Fe y política en Joseph Ratzinger

Faith and Politics in the Thinking of Joseph Ratzinger

Foi et politique chez Ratzinger

Recibido:2013-04-01
Envío a pares: 2013-04-03
Aprobado por pares: 2013-05-01
Aceptado: 2013-05-15

Carlos Soler*
*Universidad de Navarra – España/ csoler@unav.es

Resumen

El artículo estudia algunas aportaciones de Ratzinger para una correcta visión de las relaciones de la Iglesia con la política. En primer lugar,
afirma que su visión de las relaciones entre fe y razón influye decisivamente en el enfoque de la materia. Después estudia: su respuesta al antiteísmo y al relativismo escéptico; su visión del dualismo cristiano como algo que niega el poder total del Estado; su crítica de las teologías políticas; la fe como cantera de criterios morales para la política. Se concluye que Ratzinger es un referente
para construir una renovada teoría de las relaciones entre Iglesia y Estado.

Palabras clave:

Iglesia y Estado. Dualismo cristiano. Ratzinger

Abstract

Several of Ratzinger’s contributions to an appropriate view of relations between the Church and politics are examined in this article. It begins by affirming that his vision of the relationship between faith and reason
has a decisive influence on the approach to this subject. Then, it studies his response to antitheism and skeptical relativism, his vision of Christian dualism
as something that denies the absolute power of the State; his criticism of the political theologies; and faith as a quarry of moral criteria for politics.
The conclusion is that Ratzinger is an important reference for building a new theory on the relationship between Church and State.

Key words:

Church andState, Christian Dualism, Ratzinger.

Résumé:

l’article étudie certains apports de Ratzinger pour une vision correcte des relations entre l’Église et la politique. Tout d’abord, on affirme que sa vision des relations entre foi et raison influe de manière décisive sur l’approche de la matière. Ensuite, on étudie sa réponse sur l’antithéisme et le relativisme sceptique ; sa vision du dualisme chrétien comme quelque chose que nie le pouvoir total de l’État ; sa critique des théologies politiques ; la foi comme réserve de critères moraux pour la politique. On en conclut que Ratzinger est un référent pour construire une théorie rénovée des relations
entre l’Église et l’État.

Mots-clés:

Église et État. Dualisme chrétien. Ratzinger.

 

1. Consideraciones previas sobre el tema fe-política

Antes de empezar a hablar de Ratzinger tenemos que hacer una larga introducción en dos partes1.

1.1. Las consecuencias pastorales de una correcta praxis sobre fe y política

A primera vista, este tema parece muy “académico”, con poco interés pastoral; un tema “elegante”, poco práctico, que no nos va a ayudar en nuestra vida de cristianos, seamos pastores o laicos. No obstante, si lo consideramos con detalle resulta sorprendentemente práctico. Intentaré exponerlo brevemente ahora, y confío en que quede manifiesto al final.

Es muy importante para la fe que la Iglesia sea fiel a su misión, que sea Iglesia. No obstante, siempre tendrá la tentación de desviarse de esa misión en mayor o menor grado, consciente o inconscientemente. Y contará también con la ayuda del Espíritu Santo para permanecer fiel a ella. Hay múltiples modos de desviarse de la misión. El principal es politizarse: olvidar en alguna medida su misión propia y dedicarse a mejorar políticamente el mundo2. Esto último es una tarea muy noble,
pero no es la tarea propia de la Iglesia: ella está para algo distinto; y para esa otra tarea existen otras instancias3.

En este caso, la misión propia de la Iglesia queda en la penumbra, postergada de algún modo: la comunidad de fe hace política en detrimento de su tarea propia, hacer Iglesia. Se arriesga a convertirse en un partido (Cf. Ratzinger 1992, 60)4.

Pues bien, cuando esto ocurre, las consecuencias pastorales a medio y largo plazo suelen ser graves. Por tanto, cuando se da el caso, despolitizar la Iglesia, devolverla a su misión, es un buen servicio a la fe. En consecuencia, acertar con un adecuado enfoque de las relaciones entre fe y política tiene consecuencias pastorales de importancia: ayuda a la Iglesia a permanecer fiel a su misión, y en eso nos jugamos mucho5.

Abordemos el tema desde un nuevo punto de vista. Como se deduce de lo dicho, es muy importante para la fe que la Iglesia sepa encontrar el lugar que le corresponde en el espacio público, y no otro. O dicho de otro modo, que los cristianos (pastores y laicos) sepan gestionar bien las relaciones entre fe y política. Pero este “encontrar el lugar”, ese “gestionar relaciones”, es una tarea para la que no hay fórmulas fijas, normas apodícticas, sino unas orientaciones de fondo cuyas aplicaciones concretas habrá que reinventar en cada momento según las circunstancias: lo que, en un momento determinado, es ser fiel a su misión, en otro momento puede ser un modo de traicionarla. Los modos concretos que valían hace un siglo pueden no valer ahora6.

En realidad, estamos ante un peligro doble. Por un lado, la Iglesia no puede ser totalmente ajena a lo público, a lo político. Como decimos gráficamente, no debe “quedarse encerrada en la sacristía”, y debe reaccionar si otros pretenden encerrarla ahí7.

Por otro lado, tampoco debe “hacer política”, ni en el sentido de “tomar partido” ni en el sentido de ser una instancia “materna”, superior y neutral, que hace una especie de “Alta política”, desprovista de poder pero cargada de autoridad, y que desde esa posición se mueve políticamente.

Entonces, se trata de buscar en cada momento un difícil equilibrio, que debe ser siempre renovado, que no está nunca “ya hecho”, ni mucho menos garantizado, porque en sus determinaciones concretas es algo histórico, variable.

Pero, ¿no tenemos ningún criterio para buscar ese equilibrio siempre distinto? Sí: ese equilibrio es variable, pero obedece siempre a unos mismos fundamentos, que están en la Palabra de Dios, o mejor dicho, el fundamento de ese equilibrio es la Palabra de Dios. Se trata de buscar qué nos dice la Palabra de Dios al respecto, qué orientaciones nos da, sabiendo que luego nosotros tendremos que ver los modos concretos de interpretarla, aplicarla y encarnarla en cada situación concreta. Y de traducirlo jurídicamente: en el Derecho canónico, en los diversos ordenamientos estatales y en el Derecho internacional. Pero sin perder de vista que lo fundamental es captar una sintonía con la Palabra y con el Espíritu, estar sólidamente edificados sobre esa Roca también en nuestra materia, y eso es una tarea nunca acabada, siempre nueva.

Pues bien, en esta tarea de buscar orientaciones para ese equilibrio creo que Ratzinger nos ayuda a profundizar en la Revelación como pocos.

1.2. Sobre la reconstrucción de la disciplina canónica de las relaciones Iglesia–Estado

La segunda parte de la introducción se refiere a la reconstrucción de la disciplina canónica de las relaciones Iglesia-Estado. Como se sabe, durante el concilio Vaticano ii se puso de manifiesto la ruina interior del viejo edificio.

No voy a repetir aquí lo que ya dije al respecto en la introducción y en el primer capítulo de mi tesis doctoral hace 20 años (Soler 1993)8.

Ahora quiero referirme a una consecuencia de ese hecho. Estamos ante la tarea, y la oportunidad, de construir una nueva reflexión sobre las relaciones de la Iglesia con lo político. Pues bien, me parece importante que esta reflexión busque lo más hondo posible sus fundamentos, asiente hondos sus cimientos. No debemos ceñirnos a lo estrictamente jurídico, invocando una “pureza metódica”. Tampoco debemos volver a construirla como una sistematización del magisterio. Entiendo que la tarea, ahora, es aportar los fundamentos para renovar, más adelante, la visión jurídica de esta cuestión.

Creo que se trata de “ponernos a la escucha de la entera Palabra de Dios”, o dicho de otro modo “hacer una entera relectura de la Revelación”, buscando en ella los materiales para nuestra tarea. Por tanto, esta relectura debe ser “monográfica”: se trata de poner especial atención en lo que se refiere a nuestra materia. Esta concentración monográfica da resultados sorprendentes: revela incidencias “iuspublicistas” (digámoslo así para abreviar) que pasan desapercibidas al lector no atento a este aspecto. Teniendo presente la experiencia de la Iglesia estos dos milenios, y la experiencia de lo que ha ocurrido con la doctrina clásica en nuestra materia (el “ius publicum ecclesiasticum”), esta relectura puede ser particularmente fructífera.

Antes de seguir, es necesario hacer una aclaración. Por supuesto que no se puede hacer nunca una lectura selectiva de la Revelación. Al escucharla tengo que dejar que Dios me hable, que diga lo que quiera, lo cual incluye todo lo que Él quiera, no sólo lo que a mí me interesa. Esto es un presupuesto de la actitud de todo oyente de la Palabra. Y además es una exigencia de toda hermenéutica bíblica: tener en cuenta el conjunto de la Revelación, fuera de cuyo conjunto seguramente malinterpretaremos el pasaje que estamos leyendo, o (en nuestro caso) el aspecto en el que nos estamos fijando. Es decir, lo que propongo tiene un riesgo de pre-interpretación, que hay que tener presente: un peligro de que las preguntas que le formulemos al texto ya falseen de entrada las respuestas que nos vaya a dar el texto luego. La exégesis de los últimos 150 años (que ha aportado mucho) puede ayudarnos a escarmentar al respecto9.

Esto presupuesto, no se excluye que, teniendo en cuenta estos y otros peligros10, y dentro de una actitud de escucha y hermenéutica holística, hagamos aproximaciones “monográficas”, concentrándonos en temas específicos, siempre con especial cuidado y con disposición a rectificar los eventuales pasos en falso.

Todo esto no puede ser tarea de un autor, sino de una o varias generaciones. Pero pienso que la generación actual, con todo lo que ha vivido, y con toda la historia que conoce más o menos de cerca, está dotada de una sensibilidad que la capacita para hacer esta tarea con especiales frutos. Por lo tanto, no se trata de precipitarnos a escribir algo así como “manuales con base bíblica”, sino de ir elaborando un patrimonio con el que quizás otros puedan hacer eso en el futuro.

Ahora querría dar otro paso: ¿tenemos que ir sin armas a la tarea? ¿Tenemos que enfrentarnos directamente a solas con los textos originales –la Biblia y los Padres–? ¿O disponemos de alguna orientación? Sin duda, tenemos alguna orientación para esa tarea. Parte del trabajo ya está hecho.

Por supuesto que existe una ingente bibliografía canonística. Mi conocimiento de ella es limitado y sectorial. La impresión que he sacado es, en general, bastante deprimente, con excepciones. Mejor huella dejan algunos teólogos: Hugo Rahner, De Lubac, Lombardi, Dal Covolo…: casi todos patrólogos. Sea lo que sea de esto, hay alguien que, cuando escribe sobre esta materia –y lo hace con frecuencia–, destaca, a mi juicio, sobre cualquier otro. Se trata precisamente de Joseph Ratzinger.

En consecuencia, un primer trabajo para esta relectura global de la Revelación que nos permita una reelaboración del tratado Iglesia-Estado, podría ser leer a Ratzinger y ver las pistas que nos da sobre el tema.

2. Advertencias preliminares sobre el tema en Joseph Ratzinger

Las aportaciones de Ratzinger en nuestra materia son bastante numerosas. Y, a mi juicio, muy ricas. No obstante, están bastante dispersas.

El tema fe-política está presente en toda su obra. En ocasiones de modo casi continuo (aunque incidental). De la manera más inopinada el asunto sale cuando menos se espera: por supuesto, al hablar del Reino de Dios; pero también al comentar el bautismo del Señor, o las tentaciones, o el cuarto mandamiento, o el proceso en el Sanedrín, o la purificación del Templo, o la opción de la primitiva Iglesia por la filosofía en lugar de las religiones, o conceptos básicos aparentemente ajenos como “evangelio” o “parusía”… En resumen: hay menciones incidentales (pero muy ricas de contenido) a nuestro tema en toda su obra; unas más extensas, otras menos.

Mi experiencia en todos estos casos es que al final, después de haber leído el pasaje correspondiente, uno siempre tiene la impresión de que “venía a cuento”: de que aquello no ha sido una digresión en la que el autor ha abandonado por un momento el tema de que estaba hablando para luego volver a él; sacando las consecuencias sobre fe y política, Ratzinger sigue hablando de aquello que estaba tratando en cada caso.

Ahora hemos de continuar con algunas advertencias pedestres, materiales, para entrar luego en materia. Una primera advertencia es que vamos a distinguir entre Ratzinger y Benedicto xvi. Aquí nos vamos a ocupar sólo de las obras personales del primero, sin tener en cuenta las del segundo. Vamos a prescindir también de los documentos de la Congregación para la doctrina de la fe (salvo en una ocasión), por la misma razón: no son obras personales suyas. Sí vamos a tener en cuenta Jesús de Nazaret, porque es una obra personal de Ratzinger, aunque publicada siendo ya Papa.

En segundo lugar, es muy difícil hacerle justicia a Ratzinger. Su pensamiento es tan rico y tan profundo que es fácil no dar en el clavo: que cosas principales queden en el tintero y otras secundarias ocupen su lugar.

Hay una segunda razón de esta dificultad: como hemos dicho el tema está presente de modo transversal en toda la obra de Ratzinger (al menos en toda la que yo he leído). Esto significa que, para abordar con garantía el asunto, habría que haber leído todas las obras importantes de Ratzinger, cosa que por el momento no he podido hacer. Por tanto, estas palabras tienen un carácter provisional.

Existen obras dedicadas temáticamente al asunto, y hay que decir cuáles son. Antes de hacerlo, señalemos que son pocas y tienen, a veces, un carácter ocasional. Salvo excepciones, son reuniones de artículos o intervenciones ocasionales que le han sido solicitadas. No obstante, también estas últimas tienen una riqueza y profundidad grandes: cuando a Ratzinger le piden que trate un tema, entra al fondo de los problemas, y muy bien; por lo tanto, el carácter ocasional de algunas de estas intervenciones no merma su valor11.

Presentemos ya las principales obras dedicadas al tema: en primer lugar, Iglesia, ecumenismo y política (original de 1987), en su tercera parte, “Iglesia y política”; La unidad de las naciones. Aportaciones para una teología política (original de 1972; es un estudio muy breve, y muy interesante, sobre Orígenes y san Agustín); Europa: raíces, identidad, misión (2004); Una mirada a Europa (1993); Verdad, valores, poder. Algunas partes de Fe, verdad, tolerancia (2004). Por último (en parte están recogidos en las obras mencionadas), sus debates acerca de los fundamentos morales de la política con pensadores como Habermas, Flores D’Arcais o Marcello Pera. Esto es lo que obra en mi conocimiento.

La obra general que he tenido en cuenta y resulta relevante en la materia es: Introducción al cristianismo (original de 1968), Jesús de Nazaret I y II (2007 y 2011; del volumen III, de 2012, no he retenido nada relevante para nuestro asunto), El Dios de los cristianos; Creación y pecado; La Iglesia, una comunidad siempre en camino; Convocados en el camino de la fe; Fe, verdad, tolerancia (las partes no temáticamente dedicadas también resultan relevantes); La fraternidad de los cristianos; finalmente, sus informes sobre las cuatro sesiones del concilio, que he podido consultar reunidos en una reciente y cuidada edición francesa bajo el título Mon concile Vatican II.

No he podido releer, ni por tanto comprobar si contienen referencias importantes para nuestra materia, algunas obras como Palabra en la Iglesia, o los cuatro libros–entrevistas con Vittorio Messori y Peter Seewald.

Dos obras imprescindibles que, sin embargo, por el momento no he podido estudiar, son Teoría de los principios teológicos y El nuevo pueblo de Dios.

Una última advertencia es que utilizo aquí sólo obras de Ratzinger, no obras sobre él. He encontrado en el profesor Pablo Blanco un generoso orientador en lo tocante a las obras importantes de y sobre nuestro autor. Pero de hecho, por el momento, he podido consultar muy pocas de las segundas12.

3. La aportación fundamental de Ratzinger: un modo de hacer teología que ilumina el papel de la política13

Ya el título del epígrafe indica que, a mi modo de ver, la aportación principal de nuestro autor no está tanto en los contenidos, sino en el método. Pero de esta aportación metódica se derivan unas aportaciones de contenidos muy valiosas, que estudiaremos en el siguiente epígrafe.

Este asunto está relacionado con la cuestión, antes anunciada, de por qué el tema fe y política tiene una presencia frecuente en toda la obra de Ratzinger. Para explicarlo es necesario exponer cuál es, en mi opinión, el carácter y la orientación fundamental de la obra de Ratzinger, en ésta y en otras materias14.

Si hubiera de expresar cómo entiendo el núcleo del pensar teológico de Ratzinger diría lo siguiente. Ratzinger se percata de que el cristianismo siempre tiene la tentación de deslizarse subrepticiamente, consciente o inconscientemente, desde el plano de lo verdadero al plano de lo útil; sea en el nivel personal sea en el nivel social (quiero decir: sea deslizarse hacia lo que me es útil a mí como persona; sea deslizarse hacia lo que es útil a la sociedad). Y subraya, con fuerza y lucidez únicas, que ese deslizamiento sería letal. Para Ratzinger la cuestión de la verdad es fundamental. También la del amor; pero por este orden: primero la verdad, después el amor.

En consecuencia, Ratzinger no aceptaría un cristianismo concebido como algo que no es verdad pero que cumple una útil función: de guía moral, o de sostén sicológico, o de fundamento para la convivencia; tampoco aceptaría un cristianismo que, con independencia de que sea verdad o no, puede cumplir esas funciones, es decir un cristianismo aceptado “haciendo abstracción de su pretensión de verdad”. El cristianismo es asertivo, levanta una pretensión de verdad; afirma algunas verdades ontológicas (metafísicas, ahistóricas), y otras verdades históricas (cosas que han pasado y afectan decisivamente a nuestra existencia).

Sólo si esta pretensión es verdadera podemos aceptar el cristianismo. Pero hay que dar un segundo paso: si esa pretensión es verdadera, ha de ser de algún modo accesible al hombre (a la razón humana), ha de ser de algún modo “verificable”15, cognoscible por el hombre. Sólo así puede y debe el cristianismo ser aceptado. De lo contrario (si no es verdadera o es totalmente inaccesible a la razón), es un placebo, un engaño útil16.

Pero es necesario el tercer paso: que entre en juego también el otro elemento, el amor: sólo si esa verdad es algo más que “eterna matemática del universo” (Ratzinger 2002, 122), sólo si es una persona que me conoce y me ama, sólo entonces deviene una verdad significativa, una verdad que merece la pena, sólo entonces es algo más que la composición de los anillos de Saturno (que, sí, es verdad, pero que nos trae absolutamente sin cuidado).

Estamos hablando, pues, de la conjunción de tres elementos: – en primer lugar, que Dios es lo más real, y la intervención de Dios en el mundo es lo más real que ha ocurrido; dicho de otro modo, que la verdades eternas y los acontecimientos históricos de que habla la revelación judeocristiana son el centro de la realidad;

– en segundo lugar, que la razón está abierta a la totalidad de lo real; es decir, que la razón no está condenada a ceñirse a lo empírico, a lo tocable, a lo científicamente verificable, sino que puede, del modo que sea (ahora no podemos entretenernos en ello), romper ese cascarón y acceder a lo meta-empírico, a lo meta-científico; ciertamente, con esto está saliendo del terreno de la ciencia empírica, pero no del terreno de la razón humana: salir del terreno de la ciencia no es necesariamente caer en el terreno de lo irracional o de lo arracional. No sólo eso: está también abierta a algo que le pueda venir de fuera; no a algo que le venga de lo irracional, del no-pensamiento, sino del pensamiento- ajeno: especialmente del pensamiento eterno de Dios17.

– en tercer lugar, que esas verdades y hechos son portadores de un amor que da sentido a la existencia y la llena de contenido.

Pues bien, si esto es así, el cristianismo tiene no sólo una pretensión de verdad, sino una pretensión de totalidad, porque no es una verdad sectorial, monográfica, ni una verdad meramente funcional, sino el centro de la realidad y del sentido.

Por tanto, no puede ser relegado al ámbito de lo privado, como se hace siempre que se niega su racionalidad o su relevancia y, en consecuencia, se lo confina al ámbito de los sentimientos o de los gustos personales privados18.

En consecuencia, la fe tiene algo que decir en todos los campos, tiene mucho que decir. Como veremos más adelante, también tiene mucho que callar, pero de momento quedémonos con eso: la comunidad de fe no se presenta como una asociación privada de culto, sino como la presencia en el mundo de la verdad salvadora que es don del Dios Uno y Trino19.

Por supuesto, Ratzinger no desciende a detalles canónicos concretos, porque no es canonista ni jurista. Pero, a cambio, da una profundidad a la reflexión teológica como no he encontrado en ningún otro. Ésta es una característica de Ratzinger en cualquier cuestión que se plantea (no solo en nuestra materia; pero es oportuno exponerlo aquí porque es una característica especialmente fecunda en la cuestión fe-política). Ante un problema a lo mejor muy práctico, de un detalle muy concreto20 entra hasta el fondo del problema, hasta los fundamentos, intenta resolver el problema en sus raíces mismas. Como esto coincide con una envidiable preparación teológica en todas las materias (un conocimiento de la exégesis, de la historia de la teología, de la cristología, de la eclesiología, de la teología sacramentaria y litúrgica, de la escatología, de la moral y por supuesto de la teología fundamental que es el campo desde el que aborda los demás), puede hacerlo con fundamento, con orientación: no es un indocumentado que se atreve a dar opiniones sobre aquello que desconoce; es alguien que ha podido seguir el difícil consejo de san Pablo “probadlo todo y quedaos con lo bueno”21. Y consigue expresarlo con gran sencillez: cualquiera lo entiende; el fruto de sus trabajos no son razonamientos abstrusos, sino expresiones sencillas, bellas, en las que quien brilla no es el autor, sino la verdad misma de la fe.

En el seminario mencionado en la nota 1, el profesor Blanco hizo una sugerencia que me sirve para sintetizar todo esto en dos frases: Ratzinger se ha centrado especialmente en las relaciones entre la fe y la razón; y la visión que tiene de esas relaciones influye decisivamente en su visión de las relaciones entre fe y política, entre Iglesia y Estado: de la primera cuestión deriva la segunda22.

4. Los contenidos

4.1. La respuesta al antiteísmo y al relativismo escéptico

Este primer elemento tiene relación con lo que tratábamos en el epígrafe anterior. Diversos pensadores consideran que el monoteísmo es un peligro para la convivencia pacífica, en particular para la convivencia democrática. Esto tiene raíces ilustradas, que se apoyan en la experiencia histórica de las guerras de religión en Europa. Pero, sin remontarnos tan atrás, citemos solo dos nombres entre los actuales: Richard Dawkins y Giovanni Sartori, en su discurso al recibir el premio Príncipe de Asturias en 2005. Las razones son tanto teóricas, como derivadas de la experiencia: un Dios absoluto sería una teoría tendencialmente fundamentalista y violenta. Y, por otra parte, la experiencia de las religiones monoteístas lo corrobora: el Islam tiende a la guerra santa, y el Cristianismo, si bien no tiene una tendencia tan intrínseca como el Islam, ha dado origen a luchas tan duraderas y sangrientas como las Cruzadas o las guerras de religión que siguieron a la Reforma. La democracia y la convivencia pacífica necesitan, pues, liberarse de los monoteísmos23.

La respuesta a esta crítica está unos párrafos más adelante, y en el epígrafe siguiente. Pero adelantemos algo de momento: el monoteísmo de Israel es “la negación de la divinización de todos los poderes políticos”, y esto es “un gran acontecimiento en la historia de la liberación humana” (Ratzinger 2002, 95-96)24.

Esta crítica al monoteísmo, o algo muy parecido, reviste una formulación epistemológica. De lo que debemos librarnos no es solamente de Dios, sino de la pretensión de alcanzar la verdad. Es la pretensión de verdad lo que origina la lucha e impide la convivencia pacífica. Una formulación paradigmática de esta postura es la de Kelsen en la décima edición alemana de su Esencia y valor de la democracia, de 1932 (la primera edición es de 1920); en esa edición añadió un último capítulo en el que pone a Pilatos como modelo de demócrata, pues da los dos pasos esenciales en democracia: renunciar a la verdad y, una vez dado este paso, volverse a la mayoría como único criterio válido para decidir. Primero renuncia a la verdad preguntando con desdén “y ¿qué es la verdad?”, y una vez renunciada la verdad, se vuelve al pueblo allí congregado (la “mayoría”) para que sea él quien decida25.

Ratzinger responde a la primera versión –la crítica del monoteísmo– desde la postura de Erik Peterson (Ratzinger 2002, 145-146)26. La respuesta de Peterson, que Ratzinger hace suya, es que, efectivamente, el monoteísmo “puro” justifica el poder absoluto del monarca, y en este sentido es teología política. Pero esto no ocurre con el monoteísmo trinitario: el Dios cristiano es único, pero es en su interior familia, y conoce por tanto el amor; no es un dios solitario, tiene “sentimientos humanos” y los ha dado a conocer enviando a su Hijo; por lo tanto, no es un déspota arbitrario. Ciertamente, las interpretaciones monarquianistas de la Trinidad recaen en el “monoteísmo puro”, y en esa medida caen también bajo la acusación que a éste se le hace.

Aunque es evidente la diferencia entre el Dios de Jesucristo y (por ejemplo) la idea que los musulmanes tienen de Alá, personalmente creo que Peterson, y Ratzinger con él, llevan demasiado lejos la interpretación. Cierto que el monoteísmo posibilita ser utilizado para comparaciones del tipo “un solo monarca absoluto, como un solo Dios Señor de todo”. Cierto que esto históricamente ha ocurrido. Pero estimo que esto es accidental: ni el monoteísmo “puro” porta en sí intrínsecamente una carga de absolutismo político ni la Trinidad es una especie de solución mágica al problema. Por decirlo así: Peterson y Ratzinger aceptan la premisa mayor, pero niegan la conclusión introduciendo la Trinidad en la premisa menor; mi opinión es que lo correcto es negar la premisa mayor (aunque –como siempre– merece la pena tener en cuenta la respuesta de Peterson-Ratzinger).

Más atención presta Ratzinger, en toda su obra, al problema de la valencia pública de la verdad. Se enfrenta específicamente con la tesis de Kelsen expuesta más arriba en Verdad, valores, poder (cf. 1995, 81-89) y en Fe, verdad, tolerancia (cf. 2005d, 65); no obstante, el intento más detallado de dar respuesta a la impugnación de la valencia política de la verdad, es quizás el que hace, sin citar por su nombre a Kelsen, en el epígrafe “Jesús ante Pilato” de Jesús de Nazaret ii (2011a, 223-228). No podemos exponer aquí la cuestión; baste señalar que es uno de los temas a la vez difíciles y fundamentales. Por lo que hemos dicho antes, ya se puede suponer que la renuncia a la verdad no es aceptable para Ratzinger; la síntesis de su respuesta podría ser ésta: si la verdad no cuenta, estamos indefensos, caemos en la dictadura del poder. Pero al mismo tiempo, nuestro autor es muy consciente de que la praxis concreta no se establece desde una verdad eterna, ahistórica, sino que depende de las circunstancias, de lo que en cada momento es posible.

Con todo, no le falta razón a Kelsen, en el sentido de que, como me sugería en correspondencia privada el profesor Juan Luis Lorda, es necesario

protegerse del visionario que, teniendo la idea clara de cómo tiene que ser la sociedad, la intenta imponer desde el poder. En ese sentido es verdad que la supuesta verdad, cuando se plantea en estos términos, tiene siempre una tentación totalitaria. La democracia no se basa en la verdad total, sino en un acuerdo de convivencia, donde se reconoce el respeto mutuo y unas relaciones de igualdad y justicia27.

Creo que podemos aplicar aquí algo que Ratzinger dice en otro terreno. Citando a Eccles, dice:

Los filósofos medievales hablaban a menudo de la razón como de una «fe que se purifica a sí misma». El devoto del escepticismo presta un servicio esencial a tan noble misión. Nos obliga a purificar al máximo nuestra fe, aun cuando sepamos que, en definitiva, ella conservará la cualidad de fe y no se tornará en razón con otro nombre (Ratzinger 2007a, 265)28.

Podemos aplicar perfectamente estas palabras a nuestro terreno: las críticas de los antiteístas y de los relativistas nos pueden ayudar a purificar nuestra fe y, en concreto a llevar a cabo lo que Ratzinger llama la necesaria “autocrítica de las realizaciones políticas del cristianismo” (Ratzinger 1987, 231-236).

4.2. La negación del carácter total (omniabarcante) del Estado

Para cualquier hombre de la actualidad es evidente que el Emperador (quien ejerce el poder) no es dios, ni hijo de dios, ni salvador, ni señor, ni dador de paz, ni ninguno de los títulos que los emperadores antiguos (egipcios, asirios, babilonios, persas, griegos, romanos) solían atribuirse.

Al respecto, Ratzinger da dos pasos. En primer lugar, saca una consecuencia muy sencilla para todos los tiempos: esto significa que el Estado (o como quiera que se llame la comunidad política en cada momento), no lo es todo. Es decir “no es la totalidad de la existencia humana y no abraza toda la esperanza humana (…) el Estado romano era falso y anticristiano precisamente porque quería ser el todo de las posibilidades y de las esperanzas humanas” (Ratzinger 1987, 163). No tiene un carácter omniabarcante. Es algo relativo, penúltimo. Y, por tanto, el poder constituido en él (el Emperador y quienes le representan) tampoco es total: no es panto-krator, señor de todo29.

En segundo lugar, Ratzinger señala que el poder tendrá siempre esa tentación, si bien con otras máscaras. Es decir, la esencia de los viejos imperios no ha desaparecido por completo. Lo hemos visto el siglo pasado en las terribles experiencias del nazismo, el comunismo y el maoísmo (y solo citamos los casos a gran escala). En particular “cuando la fe cristiana, la fe en una esperanza superior del hombre, decae, vuelve a surgir el mito del estado divino, porque el hombre no puede renunciar a la plenitud de la esperanza” (Ratzinger 1987, 163).

Hay una serie de expresiones en los evangelios que atribuyen a Cristo lo que se solía atribuir al emperador; y de este modo, se lo niegan implícitamente a éste último. A nosotros pueden pasarnos desapercibidas, porque estamos acostumbrados a ellas y porque no somos conscientes del significado político que tenían en aquellos tiempos. Así pues, Cristo se contrapone en un determinado aspecto, no en otros, al emperador.

Estas expresiones son, además, palabras-clave de los evangelios. Empezando por “evangelio”: todo lo que viniera del emperador era considerado, con independencia de su contenido, “evangelio”, “buena noticia”, porque, por el hecho de venir de él era portador de bien, de salvación. El emperador era considerado “hijo de dios” y “dios”, y se le aplicaba también, en este sentido, el título de Kyrios, “Señor”; la visita de la Autoridad imperial a una ciudad o región del imperio se llamaba “parusía”, porque era un “advenimiento”, una visita salvífica. Dígase lo mismo de Augusto como “dador de paz”.

En diversos pasajes de su Introducción al cristianismo30y de Jesús de Nazaret31, Ratzinger hace ver que cuando Jesús (o el autor sagrado) se aplica a sí mismo estos títulos hace lo que venimos diciendo: está negándolos al Emperador, y de este modo, se contrapone, digamos parcialmente, a él. Es importante esta última matización: Jesús lo acepta como poder político, pero le niega todo lo que suponga rango divino, y con esto pone un límite a su poder: está diciendo “sólo yo soy Kyrios, sólo yo soy soter, sólo mi palabra es siempre evangelio, sólo mi venida es parusía, sólo yo soy Dios”. Tu poder no es total, tiene un límite. Está poniendo al emperador, y en definitiva a toda comunidad política y a todo poder político, en su lugar. Está diciendo de modo implícito: el único Dios soy yo32. El emperador es sólo un hombre, el poder político es un fenómeno humano y, por tanto, limitado y falible.

Así pues, y resumiendo, el llamado “dualismo cristiano” no se funda sólo en algunas frases como “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” y algunas pocas más; encuentra ahí su formulación temática emblemática; pero esta frase no es una piedra caída del cielo, no es un dicho solitario en medio de un Nuevo Testamento que poco o nada tendría que ver con ella por lo demás; todo lo contrario: hunde sus raíces en la entraña misma de la fe cristiana, en la estructura interna de la fe; o dicho de otro modo, en la Revelación captada como globalidad: en la noción de Dios, del mundo, del hombre y de la comunidad
humana que ahí se contienen; y en la historia global de la salvación cristiana. Por eso Ratzinger llega a decir que la distinción entre lo político y lo religioso pertenece a la esencia de la fe cristiana33: no parece ser algo totalmente periférico en el “nexus mysteriorum”. Si vale la comparación, es como un gen que está en cada célula, y se expresa de diversas maneras. Creo que Ratzinger ha sabido captar y expresar todo esto como nadie.

Todo esto supuso en su momento una cierta revolución. Pero hay que tener mucha cautela al utilizar esta palabra, porque Jesús no hace política, es decir, no hace estas reivindicaciones al modo celota; y no lo hace porque no viene a cambiar el orden político: viene a otra cosa, a realizar una reconciliación más profunda en el interior del hombre y de la comunidad humana. Las consecuencias políticas que esto tenga –que las tiene– no son el objeto directo de su misión. Jesús asume la comunidad política y el poder político tal como son en el momento en que vive, y a él se somete. Pero le niega carácter divino y, con esto, le niega la totalidad, lo relativiza y le niega la “posesión” sobre sus súbditos. Con su actitud, Cristo está dando la norma para la actitud de la Iglesia en todos los tiempos.

En realidad, con todo esto Cristo no se rebela contra el poder, sino que le presta un servicio. Presta un servicio al poder y un servicio al hombre.

Un servicio al poder. Porque, por un lado, lo reconoce, reconoce su necesidad y su legitimidad. Y, por otro, le devuelve la humildad del realismo, le libera de una carga que no puede soportar: le dispensa de la obligación de ser dios y, por tanto de tener que arreglarlo todo, de tener que conseguir lo imposible, y le restituye a su terreno: al arte de lo posible (cf. Ratzinger 1987, 165).

Este servicio es muy importante, porque el poder siempre tendrá la tentación de divinizarse, de diversas maneras; el poder, si se descuida, acaba queriendo a la gente de rodillas. Y esto tiene su explicación: en el fondo, cada hombre tiene una tendencia primordial a ser dios: quiere la superación de todos los límites; y no le falta razón, porque a ello está llamado. Pero lo intenta del modo incorrecto: sólo puede hacerse dios recibiéndolo como regalo del amor, y él lo intenta robando, arrebatando (cf. Ratzinger 2007a, 85 y 2004a, 106). En el fondo, la tendencia a la divinización del poder no es más que una superestructura de esta tendencia primordial a la divinización del yo. Y por eso siempre estará presente.

Un servicio al hombre: libera sobre todo a los súbditos, porque, como hemos dicho, el poder en la medida en que se diviniza, quiere a la gente de rodillas, y esta postura sólo es digna ante Dios (ante el verdadero Dios, no ante el poder falsamente divinizado). Por lo tanto, merced a ese esfuerzo permanente por recordar los límites naturales del poder surgen espacios de libertad para los hombres, espacios donde la conciencia personal es restituida, reconocida y elevada al lugar que le corresponde34; o dicho en negativo: la opresión que surge cuando el Estado y el poder son dios, cuando todo lo que venga del Emperador es “buena noticia” hace el aire irrespirable, la vida imposible. Quien se atreva a negar esto, da aire a los hombres. Es la mayor aportación de libertad que puede hacerse (Ratzinger 1987, 192-193).

No podemos concluir sin una advertencia: Cristo reveló esto “ephapax”, de una vez por todas, pero la recepción eclesial no se da “ephapax”, de una vez por todas: continuamente corremos peligro de olvidarlo, y continuamente hemos de esforzarnos por recordar que el poder no es dios. Ciertamente no lo va a pretender de manera explícita, pero sí bajo otras máscaras, especialmente bajo la idea de soberanía absoluta. El siglo pasado lo hemos experimentado en el horror del Nazismo, del Gulag y del Maoísmo. Y seguirá presentándose bajo diversas formas: la opinión pública, los medios, el dinero, el prestigio, lo socialmente vigente… Es evidente que hoy sigue habiendo muchos dioses. Si huimos de Dios, los dioses nos perseguirán hasta darnos alcance (Ratzinger 2002, 97).

Quisiera insistir en que Ratzinger ve en muchos textos bíblicos la legitimidad de la comunidad política y del poder constituido en ella. Ve muy profundamente al hombre de la biblia como relacional, y por lo tanto, social, radicalmente “zoon politicon”; hasta el punto de que la humanidad, “Adán”, es una “personalidad corporativa”; de modo que la polis es, en la revelación judeo cristiana, esencial a la idea del hombre. Podríamos reformular ahora así este epígrafe: “la afirmación del Estado y la negación de su carácter total” (o, diciéndolo con Hugo Rahner: la Iglesia dice “sí” y “no” al Estado). Particular atención merece la exégesis que hace nuestro autor a textos del Antiguo y Nuevo Testamentos redactados en un momento en que el pueblo de Dios (Israel o la Iglesia) estaba siendo sojuzgado por el Imperio (babilonio, griego, romano), y en los que, sin embargo, Ratzinger ve la aceptación de ese Imperio que está sojuzgando (en especial, algunos textos de los libros –o epístolas– de Jeremías, de Daniel, de Pablo y de Pedro) (cf. por ejemplo, Ratzinger 1987, 163-168).

4.3. La negación del carácter total se extiende a la Iglesia

Ratzinger ve también a la Iglesia sometida a esta misma tentación. La posibilidad de caer en ella tiene límites, porque le ha sido prometida la fidelidad, pero es real, y se ha realizado históricamente en mayor o menor medida. La tentación no revestirá las mismas formas del pasado: el Imperio Romano–cristiano, o los Estados pontificios; pero siempre estará presente (cf. Ratzinger 2011a, 68 y 2007b, 49-71).

Dicho de otro modo, a Ratzinger no se le ocurriría sentar a la Iglesia sobre el trono que ha negado al Estado, eso sería pervertir a la novia; lo que hace es negar que ese trono exista: afirma la ausencia de un poder total y de una comunidad omniabarcante. Pero históricamente la autoridad eclesiástica ha intentado ocuparlo en diversas etapas (es decir, la novia ha jugado a sentarse en el trono), y ese sitio no le corresponde tampoco a ella.

Esto, en definitiva, quiere decir: simplemente se niega que exista en la tierra un poder total, se niega la soberanía, se niega una instancia que abarque todas las esperanzas humanas y todo ámbito de realización humana. El hombre trasciende todas las instancias. Todo esto tiene como consecuencia que crea un ámbito radical de libertad frente a todo poder, sea político, eclesial o de otro tipo.

Otra forma de esta tentación sería establecer una cierta relación entre los dos poderes, el político y el religioso, hecha de tal modo que entre ambos sumaran un poder total omniabarcante, que acabaría también sofocando la libertad. Esto ha ocurrido en la historia (y a ello alude la expresión “alianza entre el trono y el altar”). No obstante, Ratzinger señala que incluso en los períodos más oscuros,

el ordenamiento de libertad contenido en los testimonios fundamentales de la fe continuó siendo una instancia contra la fusión de sociedad civil y comunidad de fe, instancia a la que podía agarrarse la conciencia y de la que podía nacer el impulso hacia la disolución de una autoridad totalitaria (Ratzinger 1987, 179s).

Esto es importante para nosotros cristianos. Más que lo tratado en el epígrafe anterior. Tiene una consecuencia muy concreta: si alguna vez nos vemos ante la alternativa de dominar o ser dominados, no podemos elegir la primera. Lo que se trata es de evitar que se dé esa alternativa; y si se da, deshacerla, es decir, buscar una salida que permita no tener que elegir. Pero si se llegara a dar el caso a pesar de todos los intentos, el camino de la Iglesia será la paciencia del martirio, no la rebelión de los celotes. Y es importante recordarlo, porque (lógicamente) es muy fácil olvidarlo cuando uno está realmente en esa alternativa35.

Hay que destacar otro aspecto: la Iglesia reivindica una presencia pública. No es posible exponer esto con detalle. Baste dejar aquí constancia de que Ratzinger insiste con frecuencia en que la Iglesia, por su pretensión de verdad, por la pretensión de totalidad de la fe, y por su afirmación de que el hombre está abierto a la totalidad de lo real, no se resigna a quedar relegada al ámbito de lo privado. Esto puede parecer difícil de compaginar con la libertad religiosa, y a mí me parece que de hecho lo es (es decir, supone un reto intelectual encontrar cómo encajan estas dos piezas: libertad religiosa y presencia pública de la Iglesia). Puedo indicar aquí solamente una pista que da Ratzinger: el hombre, que no es una mónada, necesita espacios colectivos de libertad, si no quiere que ésta quede en papel mojado, si quiere que sea real y efectiva; la Iglesia se pone al servicio de la libertad de los hombres porque se constituye en el primer espacio colectivo de libertad. En efecto, quizás más que de dualismo cristiano haya que hablar de “pluralidad cristiana”: el cristianismo no afirma dos espacios de conocimiento y acción, que hipotéticamente sumados constituyeran un espacio de totalidad, sino que niega la “totalidad abarcante”, y con esa negación posibilita una pluralidad sin límites de espacios de conocimiento y acción. En esa pluralidad, el ámbito político es el primero que tiene vocación y tentación de totalidad, y el ámbito religioso es el primero que se le contrapone como algo que trasciende a lo político. Y, a partir de ahí, pueden surgir los demás ámbitos. Es decir, la dualidad es el primer paso hacia la pluralidad36.

Una consecuencia significativa. Quizás el poder político ideológico, cuando se pretende total, crea que tiene incluso algo así como un “poder sobre la verdad”. Puesto que no existe la verdad (o es políticamente irrelevante), la central del partido ideológico se siente legitimada para crear una “verdad oficial”, a la que hay que atenerse (al menos los miembros del partido), y a variarla según lo exijan las conveniencias del partido (“dos y dos son cinco si Hitler lo dice”). Dentro de esta lógica de poder, es comprensible que alguien interprete el magisterio de la Iglesia desde estas categorías: como una intromisión del poder en las conciencias. Comprensible pero erróneo. En realidad el magisterio no tiene ningún parecido (más que puramente externo) con eso. No tiene ningún “poder” sobre la verdad, ni puede considerar cuestiones de conveniencia en relación con ella: está al servicio de una verdad que le precede, que está por encima de él y de la que da testimonio. No “posee” la verdad: es poseído por ella. Por eso todo oficio que suponga magisterio tiene un carácter martirial: es un testigo de algo que no le pertenece. En particular el Primado. La posibilidad de olvidarse de todo esto forma parte de la tentación a la que siempre está sometida la Iglesia; conviene, una vez más, tener en cuenta esta tentación: de hecho, podemos ejercer el magisterio con criterios de poder37.

4.4. La crítica de las teologías políticas

Antes de exponer este epígrafe, tenemos que precisar qué entendemos aquí por teología política. Puede significar cosas muy variadas, y el propio Ratzinger usa la expresión con significados diversos en las diversas etapas de su carrera académica. Creo que el significado que ha acabado por imponerse en el uso de la cultura teológica y en el del propio Ratzinger es el que paso a exponer.

Teología política no sería una “reflexión teológica sobre la política” (una “teología de la política”) sino “una teología que es política”. Es decir, una teología que es en sí un programa político, una teología que elabora un proyecto político. Mejor: no sólo “que elabora”, sino que consiste fundamentalmente en elaborar ese proyecto político: ésa es su orientación y su sentido fundamentales. Puede ser un proyecto político genérico, o puede descender a los detalles más pequeños. Puede tener una orientación u otra (por utilizar ese lenguaje: una teología política puede ser “de izquierdas”, “de derechas” o “de centro”). Lo que la define como teología política es que elabore una ortopraxis, y que esta elaboración de la ortopraxis sea el objetivo fundamental, que determina la ortodoxia: será orto-doxia, recta doctrina, lo que sirva a la ortopraxis. Pero no nos adelantemos.

Ratzinger, en sus distintas obras, ve cómo las distintas ramas de la teología del siglo xx van caminando hacia la teología política: al menos la cristología, la escatología y la eclesiología; y todas ellas, a partir de la exégesis.

La cristología empieza a ver en Cristo, a partir de la obra de Eisler en los años 30, un revolucionario celota, que se rebela, fracasa y es ajusticiado por los romanos. Esto cae unos decenios en el olvido, hasta que Brandom lo recupera en los 60, dándole una apariencia científica; y a partir de ahí la cristología eclosiona en un montón de teologías políticas, que llegan enseguida al nivel popular, con esos posters de Jesús-Che Guevara, o Jesús-guerrillero (cf. Ratzinger 2011a, 24-26).

La escatología “trae” la esperanza cristiana desde el más allá al más acá. No es fuera de la historia donde tenemos que poner nuestra esperanza, sino dentro de ella. Dios no está arriba, se dice, sino delante, en el futuro; y ese futuro no lo recibimos de Dios: lo tenemos que construir nosotros38. A partir de Moltmann y Metz, la escatología desemboca también en un torrente de teologías políticas: teologías de la revolución, teologías de la liberación, etcétera39; para ellas el instrumento natural de análisis es el marxismo, que era el pensamiento tout court entre la inteligencia europea en aquellos decenios; y así la teología de la liberación se convirtió en “la niña bonita de la opinión pública” (Ratzinger 2002, 21).

¿Qué ocurre con la eclesiología? La Iglesia, en ese contexto intelectual y espiritual, tiene que ser la comunidad donde se fomentan los valores del nuevo reino de Dios así concebido; la Iglesia es la nueva convocatoria del proletariado por así decirlo; la estructura donde se fermentan estas ideas y la punta de lanza para ponerlas en práctica.

Hemos mencionado en último lugar la exégesis, aunque en realidad tiene el primer lugar. Lo hemos hecho así para concluir con lo que a mi juicio es la principal aportación de Ratzinger en esta materia. Una aportación que contribuye a echar por tierra, casi como de un manotazo, todas las teologías políticas. A saber: Ratzinger llega al núcleo de lo que son los teologías políticas. Concretamente, éstas no son una “herejía concreta”, algo que afecta a un sector específico de la teología, sino una reinterpretación global del cristianismo hecha desde una óptica que busca en él lo que no contiene, y que de este modo lo desfigura por completo40. Esta desfiguración global hunde sus raíces en una exégesis que, desde la teología liberal y pasando luego por Bultmann, ha indagado en la Escritura con ahínco y con aportaciones muy interesantes, pero de modo sustancialmente incorrecto, como la historiografía demostró respecto de la teología liberal y como muchos discípulos de Bultmann han reconocido respecto a su maestro41.

Volvamos a la necesidad de que la Iglesia encuentre su lugar, su papel, en el mundo, y no se salga de él. Al estudiar las tentaciones de Cristo en el volumen i de Jesús de Nazaret, Ratzinger señala que el núcleo de ellas es el falseamiento de la misión del Mesías. “¿Qué debe hacer el Salvador del mundo o qué no debe hacer?: ésta es la cuestión de fondo en las tentaciones de Jesús”; “(…) la tentación (…) finge mostrarnos lo mejor: abandonar por fin lo ilusorio y emplear eficazmente nuestras fuerzas en mejorar el mundo. (…). Lo real es lo que se constata: poder y pan. Ante ello, las cosas de Dios aparecen irreales, un mundo secundario que realmente no se necesita” (2007b, 52-53). Aunque no lo diga explícitamente, resulta evidente que también la Iglesia de todos los tiempos estará sometida a la misma tentación: falsear su misión, cambiarla en misión política y, así, degradar la misión y desnaturalizarse como Iglesia.

4.5. La fe como cantera de criterios morales prepolíticos para la política42

Aquí la parte de la teología que más influye es, por un lado, la teología de la creación y, dentro de ella, la antropología. Por otro, la moral. Pero hay que tener en cuenta que para Ratzinger la moral no es nunca un “moralismo”, unas reglas de conducta que caen del cielo, sino algo cuyas raíces hay que buscar en la antropología, en el fondo del ser del hombre tal como ha sido creado por Dios43(la moral también degenera en moralismo si no se alimenta de la cristología y de la liturgia, pero esto no nos afecta directamente ahora).

Una de sus principales afirmaciones sobre la fe en la creación es que el cristianismo se sitúa entre el materialismo y el idealismo44. Es decir, Dios entrega el ser creado a su propia consistencia: éste nunca es “mera idea de Dios”, no tiene existencia sólo dentro de Dios. Su existencia procede del pensar eterno de Dios, pero cuando Dios lo crea lo entrega a la consistencia de sí mismo, a la libertad de sí mismo. Aquí ve Ratzinger el fundamento teológico de la autonomía de las realidades
terrenas y también, por tanto, la autonomía de la política, del poder político y del Estado. Esto me parece muy importante. Porque a todos se nos llena la boca comentando esta autonomía en Gaudium et spes 36 (por ejemplo), pero difícilmente encontraremos alguien que sepa dar razón de su significado, que sepa decir qué significa, que sepa fundamentarla y darle un contenido material concreto. Y de este modo nuestro discurso al respecto está vacío, es un slogan; y así, deviene mera propaganda ideológica. Personalmente, he encontrado (junto con mucha logorrea) algunas explicaciones y fundamentaciones interesantes y válidas en diversos autores, pero quizás ninguna tan profunda como la de Ratzinger.

No podemos extendernos aquí, pero la política necesita una orientación, un saber de sentido que no sea puramente técnico, y esta orientación no puede dársela a sí misma: le debe venir de fuera, porque ella no se dota de sentido a sí misma (cfr. Ratzinger 2007a, 226-227). Necesita una indicación sobre el bien, los valores, lo que sirve realmente al corazón del hombre. Necesita escuchar la sabiduría atesorada en la tradición de la humanidad, en los grandes filones de sabiduría histórica. La fe se presenta, como mínimo, como uno de estos filones de sabiduría que pueden orientar la acción política. Y allí donde la tradición cultural es cristiana, la fe cristiana puede y debe aportar mucho45.

Conclusión: la expulsión de la soberanía al ámbito de la trascendencia: no existe soberano en este mundo

El mejor modo de dar un fundamento teórico para evitar el poder total es ser conscientes de que dicho poder simplemente no existe: nunca será legítimo en este mundo. O dicho de otro modo, negar la soberanía en este mundo.

Siempre que admitamos esa noción de poder total, de soberanía, o simplemente mientras no la rechacemos, tenemos el terreno preparado para que surjan experimentos totalitarios, sea por parte del Estado, de la Iglesia, de una conjunción de ambos, o de otro tipo de poderes. Rechazadas estas ideas, seguirá existiendo el riesgo, pero al menos su justificación tendrá menos base teórica.

Pues bien, si Dios es el único panto-krator, el único soberano, es importante notar que es trascendente, que está fuera del mundo; y, cuando irrumpe personalmente en la historia, lo hace despojándose de todo poder. Viene en estado de kenosis, despojado de su gloria46. Viene a dar testimonio de la verdad y del amor sin poder, y solo recupera su poder en el momento en que desaparece su presencia histórica. “Se me ha dado todo poder” es una frase del Jesús post pascual, del Jesús que se va y vuelve al Padre, del Jesús que pierde el modo de presencia histórica que le había caracterizado en su primera venida47.

Nadie fuera de Dios es panto-krator. Esto quiere decir: ninguna instancia de este mundo representa a Dios de modo que pueda ejercer esa soberanía. Ni el emperador ni el papa. Ni el Estado ni la Iglesia histórica. No existe en este eón una entidad dueña de enseñorear todas las conductas.

Es cierto que en la práctica tiene que haber una “última instancia” (judicial, legislativa, etc.), pero es importante que esta última instancia no se conciba, ni en la teoría ni en la práctica, como esa entidad dueña de enseñorear todas las conductas: es simplemente “la inevitable última instancia”, la aceptación de que no podemos remitirnos al infinito en las decisiones que hay que tomar y en los problemas de la convivencia.

Una consecuencia importante es también que la Iglesia está llamada a despojarse continuamente del poder, a superar la tentación de Pedro en Cesarea y en Getsemaní: llegar al triunfo sin pasar por la cruz; ella, como su Maestro, sólo dará testimonio de la verdad y del amor en la paciencia diaria del martirio48.

Sólo hemos podido considerar algunas de las aportaciones de Ratzinger. Confío, no obstante, que esto resulte manifiesto que Ratzinger es un referente importante para construir una renovada visión de las relaciones entre Iglesia y Estado.

 

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1 Esta introducción está ocasionada por el origen de este escrito. Primero expuse el tema en una jornada para sacerdotes que tuvo lugar en Zaragoza (España) en enero de 2013, en el contexto del año de la fe. Lo volví a exponer en febrero, en un seminario de profesores en la Facultad de Derecho canónico de la Universidad de Navarra. Cada parte de esta introducción corresponde a una de estas intervenciones.

2 Es muy instructivo al respecto el comentario de nuestro autor a las tentaciones de Jesús (J. Ratzinger 2007b, especialmente 52-59, y 63-71).

3 Cuando se da esta politización de la Iglesia se puede traducir en una de estas dos cosas: en una identificación de la Iglesia con una “parte” (por ejemplo con la “derecha” o con la “izquierda”, aunque hay otras posibilidades); o bien, sencillamente, en dedicar las energías de la Iglesia a una misión propiamente política aunque sea “sin tomar partido” (sin identificarse con una parte, desde una posición “neutral”).

4 La trascendencia del tema, la pérdida de identidad de la Iglesia que esto supondría, se puede ver en el comentario al paralelismo entre Jeremías y Jesús en Ratzinger 1987, 264-265; más resumido en Ratzinger 2011a, 32.

5 Pensemos en la historia reciente de dos países tradicionalmente católicos: España y Polonia. En el segundo la Iglesia lo ha tenido todo en contra (invasión Nazi, dominio comunista…), y hoy, aunque con un ligero declive, hay una práctica dominical del 40%, los seminarios están llenos y hay una gran vigencia del sacramento de la penitencia (por mencionar solamente tres indicadores muy significativos). En España la Iglesia lo ha tenido todo a favor en los últimos 80 años (con algunos ataques en los medios) y, sin embargo, se ha producido una cierta desertización de la Iglesia. Los tres indicadores de que hablábamos (práctica dominical, vocaciones sacerdotales y sacramento de la penitencia) son muy inferiores en España. Otro dato es que la confianza que suscita la Iglesia en España ha ido cayendo desde cotas muy altas a muy bajas. Sin duda que esto obedece a múltiples causas, y quizás algunas estén fuera de la Iglesia. Pero será bueno reconocer que probablemente la principal es una crisis interna de la Iglesia. Y convendría estudiar si ha influido también una cierta politización de la Iglesia española durante todo el siglo xx, no para suscitar controversias estériles, sino para aprender de nuestra propia experiencia eclesial y, en su caso, hacer las rectificaciones oportunas. Quizás sean instructivas estas palabras sobre la tercera tentación de Cristo en Ratzinger 2007b, 65: “En el curso de los siglos, bajo distintas formas, ha existido esta tentación de asegurar la fe a través del poder, y la fe ha corrido siempre el riesgo de ser sofocada precisamente por el abrazo del poder (…) la fusión entre fe y poder político siempre tiene un precio: la fe se pone al servicio del poder y debe doblegarse a sus criterios”.

6 Ratzinger ofrece unas breves indicaciones para este equilibrio en su crítica a Moltmann,(Ratzinger 2007a, 77-86): por un lado, “el reino de Dios no es un concepto político y, por consiguiente, tampoco un criterio político, conforme al cual se pueda construir inmediatamente una norma política o realizar la crítica sobre realizaciones políticas. La realización del reino de Dios no es un proceso político, y donde tal cosa se pretenda, se falsean ambas realidades: la política y la teología. Entonces surgen falsos mesianismos que desembocan en totalitarismos por su misma esencia y por la pretensión interna de lo mesiánico, que pisa aquí un terreno falso.(…) Cuando la escatología se cambia en utopía política, la esperanza cristiana pierde su potencia (…) la escatología pierd[e] el contenido que le es propio, cambiándose (…) en una sustitución engañosa”. Pero enseguida añade un segundo elemento que es imprescindible para no malentender, por interpretación unilateral, esta crítica: “Esto no significa de ningún modo que el anuncio del reino de Dios tenga que reducirse a algo carente de relevancia práctica, convirtiéndolo tácitamente en una justificación de lo existente. El reino de Dios no es norma política de lo político, pero sí que es norma moral de lo político. (…) Con otras palabras el mensaje del reino de Dios tiene importancia para la política (…) mediante la ética política”. Las páginas de esta última cita (79-80) son un rico filón para nuestra materia.

7 Como suele ocurrir, por un malentendido en parte comprensible, a partir de la revolución francesa. Cf. Ratzinger 2005c, 19s.

8 Edición agotada; disponible en googlebooks. Una versión resumida en Soler 2001.

9 Resultan iluminadores el prólogo de Ratzinger 2007b, 7-21 y el capítulo i de Ratzinger 2007a, dedicado en gran parte a la exégesis, 39-86.

10 En particular, el peligro de ruptura con la Tradición de fe de la Iglesia, que se produciría si nos dejamos llevar por la tentación de “reinventar” o “redescubrir” el cristianismo (en lo que se refiere a nuestra materia) merced a la genialidad propia (cf. Ratzinger 2007a, 41).

11 Una pequeña digresión: Manuel Jiménez, un estudioso de Habermas que colaboró con él durante unos 30 años, preparó un dossier para un seminario en la Universidad de Valencia que incluía el debate de 2004 entre Habermas y Ratzinger; en la presentación decía: “Ratzinger es evidentemente una cabeza que hila fino, y por cierto lo hace a la altura de los varios frentes de discusión de la filosofía centroeuropea de los últimos treinta años; en ese contexto tiene muy claro qué es lo que quiere decir, y no sólo sabe decirlo con una notable transparencia y claridad, y con no poca contundencia, sino que sabe también decirlo con una admirable sencillez. Este teólogo es un profesor centroeuropeo moderno, que domina muy bien el contexto de discusión de su medio, que sabe muy bien qué piensa, y que sabe decirlo con una sencillez y claridad envidiables”.

12 No obstante, puedo indicar que son importantes las obras de Blanco y. Rowland que menciono en la bibliografía. No he podido tener en cuenta, por desgracia, el libro de P. Donato, Dialogo sulla politica con papa Benedetto xvi Roma, 2013, que apareció cuando el manuscrito del presente trabajo estaba casi terminado.

13 Para este apartado, cf. Ratzinger 1987, 169-182.

14 Explicar esto no es el objetivo propio de este trabajo, pero da razón de sus posturas en la materia que aquí nos ocupa.

15 No obstante, hay que tener cuidado con esta expresión, porque no podemos entenderla en el sentido de que nos sea lícito tratar epistemológicamente a Dios como un “objeto” de experimento.

16 Todo lo dicho se puede formular de otro modo: podemos considerar el epígrafe i, 3,1 de la Introducción al cristianismo (“la opción de la primitiva Iglesia a favor de la filosofía”, pp 117-121) como una declaración programática del autor acerca de la teología fundamental que él llevaba 20 años haciendo y que quería seguir haciendo. A saber: frente a una religión que se desentiende de la verdad, porque lo que le interesa es la utilidad –la utilidad personal o social–, Ratzinger entiende que, desde la Iglesia primitiva, la fe cristiana no ha pretendido buscar directamente la utilidad, sino que siempre ha pretendido basarse en la verdad, aun a costa de la utilidad (por eso la Iglesia primitiva, a la hora de encontrar un paradigma para autocomprenderse, dio la espalda al mundo de las religiones de su tiempo y se volvió hacia la filosofía); y que, si alguna utilidad tiene para la vida personal o social, eso es necesariamente algo secundario, es precisamente un efecto de la búsqueda de la verdad (o un efecto de que la verdad nos ha buscado). De modo que la religión conecta con la sociedad, con la política, a través de la cuestión de la verdad, no constituyéndose en un instrumento para una determinada utilidad. Esto último, constituirse directamente en instrumento, será siempre una tentación para el poder y para la Iglesia misma; no es un gran problema que el poder ceda a esa tentación, pero si la Iglesia cediera, lo que ha ocurrido algunas veces a lo largo de la historia, sería una alienación (cf. Ratzinger 1972, 73). Ayudarle a no ceder a esa tentación, ayudarle a liberarse de esa alienación, es una tarea fundamental de la reflexión cristiana sobre fe y política, y de los iuspublicistas.

17 La afirmación de que existe en el hombre, junto a ámbitos de parcialidad, un ámbito de totalidad y de que el hombre es capaz de abrirse a este ámbito, es decir, es capaz de un saber de totalidad, (metaparcial y metaempírico) está expuesta con particular énfasis en la conclusión sobre Orígenes y en la introducción a Agustín (Ratzinger 1972, 45ss). En cuanto a la apertura específica a lo teológico añadamos que normalmente el pensamiento precede a la palabra; pero en el caso de la fe, hay una palabra que surge del pensamiento eterno de Dios, y esta palabra nos precede y nos guía. Nos podemos fiar de esa palabra porque, como hemos visto y volveremos a ver enseguida, Dios es alguien que me ama, y en alguien que me ama puedo confiar sin alienarme.

18 Al hablar de “relevancia del cristianismo” me refiero a su pertinencia en el debate público. Dada su apertura a la racionalidad y su pretensión de totalidad, no puede aceptar que le sea negada esa pertinencia, esa relevancia. Para todo esto, cf. Ratzinger 1987, 169–182.

19 Ya Agustín formuló que la Iglesia, por la pretensión de totalidad de lo cristiano, no podía aceptar la oferta imperial de constituirse como una asociación privada de culto. Esto tiene mucho que ver con los siglos de persecuciones y martirio. Véase el estudio sobre “La ciudad de Dios” en Ratzinger 1972.

20 Por ejemplo, una cuestión sobre competencias de los obispos, o sobre si determinadas personas pueden ser admitidas a la comunión eucarística.

21 Una característica de Ratzinger como lector u oyente es que es sumamente atento, crítico e integrador: se hace cargo de lo que dice el autor, lo somete a crítica rigurosa y lúcida, y después incorpora todo lo que considere aprovechable. De este modo, no son frecuentes las recepciones acríticas ni las descalificaciones globales; en las obras cuya tesis central rechaza, encuentra aportaciones válidas. Por su parte, le resulta natural ser criticado: ser leído o escuchado con el mismo ojo crítico con el que él lee o escucha a los otros. Al mismo tiempo, siempre otorga (y pide) “esa benevolencia inicial sin la cual no hay comprensión posible” (Ratzinger 2007b, 20). Creo que este “talante” se refleja en el testimonio de un alumno suyo: “el primer recuerdo, y el más imborrable, que tengo de Ratzinger es su modo de dirigir los seminarios y las reuniones de doctorandos en Ratisbona. La discusión reinaba de modo soberano. Tenía una extraña habilidad de suscitar el debate y de animar a los principiantes. Su aportación consistía en un intento de establecer las líneas principales de la argumentación, desarrollarlas después, mostrar las implicaciones teológicas más profundas y, en fin, indicar otras cuestiones que suscitaban” (cf. Twomey, citado por Blanco
2010, 218).

22 Creo que puedo añadir algo a esta observación. Mi impresión es que el tema fe-política, o el tema Iglesia-Estado es, para Ratzinger, un terreno donde se pone a prueba toda la teología sistemática, especialmente la fundamental. Salvando las enormes distancias, pasa aquí algo parecido a lo que ocurrió en el siglo v con la mariología como resello de la cristología: una correcta doctrina y praxis en nuestra materia ponen a prueba una correcta teología global. Esto puede verse como una coincidencia metodológica con Platón en Ratzinger 2007a, 97–99.

23 Sería interesante estar receptivos a esta crítica. A las experiencias históricas mencionadas habría que sumar, por ejemplo, la inquisición y la persecución a los disidentes en los diversos estados confesionales cristianos. Son cosas a tener en cuenta para la “autocrítica de las realizaciones políticas del cristianismo” (Ratzinger 1987, 231ss) que bien podría extenderse a una autocrítica del monoteísmo y, más ampliamente, de las religiones. En el debate con Habermas, Ratzinger dice que hay patologías de la religión que son altamente peligrosas, y patologías de la razón no menos peligrosas; por eso razón y fe están llamadas a purificarse mutuamente, se necesitan la una a la otra.

24 Cf. también Ratzinger 1972, 55s.

25 Es difícil encontrar traducciones españolas de esa décima edición (al menos a mí me resultó tan trabajoso que llegué a dudar de la autenticidad de ese capítulo); la razón, creo, es que la traducción española que se impuso fue la de Legaz Lacambra, que había sido hecha sobre una edición anterior. De todas formas, esto no pasa sólo con las traducciones españolas. Por otra parte, Kelsen rectificó en cierta medida su postura en 1965, cuando contaba 84 años; Benedicto xvi se hace eco de esta rectificación en su discurso al Bundestag (22 de septiembre de 2011), y comenta: “me consuela comprobar que a los 84 años se esté aún en condiciones de pensar algo razonable”.

26 Cf. también Ratzinger 2004a, 79. Aquí tenemos que hacer un breve inciso. Peterson ejerce una gran influencia en Ratzinger, especialmente en esta materia. Probablemente debió leerlo en su juventud y dejó una honda huella en él. Da la impresión de que tiende a dar por válidas las conclusiones de sus investigaciones, sin más indagación. Esto supone que, si Peterson ha cometido algún error de apreciación, Ratzinger lo arrastrará. Parece como si Ratzinger, que normalmente es tan crítico, no lo fuera con Peterson.

27 Es decir, la verdad es peligrosa cuando pasa por encima del respeto que se debe a las personas. Conviene tener siempre presente lo que dice Dignitatis humanae sobre el modo como la verdad penetra en el hombre: no por la coacción, sino mediante una búsqueda libre, acorde con la dignidad de la persona.

28 La cita está tomada de Eccles y Robinson 1984, 172.

29 “Los ordenamientos políticos se liberan de la sacralidad” (Ratzinger 2007b, 150).

30 Cf 2002, 95-97.

31 Sobre todo volumen i, capítulos sobre el bautismo y sobre el reino (2007b, 31-47 y 73-90).

32 Y con ello, todo lo demás: el único que trae la paz soy yo, el único Salvador soy yo, el único cuya palabra es siempre buena noticia soy yo; el único cuya visita es siempre salvadora soy yo.

33 “Jesús ha creado con su anuncio una separación entre la dimensión religiosa y la política, una separación que ha cambiado el mundo y pertenece realmente a la esencia de su nuevo camino” (Ratzinger 2011a, 199). Lo desarrolla más ampliamente en Ratzinger 1987, 178-181.

34 “Donde la conciencia vive, se le pone una barrera a la dominación del hombre por el hombre y a la arbitrariedad humana, porque algo sagrado permanece inatacable, sustrayéndose a cualquier capricho o despotismo ajeno. Lo absoluto de la conciencia se opone a lo absoluto de la tiranía, y sólo el reconocimiento de su inviolabilidad protege al hombre de los demás y de sí mismo, su acatamiento es la única garantía de libertad” (Ratzinger 1987, 183).

35 Pensando en la historia reciente de mi país, España ¿no podrá ser ésta la interpretación del apoyo al alzamiento de 1936 y, durante decenios, al régimen que le siguió?: ¿no fue que, cansados de la paciencia del martirio, optamos por la rebelión de los celotes? Seguramente sólo Dios lo sabe; y, por supuesto, hay muchas otras interpretaciones posibles.

36 Expresándolo simbólicamente: el estado sería el varón, “Adán” que, solitario, todo lo refiere a sí en su brutalidad preadolescente; y la Iglesia sería la mujer “Eva”, que saca a Adán de su sueño, de su soledad preadolescente e inicia el diálogo: merced a este diálogo surge la multiplicidad. He expuesto con más detalle las ideas del texto en Soler 1990, 287-304.

37 Sobre todo esto, cfr. Ratzinger 1987, 176-177 y 181-182.

38 Cf. Ratzinger 2007a, 24-27. Para la raíz atea, cf. Ratzinger 2002, 94.

39 Cf. Ratzinger 2007a, 77-80; para la crítica correspondiente, Ibíd. 81-86.

40 La formulación más radical está en la Instrucción Libertatis nuntius sobre algunos aspectos de la Teología de la liberación, de la Congregación para la doctrina de la fe (6 de agosto de 1984) capítulos vi a x. Cf. También Ratzinger 2007a, 273-274 y 276-279, así como Ratzinger 1987, 279-301.

41 Mencionemos a Käsemann, Schlier, Panneberg y Jeremias.

42 Especialmente ilustrativo es el primero de los cuatro discursos sobre la ii guerra mundial, recogido en Ratzinger 2005c, 85-101. En particular: “yo diría que sin paz entre la razón y la fe no puede haber tampoco paz en el mundo, porque sin paz entre razón y religión se secan las fuentes de la moral y del derecho” (93).

43 Cf. Ratzinger 1987, 184-188. Son aplicables aquí las reflexiones sobre Platón en Ratzinger 2007a, 97-99.

44 Lo desarrolla en Ratzinger 2002, 129-134. Tiene muchas consecuencias.

45 Sobre el modo y los límites en que aporta fundamentos para el orden social el sermón de la montaña (por poner un ejemplo), cf. Ratzinger 2007b, 159.

46 Por supuesto conserva –y Dios conservará siempre– su poder de intervenir en la historia mediante milagros. No se pretende aquí negar esto, sino señalar que con su despojo él nos da una norma a nosotros.

47 En Ratzinger 2002, 27 lo dice de otro modo: en el pesebre y en la cruz es donde se ve lo que significa “todopoderoso”. Compárese lo que significa “hijo de dios” en la teología política de Roma y en los evangelios (Ibíd. 185-188).

48 “El signo del futuro será la cruz, su rostro en el mundo será el rostro lleno de sangre y heridas” (Ratzinger 2002, 204). La Iglesia, en cuanto encarnación continuada, en cuanto presencia continuada de Cristo, no puede triunfar en este eón de otro modo que “fracasando”.

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Referencias

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