o son indicaciones diferentes?

Pero puede haber, todavía, al menos otra forma de aproximarse al asunto: ¿es una idea, una abstracción, al cabo, un concepto?; o, por el contrario: ¿es una persona –que despliega una relación personal, al personalizarse y personalizar el mundo? Y si es una persona: ¿cómo se inserta en la historia, en la vida, en nuestra vida específica y concreta? Y, ¿bajo qué condiciones esa persona es el Cristo, Dios vivo y verdadero, encarnado en la historia; señal de y en la historia de la redención; único, Unigénito: Alfa y Omega?

Aquí no se ha sacado ninguna conclusión distinta a la siguiente: Dios es una hipótesis posible para captar el sentido total de la metafísica. No obstante, al mentar la expresión “Dios” comienza la reflexión como un mero índice vacío, todavía vacío de contenido, que tiene que ser “llenado”, completado, instanciado. Y
que, sin embargo, ya se ha llenado –en diversas direcciones– todavía de manera incompleta, como una serie de posibilidades para su comprensión y, sobre todo, para ser referido como polo correlativo de la experiencia de los sujetos en el mundo.

I

Todavía sin saber lo que es Dios –“suspendiendo” o “poniendo en epojé”– su sentido: asumamos que se trata o de una “idea” o de una “experiencia” o –incluso más allá de lo que se nos da a la experiencia– de una “realidad”. Como se ha dicho, no sabemos qué es; pero sabemos que, con independencia de las opiniones
o los prejuicios: “algo” o “alguien” a lo que “llamamos” con el título –todavía “vago”– es experimentado como Dios. Y en parte se revela, y en parte está escondido.

Aquí, entonces, es cuando se puede decir: Dios es fenómeno: “lo apareciente” a un quien que se dirige intencionalmente a “lo que aparece”, e, incluso, puede decirse también, “a lo que hace aparecer”.

Si Dios fuera, sin más, “lo que aparece” se trataría de un fenómeno inmotivado, como “me aparece” o “aparece” ante mí: la piedra, la casa, el río; pero también aparecen ante mí los sueños, las emociones, la fatiga.

Ahora bien, si soy yo quien “lo hace aparecer” se trata –para nosotros, en nuestra experiencia subjetiva– de un fenómeno motivado como pueden serlo también fenómenos como el amor que tiene sí un “polo correlativo”: lo amado; la belleza que tiene como “polo correlativo”: lo bello, la esperanza que tiene como “polo correlativo”: lo esperado y la ideología que tiene como“polo correlativo”: lo ideado.

Cualquiera de las dos vías: fenómeno inmotivado o fenómeno motivado, tiene la propiedad de fenómeno: “lo apareciente”; pero también, y como tal, la propiedad de “lo donado”. Para que algo aparezca tiene que ser dado. A la variedad de formas del darse, sin más, lo podemos llamar “lo donado”, la donación. Entonces, puedo decir: ¿se me da Dios? Y, si se me da: ¿cómo? Y, más allá de ello, como quiera que se me dé: ¿qué o quién o se me da?

Al menos como punto de partida, pongamos en duda que Dios sea un fenómeno inmotivado. Pero poner en duda todavía no es concluir. Quizá en una “situación límite” –la muerte de un ser querido, la proximidad de mi propia muerte, la enfermedad mortal, el peligro extremo (en cualquiera de sus variedades), la alegría, el arrobamiento (amoroso, místico), un cataclismo, lo inesperado– se nos aparezca, al menos en una primera mirada, como fenómeno inmotivado; como si uno no quisiera y, sin embargo, Dios tomara “presencia” en nuestra vidas. Sin embargo, yo creo que esa “presunta” inmotivación tiene uno(s) motivo(s): nuestra educación, nuestra cultura, nuestros hábitos –o habitualidades–; acaso, también, aunque aquí se diga sin suficiente conocimiento de causa: el inconsciente colectivo.

Entonces, se puede partir de que Dios es un fenómeno motivado. Claro, motivado por la cultura; pero, en cada caso: revivificado o experimentado subjetivamente. También uno se puede preguntar si hay, en alguna esfera, propiamente hablando, un fenómeno que no tenga la propiedad de motivación. Volvamos, incluso, a los mentados: piedra, casa, río, emoción, fatiga, sueño. Todos son porque en su aparecer: aparecen ante mí –¿y por mí?–. Sin embargo, en estos casos no tengo que decir –no tengo que decirlo, ni que decírmelo–: “yo creo” o “yo no creo”.

En general, el creer –o su contrario– implica la falta o ausencia de “dato”, “hecho” o, en un sentido muy amplio, hylé. Dios, el mundo y el alma son indicaciones de faltante o de ausencia. No es que no se puedan presentar. Es que en el punto de partida: hay que hacerlos presentar; diríamos: yo tengo que hacerlos presentes, porque se me presentan. Es, entonces, cuando se comprende que Dios –o el mundo o el alma– se presenta en cuanto fenómeno porque se satura: Él colma nuestras ansias, nos sacia. Aquí, como se ve, no se dice que exista, que sea. Sólo que es experimentado por nosotros, como saturación, como fenómeno saturado.

Aquí, entonces, Dios no es ni un qué –ni cosa, ni ente: onto; ni ente-pensado, lo-pensado: lógico–, como tampoco es quién –el Cristo, el Unigénito, el Increado–. Dios, en esta dirección del análisis “tan sólo” es “lo que se nos presenta”, es decir, se trata de un “mero” o “puro” fenómeno. Y si se revela es porque lo buscamos; y si se oculta es porque lo ignoramos, lo olvidamos, lo re-legamos: ni lo necesitamos, ni nos necesita.

¿Afirmamos que Dios no es un qué ni un quién? No. La indicación hecha es que como fenómeno –motivado, saturado–: Dios es excedente de subjetividad, excedencia. Y, sin embargo, no es ni el hombre infinitamente alejado –idea–, ni creación humana. Simplemente, excede: es lo más grande, lo puesto más allá de lo razonable qua fenómeno. Por eso, aunque todavía no lo sabemos, podría ser lo divino o lo santo. Pero todavía no sabemos ni siquiera –como ya se dijo– si estos títulos divino y santo indican lo mismo, o, por el contrario, indican la diferencia, el diferir, el diferendo. Y, ¿sería el diferendo, exactamente, porque es lo Otro: no-humano, no el humus que se levanta y anda, que tiene obras y cultiva; sino lo Otro: lo inmortal, lo que –a pesar de nuestro cuerpo mortal– permanece inmortal, perenne; aquello en nosotros –lo divino– que participa de la inmaterialidad, de la inmortalidad, de lo eterno?

O, acaso, ¿se trata de lo sin mácula, de lo que permanece perfecto y libre de toda culpa, a pesar de nuestras malas acciones, de nuestras decisiones torpes, de eso Otro, lo santo, que conserva y pervive en nuestra y más allá de nuestra existencia contingente?

Ahora bien, hemos hablado de lo Otro: lo divino, lo santo. Y, sin embargo, no hemos introducido, no hemos tenido que introducir, el artículo determinado: el. No lo hemos tratado como “el divino”, “el santo”. O sea, no hemos hablado aquí de la alteridad de Dios como Creador. Y, entonces, podemos, por lo menos provisionalmente, dejar visto cómo la introducción de Dios como hipótesis de la metafísica: no es una reducción de ésta a teología. No hemos hablado de un ente-Dios. Hemos reducido nuestro análisis a una pura fenomenología del fenómeno puro de Dios. Desde luego, puede ser que exista ese ente-Dios: Creador. Sin embargo, en su posible inexistencia como ente, permanece, puede permanecer, como fenómeno, como fenómeno puro

II

Ahora vamos a interrogar por el carácter de ente –onto– de Dios, bajo la hipótesis de su darse –aquí no se considera la existencia de un tal ente, sino mera o puramente su darse: sea fáctica o eidéticamente–. Y, esto implica o puede implicar –como en el caso anterior– una fenomenología, esto es, una experiencia subjetiva de un quién sobre un qué. Situados, entonces, desde la hipótesis del darse de un tal ente que se puede reconocer como Dios queda, entonces, inicialmente, la pregunta de si su darse se corresponde a un ente inmanente al ser, algo así como si se pudiera afirmar que Dios es un ser entre los seres; o, quizá, con menor desproporción: un ente entre los entes. Pero aquí mismo podemos preguntar si, por el contario, se trata de un ser, en su esencia, distinto o diferente del ser-en-tanto-que-ente; esto es, de un ser trascendente; un ser en cuya radical trascendencia aparece y se despliega la alteridad; entonces, de este modo, se trataría no de un ser entre los seres –o más precisamente, como se dijo: de un ente entre los entes–, sino del radicalmente Otro; el que no tiene nada que ver con lo ente, con la inmanencia de lo ente, sino que es el Otro, el radicalmente Otro.

Si se tratara de un ente entre los entes, ¿sería materia de experiencia, como por ejemplo, la piedra, la casa, el río? O, por el contrario, ¿sería inmanente a lo ente, e, incluso, indiferenciable de lo óntico del ente como en el caso de los sueños, las emociones, la fatiga? En este caso, entonces, se precisaría una corrección: no se trata de un ente entre los entes, sino de lo ente de los entes o de lo ente en los entes. Se debe, ahora, variar la perspectiva. Pensar no a Dios como inmanente a los entes –lo ente de los entes–, sino, por el contrario, Dios como lo trascendente. Y, puesto de nuevo en esta manifestación o en esta expresión o en este escorzo: ¿es lo creador de lo creado, pero él mismo increado; fuente de la temporalidad, pero él mismo eternidad, tiempo sin tiempo, sin duración? O, simplemente, sin necesidad de una potencia creadora: ¿es la idea, idea pura, que pensada o impensada al venir al pensamiento se da como idea en su abstracción como idea eterna-Una-inengendrada-inmaterial-eterna?

De nuevo, aquí no se tiene una conclusión. Se han hallado, en cambio, desde la hipótesis de Dios como ente: su posible inmanencia y su posible trascendencia. Y si es inmanencia nos hemos hallado con su carácter de lo ente de los entes, por así decirlo, su sustrato último. En cambio, si es trascendencia nos hemos hallado ante la radicalidad de un ente-creador-eterno; o, igualmente, como trascendente, el Dios-idea o –como también podemos expresarlo– la Idea-de-Dios.

Ahora bien, en ninguno de los tres casos –en las dos vías descritas, una de ellas, a su vez: bifurcada– se ha salido del plano de la reflexión, del pensamiento, de la consideración meramente racional. Frente a esta consideración: no se puede desplegar ni el mito, ni el rito; ante este “Dios de los filósofos” –racional, eidético– no se puede “danzar ni hacer sacrificios” –como lo mostrara Pascal y lo reiterara Heidegger–. Y, por ello, puede dar lugar a una ética formal, pero no a una ratio cordis.

Pensemos, todavía, en el primer caso: sería prácticamente incomprensible la adoración a un trozo de materia; también lo sería a una idea. En el fondo, cualquiera de las dos vías nos sumerge en la idolatría. Y, sin embargo, formalmente puedo comprender que lo Otro, el Otro, yo-Mismo: inmanentemente compartimos “un trozo de divinidad”, “eso divino que hay en uno”, “eso divino que hay en todo”. O, puedo comprender, trascendentemente, un Dios que es la Causa-Última que encuentra la razón en su ejercicio retrospectivo, en su radicalidad del ver a la objetividad de lo ente mismo que por ser pensado “brota” o se manifiesta en su puro carácter de objeto.

III

Vamos, ahora, a centrar nuestra atención en Dios qua logos. Vamos a suponer que Dios, en cuanto tal, es razón de ser de este mundo, de los entes, de los sujetos, de las relaciones entre mundo y sujetos, entre los entes entre sí; o, también, podemos suponer, Dios es la razón de ser por la cual todas las cosas han sido o pueden llegar a ser o son en este singular Universo. Como si se tratara, primera vía, de lo ente en su “relacionabilidad” como razón de ser; o, segunda vía, de la respuesta al por qué lo ente llega a ser.

Pero, ¿qué pasa si el logos refiere el poder ser pensado lo ente, el ser, el mundo; y no sólo el poder ser pensado, sino también el pensar mismo que piensa lo ente, que es el pensar de lo ente sobre lo ente? Si tal fuere, entonces, aparece una tercera vía: Dios es la inteligencia, el intelecto, la intelección, la actividad intelectiva. Podríamos decir: inteligencia agente. Y, así, el pensar puro sería, en nosotros los humanos, manifestación o participación de la inteligencia divina; lo divino absoluto participado al ente contingente.

Y si la ley física es una razón de ser, o si las especies se adaptan ora así, ora asá, es porque en ellas obra lo divino, el intelecto agente que da esa tal razón de ser para que ello ocurra como, en efecto, se da. Se comprende, entonces, que Dios no juega a los dados con el Universo. Entonces, cuando se descubre –por medio de la investigación–: el por qué, la causa y motivo de lo que es, así mismo se descubre la acción de Dios en cuanto intelecto agente que hace ser a las cosas como son.

Y, entonces, cuando en la vida concreta de cada sujeto: se obra el bien, se tienen las buenas acciones, que comportan la acción voluntaria: obra y actúa el intelecto agente que permite comprender y dar sentido tanto a la experiencia humana como a la obra misma sobre la cual ha recaído la acción, la buena acción. De modo que el logos no es sólo lo que está ahí, en sí, como fenómeno en las cosas, en la relación de las cosas entre sí, en la razón para que las cosas se manifiesten y se desplieguen, sino, y en especial, cuando se trata de la acción humana: el intelecto agente es motivo de la obra humana y se manifiesta como “buenas obras”, como “obras bellas”, como “obras santas”, como “acciones justas”, como “compresiones sabias”.

Dios, entonces, exista o no, se manifiesta en su pura fenomenidad como razón de ser, como razón de acontecer. Y el ser humano se ocupa de él como lo en sí bueno y racional –¿cómo diferenciarlos?– que descubre una suerte de “verdad natural”, una verdad que reposa en las cosas y cuyo descubrimiento es una acción inteligente que realiza parcialmente y sin jamás llegar a agotar al intelecto agente.

Entonces, el sentido de esta comprensión de Dios, bajo la hipótesis de que es logos, razón de ser, razón de acontecer es, precisamente, integrar todo como lo Uno, la Totalidad-de-lo-Uno. E integrarlo para poder llegar a comprenderlo racionalmente. Y este esfuerzo de comprensión, en este horizonte, aparece como una exigencia de la razón que siempre aparece como fenómeno motivado: no es que por sí y en sí mismo se desvele, sino que hay un proceso de constitución y despliegue del sentido, que da con la razón como fundamento último. Aquí, entonces, no sólo es racional quien piensa la causa, el motivo, la razón; sino que también el mundo mismo apareceen cuanto racional, puesto que no se basta a sí mismo, sino que exige un fundamento que es develado como razón y que devela la razón, en cuanto intelecto agente.

IV

Interrogar, en cambio, por el carácter de Dios, desde el punto de vista fenomenológico, como un quién, enfoca nuestra mirada a comprenderlo ya no como un qué, sino a su propiedad personal. Ésta no lo revela sólo como persona en sí, sino como en sí en la experiencia personal. Es, entonces, la experiencia en la cual lo concebimos como de un alter que nos habla y a quien hablamos; es, por tanto, el diálogo íntimo –del alma consigo misma– que interroga y responde por lo divino, por lo santo, en sí y para sí.

Dios, como persona, en la experiencia personal, es fuente no sólo de la ética, sino también de la teleología de la historia. En el diálogo íntimo –como si habláramos al Altísimo– nacen, entre otras, preguntas como: “¿quién eres Tú?, ¿quién es, en su radicalidad, el Tú?”, pero, igualmente, “¿a dónde iremos?” –los otros y nosotros; el Yo y el Tú.

El fenómeno Dios-Personal, entonces, refiere un soliloquio que se puede transformar en diálogo en cuanto pregunta, de un lado; y en cuanto retro-pregunta, de otro lado. Se comprende, así: desde nosotros hablamos, nos dirigimos, a un Tú; y Él nos contesta, no sólo con su guía –sus palabras, “palabras de vida eterna”–, sino también con preguntas que cuestionan lo sido, lo por venir.

Estas “palabras de vida eterna” vienen de lo Alto y se dirigen a lo Altísimo; y, en otros términos, vienen de nosotros mismos –como para enaltecer-nos: lanzarnos hacia lo Alto– y buscan hacernos comprensible la vía que conduce hacia lo Alto. Y, ¿qué es lo Alto? Lo que nosotros mismos vamos descubriendo como posibilidad de ser, como sentido de ser. Es, en sí, el destino de la salvación (salvatĭo), de librar al ser de todo mal y peligro, de ponerlo en lo seguro. Ese diálogo íntimo trae a verdad palabras de vida eterna porque ellas tratan o hablan o manifiestan o exponen caminos –historia y sentido– de salvación.

Lo salvo es, entonces, lo ileso; no lo que ha evitado, sino lo que se ha librado de peligro. Como en la Oración Sacerdotal: “no te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn. 17:15)6. ¿Qué es, entonces, ese peligro del que hablamos íntimamente, de modo personal, para podernos proyectar hacia lo Alto, hacia lo Altísimo?; y, ¿qué es lo que salva? Se propone como conjetura, aquí, que el peligro de todos los peligros es el odio, el deliberado deseo del mal para alguien, para algo. Y, por contra, en cambio, lo salvífico es el amor, la esperanza activa de realizar el bien, las buenas obras, la esperanza última en la sobreveniencia del bien –de lo bueno, de la “vida buena”, “buena y bella”–, de lo justo, de lo sabio.

Es en el diálogo interior donde y como se descubre la tensión entre el bien y el mal; entre lo justo y lo injusto; entre lo bello y lo feo; al cabo, entre Dios –lo divino, lo santo– y el abismo de la destrucción con todas las potencias del mal: el demonio, el espíritu que incita al mal. Aquí, sólo en la soledad del alma, cada quien se responde a sí mismo y responde a lo Absoluto por el sentido absoluto de sí mismo. Es la esfera de la libertad; sólo que ésta, entonces, es ya –de suyo– completa y absoluta responsabilidad. Aquí, en este diálogo, cada quien descubre la radicalidad de ser, su permanente estar-sobre-nadando en la ek-sistencia; y, aquí, pasiva o activamente, anónima o conscientemente: se promete y compromete. Se despliega, entonces, el sentido como antepuesto en relación con el otro, con el Tú. Y puede fallarle o cumplir fácticamente al Otro, pero en su intimidad sabe cada quien cómo va consigo mismo. Emerge y se despliega, entonces, la alteridad como campo de realización del sí mismo, de la subjetividad. Paradójicamente, mi Deus absconditus está ahí mismo, en mí; es, en mi misma experiencia –qua Dasein–, que sólo se me revela a mí mismo por la reflexión.

¿Se afirma, entonces, de este modo, la existencia de Dios? No. Tan sólo la experiencia humana de Dios –exista o no tal, qua realidad–.

Aquí entran en juego: las Escrituras, los rituales, el hecho religioso, la tradición cultural, la educación religiosa. No se ha ganado nada para poder decir si Dios existe y de qué modo. En cambio, abierto en el reino de la subjetividad, Dios como fenómeno personal se despliega como persona; personaliza la existencia individual de cada sujeto, se transforma en una “realidad sentida”, en una “experiencia viva”. Éste es el Dios vivo.

¿Quién, pues, es Dios?

V

Vamos a considerar dos ideas, entre sí contrapuestas, para el estudio de Dios como tema filosófico: (a) Observa Heidegger: “La totalidad de ese ente que la fe desvela […] constituye esa positividad con que se encuentra la teología”7. En cambio, (b) Hans Jonas hace la siguiente anotación: “Se podría hablar de una memoria eterna de las cosas, en la que todos los acontecimientos se inscriben automáticamente […]. Una memoria asentada en un sujeto, en un espíritu. […] una memoria perfecta, […] un espíritu universal y perfecto8.

a.

Comencemos con Heidegger: ¿qué diferencia hay entre una positividad y un fenómeno? Bajo cualquiera de las modalidades en que se pueda entender, positividad indica un positum que, al cabo tiene el carácter de factum. Si éste es la fe, la religión o Dios –qua realidad, qua res– resulta, en todo caso, accidental. Hasta cierto punto, puede decirse, se trata de algo que puede ser indicado, ostentado, mostrado.

Un fenómeno, en cambio, es algo donado. No se trata de una “realidad”, sino de una “aparecencia” –sea o no existente–. Lo que aparece puede ser o no “existente”, “real”. Lo que importa es su manifestarse, su manifestación. Y esto con independencia de su carácter fáctico.

Querer, por tanto, hallar y tratar una positividad de la teología es, en último término, acudir a un dato al cual se pueda llamar Dios; por tanto, es renunciar a la fenomenología de la experiencia y del fenómeno Dios en la vida humana. En último término, sólo desde este marco de referencia cabe afirmar “la teología es una
ciencia positiva y como tal absolutamente diferente de la filosofía”9. Con esto, queda claro, el propósito es el de desembarazarse de Dios como problema filosófico, concretamente metafísico, y quedarse con él como “cosa” –cosa entre las cosas, pura facticidad–; hacer de él materia de una ciencia positiva: la teología. Pero, ¿puede ser reducido Dios a “cosa” (res), a “ente”? O, por el contrario, ¿es “experiencia”, “vivencia”?

Cuando se halla el camino onto-teo-lógico para la metafísica es, precisamente, por el razonamiento según el cual se puede “cosificar” a Dios, reducirlo a “cosa”; y, entonces, es cuando se puede declarar no sólo a Dios como “hecho positivo”, sino tratarlo bajo los cánones del positivismo. La positivización da, entonces, con el abandono de la filosofía, concretamente, de la fenomenología: del estudio de los fundamentos últimos, trascendentales, de la subjetividad constituyente.

En cambio, como consecuencia de esta positivización, se entroniza la “confianza” en los “hechos” como recurso último, como ámbito de decisión de lo que está en disputa. Y, ¿qué es en cada caso lo que está en disputa? Tan sólo lo que tiene sentido en la experiencia humana de mundo, el sentido mismo de mundo, la subjetividad dadora de sentido y, ¿qué es ésta?, ¿quién es ésta? ¿Acaso Yo, un Yo, el Yo; acaso Dios, la divinidad, el Altísimo?

Si se aduce que “La teología no es un conocimiento especulativo de Dios”10; que “Todo conocimiento teológico funda su legitimidad concreta sobre la propia fe, esto es, nace de ella y retorna a ella. […] la teología es una ciencia óntica absolutamente independiente”11, entonces queda todavía más claro que se trata a Dios como ente, como cosa. Y que esa “cosa” es fundada por la fe; es, en último término, lo que la fe misma en su despliegue “cosifica”, “reifica”. Y, entonces, de este modo, ¿en qué queda la actividad constituyente de la subjetividad? Incluso si fuera “cosa”, Dios –qua fenómeno, como la entidad o como la operación matemática o lógica– tiene una y otra vez que ser constituido por un quien que lo vive, en primera persona y desde sí mismo. No es, por tanto, que Dios –exista o no– tenga por sí un sentido, sino que cada quien que lo experimente–positiva (fe), negativa (ateísmo), o, indiferentemente (agnosticismo)– tiene que ponerlo como materia de su vivencia, tiene que plenificar su sentido.

No es, por tanto, que la fe legitime el conocimiento de esa “cosa” que puede ser llamada Dios; sino que la fe es una de las tantas y varias posibilidades de la experiencia humana, dadora de sentido, de Dios qua fenómeno. ¿No tiene, o no tendría, entonces, el fenómeno Dios un sentido para el ateo, para el agnóstico? A menos que, vía negativa, se hablara del ateismo como una teología negativa; pero, ¿qué hacer con el agnosticismo?, ¿se hablaría, acaso –¿con sentido?–, de una teología del indiferentismo? Entonces ya el título teología comienza a ser tan equívoco que, en rigor, no designa un sentido.

Por contra, no hay un ente-Dios que pueda ser “evidenciado” o “verificado” y al cual se pueda ostentar, indicar, “conocer”. Mas, en cambio, sí hay un fenómeno que “clama” (clamāre), que “llama” (vocare, vocatio): ¿se llama, a sí misma, la consciencia (cōnscientia)?; ¿hay “algo afuera”, un alter, Tú-Radical, que propicie este “llamado”? Volvamos a decirlo: Dios es fenómeno: pura “aparecencia”; que lo que aparece, como fenómeno- Dios o en cuanto Dios-como-fenómeno, sea o no existente: queda fuera de juego en la descripción fenomenológica. En cambio, ¿de qué tipo de fenómeno se trata?, ¿cómo viene, en sus diferentes modalidades, un tal fenómeno a tomar sentido –cualquier sentido– en la experiencia humana? Esta última pregunta es aquella en la cual se conserva nuestro interrogar, precisamente, para no zozobrar ante el positivismo, para no “cosificar” y no “reificar” a Dios.

Y, si nos atenemos a la fenomenología pura del fenómeno-Dios, o en cuanto a Dios-como-fenómeno, la descripción se reduce a la manera como es vivido –uno u otro– el mismo: se reduce a fenómeno. No hay pues factum, positum. Hay, como se ha visto: fenómeno saturado, saturación; si ésta llega por vía de la tradición –digamos: el texto bíblico, la cultura, la historia, la educación– o por la experiencia subjetiva –sea la mística, la atea, la agnóstica; sea la revelación, la crítica, la indiferencia; etc.–: no es aquí, en sí, un campo problemático. Sólo hay, pues, onto-teo-logía si previamente y de antemano se pone o se postula un ente-Dios. Es una visión demasiado precipitada a la creencia, a un abandono de la fenomenología –incluso de las mismas creencias, sin suficiente claridad de los pasos que se dan para tal llegada –ahora repitámoslo: precipitada– a la ύπóστασις.

b.

Hans Jonas en su obra Pensar a Dios y otros ensayos hace énfasis en que el fracaso de las pruebas de la existencia de Dios radica en las “pretensiones lógicas de aquellas ‘demostraciones’”12. En cambio, hay, según él, “razones fundadas que merecen ser escuchadas en la consideración de la existencia de Dios”13. Para él, no hay duda –quién podría dudarlo–, existe la historia; pudiérmos decir existe la historia natural o cósmica y la historia humana. Ahora bien, existe o se da el presente. Y todo presente tiene sentido porque tras sí hay un pasado que es la fuente de su darse y, también puede decirse, su soporte óntico para su existencia; pero, igualmente, todo presente está proyectado a ser inexorablemente pasado y, en esa dirección, a dar origen o servir de fuente de sentido a lo que ha de ser.

Para Jonas:

[…] debe existir una presencia del pasado como tal pasado, una presencia que resulta compatible con su ser-pasado sin convertir el tiempo en una ilusión: una presencia mental (intencional), por tanto, que sería la representante de la substancial; y esta presencia debe ser eterna, puesto que la posibilidad de preguntar acerca de la verdad o falsedad de las afirmaciones sobre ella existe eternamente14.

Por eso, el “poder totalitario” a pesar de todos sus esfuerzos por adulterar la memoria, por mostrar sólo las pruebas de su conveniencia, por anular las pruebas que le son contrarias: “no podrá anular la diferencia entre mentira y verdad, entre informaciones correctas y falsas” 15. No es, en sí, la necesidad de un consuelo
lo que nos pone ante la exigencia de la existencia del fenómeno-Dios o de Dios-como-fenómeno; es la exigencia de una eternidad desde la cual no sea impune el dolor de las víctimas, la razón de los vencidos, la anámnesis como razón del recuerdo. Es la sangre de las víctimas la que clama por justicia desde la tierra (Gn. 4:10). Y este clamor no sólo tiene un sentido de verdad, sino de historia, de efectuación de la historia, de fuerza efectual

Si lo divino, lo santo, lo puro de la vida –del hermano, del próximo, del prójimo– se puede anular, aniquilar y someter no sólo a la extinción física, todavía queda la eternidad de la memoria, del sentido de la existencia, de la verdad del rostro. Y éstos –memoria, sentido de la existencia, verdad del rostro– se hace camino de reparación de las víctimas: de la viudas y los huérfanos. Jonas nos recuerda que “Los judíos de Auschwitz no murieron por la fe […]. Lo que precedió a la muerte fue la deshumanización por medio de la más extrema humillación y miseria”16. Por eso viene aquí una pregunta que toca con la existencia y no sólo la de los judíos, sino de cualquier profesión de fe: “¿Qué clase de Dios pudo permitir esto?”17. Aquí queda en cuestión “nuestro mito de ser-en-el-mundo de Dios”18.

Asumamos, entonces, como hipótesis a Dios; pero, ¿puede ser el Creador, el gestor de todos estos males, de toda esta violencia? Desde luego, según la hipótesis, Dios sí pudo crear, pero con ello también creó su propia limitación: él no puede intervenir en la historia. Ésta no sólo es nuestro acervo humano, sino también nuestra “culpa”. Entonces Dios Creador –no interventor de la historia actual– presente sí, pero limitado, es una pura memoria de todo pasado y, así mismo, de todo sentido de ser. Y, ¡no puede hacer nada!, sólo testimoniar la historia, sólo servirle de memoria –como quedó dicho–. Esto, entonces, lo convierte en “Dios sufriente19. Dios, pues, fue libre de crear, pero no puede ser libre de intervenir en las cosas humanas, en la cosas de esta tierra. De ahí, entonces, que tengamos que decir que “la relación de Dios con el mundo incluye el sufrimiento de Dios desde el momento de la Creación, y ciertamente de la creación del mundo y desde la creación de los seres humanos”20. Y, ¿por qué es sufriente? Porque no puede otra cosa que padecer, guardar memoria y esperar. Por eso es equivalente el título Dios con el título amor. Este Dios sufriente “es paciente, es servicial; […] no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe; es decoroso; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” (1 Cor, 13: 4-7)21.

Y este Dios sufriente –que es memoria inmemorial, eternidad, tiempo sin tiempo, ekstasis– deviene; “está pre-ocupado, o sea un Dios que no está alejado, separado y cerrado en sí mismo, sino involucrado en aquello por lo que se preocupa”22. Así, pues, este Dios, en cuanto «deviene» “queda afectado por lo que acaece en el mundo, y ‘afectado’ significa ‘alterado’, cambiado en su estado”23 por lo que nosotros, en nuestra mortalidad y nuestra finitud, obramos.

Nuestra buenas y nuestras malas obras no sólo afectan nuestra experiencia y participación de la divinidad –en nuestro ser y en el demás–, sino que afectan a Dios mismo. Se comprende, entonces, por qué la argumentación de Jonas“cae”, precisamente, en una renovación de la teología como la que propone Etty Hillesum:¡tenemos que ayudar a Dios! “[…] no es Dios quien nos puede ayudar, sino nosotros los que debemos ayudarle a él”24. ¡Pobrecito Dios!¡Cuántas cosas hacemos contra él! Y, sobre todo, ¡cómo sufre por nuestras culpas! Y él, en la impotencia de su omnipotencia: no puede más que dejarnos actuar; sólo puede esperar, pacientemente, nuestra misericordia.

Así, entonces, librarnos del mal es ayudar a Dios; pero, en especial, restituir los derechos de las víctimas, exhaltar las posibilidades de y para lo huérfanos: vuelve y da a lo divino, a la divinidad, al Altísmo, la oportunidad de llegar a la plenitud con que obró creando al mundo para que en y con su libertad, por su propio esfuerzo, hallara y realizara el bien, lo bueno, lo justo, lo bello, lo sabio. Hay que tener, pues, sensibilidad y amor para ayudar a Dios, para que no fracase la empresa de la creación, para que la creatura halle su destino en medio de tanto extravío.

VI

Hemos preguntado una y otra vez a lo largo de esta investigación: ¿quién es Dios? Y debemos concluir aquí reiterando ahora la cuestión. La respuesta se puede simplificar en extremo: Dios es el sufriente. En todo rostro que trasluce el sufrimiento –víctima, huérfano, desplazado, torturado, desaparecido– Dios está presente, se hace presente y re-clama. Más aún, es ratio cordis, por eso mismo es misericordĭa. Sí, es un Dios-misericordioso, que nos hace experimentar la solidaridad con las víctimas, que lo experimentamos cuando en nuestro corazón vivimos el dolor de las humillaciones que padece el miserable. Es ese quién que en el corazón y de corazón razona haciendo suya la vivencia de la injusticia para que se pueda dar la reparación.

Ese quién por el que interrogamos es el amor que nos falta o que hace presencia en nuestra vidas. No es un patriarca que de una vez por todas puso las verdades arcanas en un arca para que fueran conservadas por unos determinados administradores de las relaciones de poder y de saber. Todo lo contrario, es el rostro de las víctimas que nos descubre lo fallido de toda estrategia de poder, de toda distribución de saber, de toda acumulación del tener.

Ese quién son los desposeidos de la tierra que acuden a la limosna como su posibilidad de supervivencia, son los mendigos de todos los tiempos que no entran en el circuito del consumo y ponen en entredicho la confianza en el mercado, en la economía, en la riqueza. Ese quién es el que habla en nosotros para que se obren las buenas obras.

Por eso, el extravío de la onto-teo-logía – según nuestra comprensión– radica en ver y pensar, a todas luces un qué e ignorar la fenomenología del quién que se levanta en nosotros y ante nosotros –humus– para tornarse en razón de acontecer. Y no es necesario que se lo pueda caracterizar como ente, positum o factum. Tan sólo se exige su fenomenología, su “aparecencia” en nosotros, entre nosotros, con nosotros.

Esa “joven judía holandesa, que se presentó voluntariamente, en 1942, en el campo de concentración de Westerbrock, para ayudar y compartir el destino de su pueblo; [y que] en 1943 murió en las cámaras de gas de Auschwitz” 25; esa niña que se enamoró de Julius Spier –S. en su Diario–, que nos abre la validez del silencio26 como forma íntima de comunidad con Dios, que nos volvió a enseñar a rezar; esa mujer, que a ciencia y conciencia de lo que a las claras se venía y, sin embargo, se fue a vivir en sus últimas consecuencias la radicalidad del amor, nos dejó dicho:

A veces tengo la sensación de que llevo a Dios dentro de mí […].

[…] hay que tener el valor de expresarlo. De pronunciar la palabra Dios27.

Está en nosotros la decisión. Este Dios ni está escondido, ni quiere esconderse. Nosotros podemos ocultarlo, despreciarlo, ignorarlo. Pero el clama, llama. Ante nuestra malas acciones, incluso, re-clama. Pero siempre está abierto a nosotros, como una esperanza y como un horizonte de sentido.

Nota: Esta investigación es resultado del acompañamiento, en mi calidad de Director de Tesis, a Carlos Enrique Restrepo Bermúdez en su investigación La remoción del ser y la superación teológica de la metafísica (Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia; 2008-2010)

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1 M. Heidegger, “La constitución Onto-Teo-Lógica de la metafísica”, en Identidad y diferencia, traducción de H. Cortés y A. Leyte, edición bilingüe de A. Leyte, Barcelona, Anthropos, 1990, pp. 120-121).

2 Ibídem, p. 153.

3 Cfr. G. Vargas Guillén, “Excedencia y saturación: fenomenología de la presencia y ausencia de Dios”, en Franciscanum. Revista de las ciencias del espíritu , 2009, pp. 185-191.

4 Cfr. ibídem, pp. 194-201.

5 A diferencia del tratamiento de la metafísica como tematización del fenómeno-Dios o Dios-como-fenómeno expuesto aquí, en otra investigación (G. Vargas Guillén, G., La experiencia de ser. Tratado de metafísica, Bogotá, San Pablo, 2005) hemos llevado a cabo una indagación sobre la relación ser-nada como cosa misma de esta disciplina. Así, pues, como se puede hablar de la relación ser-nada sin Dios, también es posible hablar de Dios-sin-el-ser. En la investigación aludida sólo se introduce como apéndice una reflexión sobre la persona a partir de los supuestos teológicos sobre la Trinidad, debidos a san Agustín. No obstante, la presente investigación se entrelaza, concretamente, con el asunto indicado allí (Cfr. ibídem, pp. 281-293).

6 Biblia de Jerusalén, traducción de la Escuela Bíblica de Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1976

7 M. Heidegger, “Fenomenología y teología”, en Hitos, traducción de H. Cortés y A. Leyte, Madrid, Alianza, 2000, pp. 54-56.

8 H. Jonas, Pensar sobre Dios y otros ensayos, traducción de A. Ackermann, Barcelona, Herder, 1998, p. 192.

9 Heidegger, “Fenomenología y teología”, ob. cit., p. 52.

10 Ibídem, p. 60.

11 Ibídem, p. 61.

12 Jonas, Pensar sobre Dios..., ob. cit., p. 179.

13 Ibídem.

14 Ibídem, pp. 191 y 192.

15 Ibídem, p. 188.

16 Ibídem, p. 197.

17 Ibídem, p. 198.

18 Ibídem, p. 199.

19 Ibídem, p. 202.

20 Ibídem, p. 203.

21 Biblia de Jerusalén, ob. cit.

22 Jonas, Pensar sobre Dios…, ob. cit., p. 205.

23 Ibídem, p. 204.

24 Ibídem, p. 251.

25 Ibídem, p. 251.

26 E. Hillesum, Una vida conmocionada: diario, 1941-1943, traducción de M. Sánchez, edición de J. G. Gaarlandt, Barcelona, Anthropos, 2007, p. 98.

27 Ibídem, p. 71.

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Bibliografía citada

Biblia de Jerusalén, traducción de la Escuela Bíblica de Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1976.

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