Causas emocionales y dinámicas
de las actuales expectativas en
Neurociencia*

Emotional Causes and Dynamics of Current
Expectations in Neuroscience

Causes émotionnelles et dynamiques des
attentes actuelles en Neurosciences

Recibido: 2013-06-30
Envío a pares: 2013-08-12
Aprobado por pares: 2013-10-24
Aceptado: 2013-10-30

*Este artículo hace parte del proyecto de investigación “Biología y Subjetividad” del Instituto de Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra. Los autores están adscritos a dicho instituto y a la Facultad de Medicina (Educación Médica y Bioética).

Luis Enrique Echarte•
Leandro Martín Gaitán✽
Universidad de Navarra – España

lecharte@unav.es
lgaitan@alumni.unav.es

Resumen

Los avances de las últimas dos décadas en el estudio del sistema nervioso y en el desarrollo de neuro-tecnología parecen justificar las elevadas expectativas en lo que a este campo concierne. No obstante, cada vez son más los autores que advierten, desde dentro y fuera de la neurociencia, que es excesivo tal grado de optimismo así como perjudicial el neuro-esencialismo que genera. En el presente artículo analizamos el origen y el papel de las expectativas neurocientíficas. En las conclusiones defendemos, primero, que las principales causas no son las evidencias y las teorías científicas, como suele pensarse y, segundo, que precisamente esta generalizada falsa creencia perjudica seriamente el avance científico y el progreso social.

Palabras clave:

Sociología de la Neurociencia, creencias neurocientíficas, expectativas en Neurociencias, Neuroética.

 

Abstract

The advances made over the past two decades in the study of neuronal system and in the development of neuro-technology seem to justify the high expectations in this field. However, more and more authors are criticizing, from inside and outside Neuroscience, that such optimism is excessive and results in a dangerous neuro-essentialism. In this paper, we analyze the origin and role of
neuroscientific expectations. We conclude that, first, the main causes are not scientific evidences and theories, as is commonly thought, and second, this precisely generalized false belief undermines scientific and social progress.

 

Key words:

Sociology of Neuroscience, Neuroscientific beliefs, Expectations in Neuroscience, Neuroethics..

Résumé:

Les avancées des deux dernières décennies dans l’étude du système nerveux et dans le développement de la neuro-technologie paraissent justifier les très grandes attentes qui concernent ce domaine. Cependant, de plus en plus des auteurs, dedans et en dehors de la neuroscience, font remarquer que cet optimisme est excessif, et qu’un tel neuro- essentialisme est préjudiciable. Le présent article analyse l’origine et le rôle des attentes neuroscientifiques. Dans les conclusions, nous défendons premièrement que les principales causes ne sont pas les évidences et les théories scientifiques, comme on le pense en général, et deuxièmement que précisément cette fausse croyance généralisée nuit gravement au progrès scientifique et social.

Mots-clés:

Sociologie de la Neuroscience, croyances neuroscientifiques, attentes en Neurosciences, Neuro-éthique.

 

En un pensamiento verdaderamente libre el concepto del infinito permanece como conciencia de la definitividad del acontecer terreno y del inevitable abandono del hombre y preserva a la sociedad de un optimismo imbécil, de absolutizar y convertir su propio saber en una nueva religión.
Max Horkheimer

Introducción

La neurociencia comienza a conquistar el lugar de preeminencia que, como saber paradigmático, ocupaba hasta hace bien poco la física. La importancia de los hallazgos de los últimos veinte años sobre la dinámica sináptica, la plasticidad neuronal y los mecanismos cognitivos es incuestionable y, lógicamente, éstos han generado nuevos enfoques y posibilidades de investigación que están rápidamente transformando el actual panorama científico. No menos importante es que los agentes sociales apreciasen desde muy pronto el potencial de la neurociencia y rápidamente hayan tratado de aprovechar su dimensión práctica.

Es natural también que este boom de conocimientos y técnicas sobre el sistema nervioso produzca elevadas expectativas en lo que al avance científico y al progreso social concierne. Sin embargo, no son pocos los autores que desde hace algún tiempo vienen señalando que es excesiva la confianza hoy depositada en la neurociencia. En este artículo nos proponemos analizar la naturaleza y causas de dichas expectativas, como así también examinar los efectos positivos y negativos que de ellas puedan derivarse.

El impacto social de la neurociencia

Para estudiar el impacto social de la neurociencia observemos el tratamiento que recibe en los medios de comunicación. A este respecto, los artículos publicados en 2005 y en 2010 por el equipo de Eric Racine se encuentran entre los más rigurosos y exhaustivos realizados hasta ahora en prensa anglosajona.

“La neurociencia y los medios de comunicación” –escribe el grupo de Racine– “dan forma a la comprensión social de los aspectos fundamentales de nuestra realidad” (Racine et. al. 2010). Y las conclusiones a las que llega sobre las específicas formas contemporáneas de comprensión de la realidad no dejan indiferentes. En su estudio cuantitativo de 2010 define tres categorías con las que es posible clasificar la mayoría de los titulares de prensa analizados: neuro-realismo (neuro-realism), neuro-esencialismo(neuro-essentialism) y neuro-política (neuro-policy). La primera categoría engloba aquellos artículos de prensa en las que las conclusiones provenientes de los estudios de neuroimagen son tomadas acríticamente como ciertas, objetivas y efectivas. En otras palabras, la información provista en ellos gracias a las técnicas de neuroimagen es aceptada como una suerte de prueba visual o prueba final, “a pesar de la enorme complejidad que conllevan el procesamiento de imágenes y datos” ( 2010).

Más relevante aún para el fin buscado en nuestro artículo es la etiqueta neuro-esencialista, que el equipo de Racine planta a los artículos que sostienen que el cerebro constituye la esencia de la persona o, en palabras textuales, “el equivalente secular del alma”. No es de extrañar que los autores declaren que tales titulares son fruto de la combinación del reduccionismo biológico y de un entusiasmo infundado en la neurociencia. Es interesante destacar el matiz de temporalidad en dicha conclusión puesto que la reducción se plantea –en tales artículos de prensa– en términos de meta a la que el actual entusiasmo científico parece estar empujándonos.

La particular forma neuro-esencialista de nuestras expectativas no es inocua, un mero epifenómeno del avance científico y del progreso social. De hecho, los artículos que versan sobre la tercera categoría definida por Racine, la neuro-política, vienen a confirmar este hecho, pues tratan sobre cómo los conocimientos y tecnología en torno al sistema nervioso central están ya siendo aplicados dentro y fuera del ámbito biosanitario. La confianza que genera la neurociencia –de acuerdo a los medios de comunicación– se traduce, no solo en multimillonarias inversiones científico-tecnológicas, sino también en leyes propiciatorias y, lo que es más importante, en consumidores que, sin demasiadas reticencias, adaptan sus estilos de vida a las modas neurocientíficas.

Los resultados de las investigaciones de Racine no hacen sino constatar empíricamente un clima social que muchos ya intuían. Una de las manifestaciones más evidentes de dicho fenómeno es la psiquiatrización de la condición humana. Desde hace cincuenta años, nuevos hábitos psicofarmacológicos están arraigando en los países desarrollados, modos diferentes de un consumo farmacológico en el que los límites terapéuticos están siendo progresivamente desdibujados (cfr. Chodoff 2002). Las actuales conversaciones e iniciativas llevadas a cabo en el Consejo de Europa para la regulación de la Medicina Mejorativa (donde el neuro-enhancement ocupa un lugar sobresaliente) no son sino expresión última de dicha realidad –la constatación jurídica– (cfr. Garasic 2012). Y en efecto, una de las consecuencias de creer que el hombre es su cerebro y de confiar ciegamente en la neurociencia es tratar de solucionar los problemas (…y los de la progenie), primeramente y sin importar de qué tipo, de la manera más cerebral posible1.

La creciente influencia de la neurociencia en el ámbito jurídico y mercantil es también notoria. Por ejemplo, algunos bufetes de abogados comienzan a tomar en consideración el estudio de las anomalías cerebrales halladas con técnicas de neuroimagen con el fin presentarlas como pruebas atenuantes y, en algunos casos, como agravantes (cfr. Capó et al. 2006). Su larga sombra alcanza también los nuevos modelos de reinserción social, pues los científicos de lo neural llevan casi una década ofreciendo a los sistemas penitenciarios nuevos y muy mejorados tratamientos farmacológicos para las conductas antisociales2. También en los tribunales civiles norteamericanos, la Neurociencia está haciendo acto de presencia, especialmente en los casos de divorcio, donde las partes en litigio llevan desde hace años contratando servicios de brain-reading a compañías privadas que, gracias a estas prácticas dudosamente científicas, están ganando millones de dólares3. Por último, es también demostrativo que un gran número de expertos en neurociencia estén siendo contratados por multinacionales en calidad de consultants para sus Departamentos de recursos humanos con el fin de ayudar a dibujar y seleccionar el mejor perfil de contratación4.

La huella de la neurociencia se percibe incluso en las más altas esferas públicas. Un informe de la Royal Society of Arts publicado en 2009 da cuenta de cómo dicha disciplina está ejerciendo real influencia en los políticos y en la legislación de Reino Unido (cfr. Grist 2009). También la political marketing norteamericana está viéndose marcada por directrices provenientes directamente de la neurociencia. Por ejemplo, gran eco recibió en los foros políticos el artículo que Marco Iacoboni, Joshua Freedman y Jonas Kaplan firmaron en el New York Times el 11 de noviembre de 2007. En él expresaron sus predicciones, presuntamente fundadas en observaciones con neuroimagen, sobre cómo los votantes indecisos actuarían en las elecciones primarias para la presidencia de EE.UU. Los augurios no resultaron ser demasiado certeros pero pocos hoy dudan de que no afectaran el resultado de los comicios. Aún así, es posible mencionar publicaciones más serias, como las realizadas por el grupo de investigación de Russell A. Poldrack y por el de David M. Amodio, que son de las que se están nutriendo hoy muchos asesores de imagen de políticos de todo el planeta (Poldrack 2011, Amodio et al. 2007).

Causas del giro neuro-céntrico

Martha Farah, reputada neuroeticista y cofundadora de la Neuroethics Society, escribió en el 2005: “…la neurociencia está siendo gradualmente incorporada en la comprensión que los ciudadanos tienen de la conducta humana. Los frutos tecnológicos de la neurociencia también están siendo gradualmente incorporados a sus vidas. La pregunta es, por tanto, […] cuándo y cómo, la neurociencia dará forma a nuestro futuro” (Farah 2005). Los ejemplos mostrados en el epígrafe anterior ayudan a responder la cuestión formulada por Farah: el futuro social está adoptando formas neuro-esencialistas. Y podría incluso añadirse que a una velocidad mucho mayor que la que da a entender la autora.

Utilizando una frase pronunciada por Spencer Tracy en la película Inherit the Wind, el futuro se ha quedado obsoleto. Ya en 2002 Paul R. Wolpe encuentra signos sociales suficientes para calificar el giro social que estamos sufriendo de auténtica revolución neurocientífica. Por ello, alerta a los bioeticistas de la urgencia de reflexionar sobre tales cambios. No es la primera vez en la historia que el progreso técnico va por delante de la reflexión moral aunque, según Wolpe, es la primera vez que esto ocurre de manera preocupante puesto que los cambios están “redefiniendo nuestra comprensión del yo [selfhood] y las relaciones cerebro- cuerpo” (Wolpe 2002).

¿Cuáles son las causas de este vertiginoso giro neuro-céntrico? Para el grupo de Racine, la responsabilidad debe atribuirse principalmente a los periodistas, que extrapolan resultados parciales buscando sonoros titulares y, secundariamente, a una comunidad científica no suficientemente preocupada por hacer llegar correctamente la información al público no especializado. Sin querer restar crédito a la crítica que hace Racine de los mass media (en nuestra opinión bastante ajustada a la realidad), presentaremos en este epígrafe algunos argumentos que respaldan la existencia de otros elementos etiológicos.

Una primera pista la encontramos en el artículo de Racine de 2010. En él se defiende que el carácter interdisciplinar de la neurociencia la ha prevenido, desde su fundación, de los errores categoriales y de los reduccionismos tan presentes en las tesis neuro-esencialistas y neuro-realistas. No obstante, los dos intelectuales que cita como ejemplos de paladines en tal salvaguarda son Jean-Pierre Changeux y Patricia Churchland. El primer autor, como reconoce el propio Racine, defiende la teoría del neuronal man, una visión antropológica declaradamente cientificista en la que las principales claves humanas se encuentran en su cerebro. También los trabajos de Patricia Churchland están enmarcados en las Teorías de la Identidad mente-cerebro aunque, hay que reconocerlo, con un desarrollo mucho más sofisticado que el de Changeux. Ésta probablemente sea una de las razones por la que las tesis de la filósofa norteamericana se encuentre entre las más citadas en el ámbito de la Neurociencia, aunque –como veremos a continuación–, no sea la más importante.

Churchland propone el Materialismo Eliminativo que defiende la primacía de las descripciones neurológicas sobre las psicológicas. Expresándolo en términos prácticos, según la autora, el lenguaje científico debe ir progresivamente abandonando la Psicología Popular (Folk Psychology), esto es, los conceptos mentales del tipo creencia, deseo o intención porque no son sino meros modos ilusorios, míticos, de nombrar la realidad, es decir, rudimentarias estratagemas de cara a la supervivencia. Por supuesto, esto va a ser posible, según Churchland, porque la ciencia muy pronto proveerá de unas descripciones más reales de la conducta humana y, por ello mismo, más funcionales (cfr. Churchland 1981). El principal fin de la discusión interdisciplinar consistiría, en este sentido, en lograr traducir los enfoques y perspectivas no neuronales en otros que sí lo sean para, posteriormente, abandonar los primeros.

Acertadamente o no, Changeux y Churchland amparan la propuesta neuro-esencialista. Pero no son los únicos intelectuales que ven a la neurociencia capaz de un discurso totalizante y que, por ello mismo, la consideran depositaria de nuestras creencias y expectativas más elevadas. En esa línea van las tesis de Antonio Damasio, de Michael Gazzaniga, de Francis Crick, de Vilayanur S. Ramachandran y de la propia Farah. Pero no son solo neurocientíficos, también en el ámbito de las humanidades es posible encontrar opiniones similares. Por ejemplo, el sociólogo Scott Vrecko, del King’s College, ha creado una lista en la que, para asombro de muchos, aparecen aquellos fenómenos psíquicos que, según él, han podido ser explicados por la neurociencia: el altruismo, la conducta criminal, la toma de decisiones, la esperanza, los juicios, el amor (en sus distintas modalidades), las motivaciones, el prejuicio racial, la confianza, la violencia, la sabiduría y el celo religioso, entre otros (cfr. Vrecko 2010). Es cierto que cualquier neurocientífico serio cuestionaría rápidamente las declaraciones de Vrecko. Estamos todavía muy lejos de poder ofrecer teorías sólidas sobre tales fenómenos. Asunto distinto es que tal fin no sea, precisamente, la hoja de ruta de muchos investigadores o, al menos, el ideal en el que se pretende colaborar.

En conclusión, el neuro-esencialismo ha arraigado en la sociedad también porque los intelectuales han empezado a abrazarlo y difundirlo. Desplacemos entonces la pregunta hacia ellos, ¿por qué dicha posición parece estar imponiéndose en neurociencia? Una popularizada respuesta es la que apunta a la naturaleza de los descubrimientos en dicho campo. Sin embargo, como nos recuerda Fernando Vidal, del Max Planck Institute for the History of Science, el naturalismo ontológico es una hipótesis filosófica que funciona como una suerte de prerrequisito, axioma o presupuesto en numerosas investigaciones neurocientíficas (cfr. Vidal 2009). Ahora bien, la metodología experimental no sirve para validar ese tipo de hipótesis y, por tanto, el avance científico no puede ni podrá nunca confirmar las tesis neuro-esencialistas.

¿Qué es lo que ha originado tal confusión epistemológica (la falaz creencia en los fundamentos científicos de dicha teoría)? Una primera razón la ofrece Alasdair Coles, neurólogo e investigador de la University of Cambridge. Según este autor, muchos científicos han confundido el reduccionismo metodológico –tan habitual y fecundo en su trabajo cotidiano–, con el reduccionismo ontológico. En el primero se simplifica el fenómeno que se quiere estudiar para facilitar su abordaje: es lo que ocurre con la reducción de los eventos psíquicos a los particulares patrones de actividad eléctrica a los que éstos se asocian. El problema surge cuando, por no ser consciente del límite metodológico con el que se está trabajando, se pretende identificar un mero correlato neurológico con el ser de aquello observado (cfr. Coles 2008). Finalmente, para Coles, esta confusión categorial se debe a uno de los problemas más denunciados en este entrante siglo: la cada vez más acuciante hiperespecialización de los investigadores experimentales.

El poder de las imágenes

En la confusión entre el reduccionismo metodológico y ontológico es posible identificar también otras causas menos coyunturales y más vinculadas a características intrínsecamente humanas. En un revelador estudio llevado a cabo en 2008 por los psicólogos David McCabe y Alan Castel, cuyos resultados fueron publicados en un artículo bajo el título Seeing is believing: The effect of brain images on judgments of scientific
reasoning,
se realizaron varios experimentos para evaluar el poder persuasivo de las imágenes cerebrales. Sus conclusiones fueron rotundas: el uso de neuroimágenes para apoyar hipótesis científicas proporciona un alto nivel de credibilidad a los investigadores que las presentan. “Las imágenes del cerebro pueden ser más persuasivas que otras representaciones de la actividad cerebral porque proporcionan una explicación física tangible para procesos cognitivos” (McCabe y Castel 2008). Por supuesto, dicha explicación apela al enfoque reduccionista más intuitivo, esto es, el de la comprensión de la mente como una extensión del cerebro.

Ver para creer. Sabemos que el cerebro humano, al igual que el de otros primates, invierte mucho trabajo en el procesamiento de la información visual, en el que están implicadas no solo las más complejas áreas corticales de tipo asociativo (higher cognitive functions), sino también las de tipo límbico (emotional functions). No es extraño, por tanto, que la evidencia visual resulte tan persuasiva. Y es que, por primera vez en la historia, la neurociencia ha puesto al alcance de nuestros ojos operaciones que, por su misma complejidad e invisibilidad, han sido atribuidas por muchos y durante siglos, a facultades espirituales.

Ahora bien, ¿qué significa que la neurociencia nos permite ver la psique humana? Por un lado, no son los fenómenos psíquicos los estrictamente evidenciados sino sus correlatos neurológicos, que son llamados así en el ámbito experimental por su correlación y/o sucesión con el objeto de estudio, y también por guardar una relación que explícitamente se reconoce ignota. Las hoy tan vivas discusiones filosóficas sobre las relaciones entre los eventos psíquicos y físicos da buena cuenta de la hondura del problema. Por otro lado, no hay que olvidar que las imágenes más interesantes que actualmente la neurociencia está produciendo son las obtenidas con técnicas como la fMRI, que permiten observar un cerebro en funcionamiento. Sin embargo, como McCabe y Castel señalan, dichas técnicas suponen una aproximación indirecta a sus dinámicas pues con ellas se miden los cambios en la oxigenación de la sangre de las áreas corticales supuestamente activas e implicadas en la realización de una tarea cognitiva. Es decir, lo que se evalúa no es directamente la actividad cerebral. Y como reconocen los mismos autores, este matiz “no es probable que sea apreciado por lectores no expertos”.

Hay que tener también en cuenta la significativa variación de las imágenes obtenidas en el grupo de voluntarios que participa en un mismo experimento. Es verdad que dicho sesgo trata de ser eliminado con herramientas estadísticas. Sin embargo, por la cantidad de cosas que todavía ignoramos sobre el cerebro, no podemos estar seguros de que realmente se esté logrando eliminar el ruido y no lo contrario, es decir, que dichas herramientas matemáticas estén artefactando todavía más los datos y, con ello, aumentando aún más lo que no es sino una ilusión óptica.

Pero no sería justo atribuir el incremento de las expectativas neuro-esencialistas entre científicos, únicamente a la confusión entre el reduccionismo metodológico y el ontológico. Éstas también hunden sus raíces en las doctrinas materialistas de cuño post-cartesiano, en las que se comienza a identificar el Yo con el cerebro que lo predica. Esta corriente de pensamiento ha evolucionado, en el ámbito de las humanidades, hasta llegar al neuroesencialismo duro (hard neuroessentialism) o naturalismo neurocientífico (neuroscientific naturalism) tal como Peter B. Reiner denomina a sus versiones más radicales (Reiner 2011). Otros términos están siendo hoy utilizados para catalogar los mismos planteamientos surgidos en el ámbito académico: dos de ellos son el de sujeto cerebral, propuesto por Fernando Vidal y Francisco Ortega, o el más genérico de individualidad somática, propuesto por los sociólogos británicos Carlos Novas y Nikolas Rose (cfr. Vidal y Ortega 2007; cfr. Novas y Rose 2000). Es natural que estos modelos filosóficos hayan ejercido influencia fuera de su ámbito, especialmente en la neurociencia, área donde se promulga que está la más importante llave del conocimiento y del progreso. Y por la misma razón, no debe parecer extraña la pregunta por la recepción. En este contexto Donato Ramani se pregunta si no será interesada y tendenciosa la inclinación de ciertos neurocientíficos hacia la filosofía. Al menos debiera levantar nuestras sospechas ese dejarse querer de quienes oyen que su campo merece toda nuestra confianza y esperanzas pues, con la neurociencia “deberíamos ser capaces de captar la verdadera esencia de la personalidad (es decir, ‘el cerebro no puede mentir’), el origen de las diferencias individuales (diferencias entre el hombre y la mujer, la homosexualidad, etc.) y así con todo lo demás” (Ramani 2009).

Existen indicios sobre el más que interesado galanteo que muchos neurocientíficos mantienen con ciertos filósofos. El más notorio es el que se mantiene hacia de Patricia Churchland. Paradójicamente, esta filósofa –principal defensora del neuro-realismo– goza apenas de reputación en el campo de la Filosofía de la mente. Es fácil comprobar este hecho en la base de datos de PubMed. Buscando cuántos artículos ha publicado en revistas experimentales encontramos un total de 21. Compárese con los que tiene Daniel Dennett –un total de 8. Dennett es uno de las mayores autoridades en Filosofía de la mente. Él también defiende el materialismo, en efecto, pero con un planteamiento muchos menos naïve. Pues bien, el agravio comparativo es aún mayor si lo que comparamos es la cantidad de citas que ambos reciben.5Otro dato significativo es que haya sido Patricia Churchland la única filósofa invitada a participar en la David Kopf Lecture on Neuroethics, evento que forma parte habitual del programa del congreso anual de la Society for Neuroscience, que es una de las reuniones científicas internacionales más importantes en el campo de la neurociencia.

Que el materialismo eliminativo se esté imponiendo como opinión (filosófica) predominante en el ámbito científico tiene, a su vez, un efecto directo en la propagación de sus tesis en los medios de comunicación, y finalmente, en el ciudadano de a pie. Siguiendo con el caso de Churchland, podría decirse que la neurociencia le está sirviendo de trampolín para difundir sus ideas más allá de la propia neurociencia. Este fenómeno de transferencia ilegítima de autoridad, tal como aquí lo vamos a denominar, ha sido pormenorizadamente estudiado por Wiebe E. Bijker, Roland Bal y Ruud Hendriks en The Paradox of Scientific Authority: The Role of Scientific Advice in Democracies, publicado en 2009, y en el que se da cuenta del alto grado de autoridad concedido al científico experimental en la cultura tecnológica6que caracteriza a las sociedades contemporáneas (al menos aquellas de influencia occidental), una autoridad que traspasa arbitrariamente su ámbito de conocimiento para alcanzar el arte, la política, el fútbol… y la misma filosofía (cfr. Bijker, Bal y Hendriks 2009). La fama que legítimamente se ha labrado con el rigor de su trabajo cubre (es trasferida a) todas las opiniones del científico cualquiera sea el tema sobre el que se pronuncie. Precisamente, con este espejismo se está divulgando el eliminativismo, esto es, se están creando unas expectativas sociales en lo que al progreso neurocientífico se refiere, que los filósofos no hubieran podido soñar inducir por sí mismos. En otras palabras, se está aprovechando la imagen de marca de la ciencia para vender lo que no es ciencia7.

Se han realizado ya algunos experimentos que vienen a confirmar la presencia del fenómeno de trasferencia ilegítima de autoridad en neurociencia. Entre otros, cabe mencionar el liderado por Deena S. Weisberg, cuyo objetivo fue evaluar la influencia de la información neurocientífica en la capacidad de 81 participantes para distinguir entre buenas y malas explicaciones (Weisberg 2008). Los resultados mostraron que la adición de información neurocientífica tuvo un efecto importante tanto en legos como en profesionales, pues les “animó a juzgar las explicaciones de manera más favorable, particularmente las malas explicaciones”. Los voluntarios se mostraron muy dispuestos a “aceptar acríticamente cualquier explicación que contuviese información de la neurociencia, incluso en casos en que la información de la neurociencia era irrelevante a la lógica de la explicación”8.

Las nuevas profecías de la cultura tecnológica

Los espejismos mencionados en el epígrafe anterior no son las únicas causas de aumento de las expectativas neurocientíficas atribuibles a la cultura tecnológica. Los intereses económicos han hecho de la industria farmacéutica otro potente impulsor de la nueva confianza social y de sus horizontes soñados. No son inocuas, por ejemplo, las cada vez más agresivas estrategias publicitarias para la venta de psicofármacos, campañas que en el ámbito norteamericano hace tiempo que no están dirigidas exclusivamente a médicos. Como nos recuerda David Healy, fue por la década de los noventa “cuando las compañías descubrieron que el activismo de los pacientes era a menudo el más efectivo grupo de presión para [la legalización] de nuevos tratamientos” (Healy 2002, p. 269). En la mayor parte de dichas campañas el mensaje implícito es que el hombre es su cerebro y que, por tanto, es lógico que trate de resolver sus problemas utilizando los últimos avances biotecnológicos. Lógicamente, son muchos los que, detrás de dicho mensaje, ven intereses comerciales más que un auténtico convencimiento por parte de los fabricantes acerca de su veracidad9.

Otro frente por el que el lobby farmacéutico está luchando es, como se adelantó al inicio, el del uso de psicofármacos y de neuro-implantes para la mejora de la condición humana. La legalización de este nuevo mercado traería grandes beneficios a sus proveedores y además reforzaría las expectativas neuro-esencialistas. Porque si bien los nuevos hábitos psicofarmacológicos pueden ser evocados por un self-understanding neuro-esencialista, también puede ocurrir a la inversa, es decir, que la ingesta recurrente de psicofármacos llegue a inducir, a la larga, actitudes neuroesencialistas (cfr. Chatterjee 2006). Y no resulta extraño esperar que un individuo al que se le ha acostumbrado a resolver farmacológicamente sus problemas vitales termine inconscientemente pensándose como un cerebro. En definitiva, este círculo vicioso al que parece conducir la cultura tecnológica es otro de los trending topic en Bioética que arroja luz sobre el origen de las actuales expectativas neurocientíficas (cfr. Schermer 2009).

Mucho menos atención se concede hoy al que ha sido uno de los grandes temas filosóficos del siglo XX, el de la utopía científica, y en cuyo debate encontramos referencias y reflexiones directas a la relación entre la cultura tecnológica y la creciente confianza en la ciencia. Entre otros, uno de los intelectuales que con más empeño ha trabajado este asunto es Aldous Huxley. Ya en un ensayo de 1937, Ends and Means, analiza las causas por las que las imágenes de la nueva ciencia son presentadas como respuestas últimas de lo real (Huxley 1937). Su análisis y propuesta no es novedosa sino que, como el propio autor reconoce en los primeros capítulos de dicha obra, él no hace sino actualizar la crítica al cientificismo que ya habían realizado filósofos anteriores como Peirce, Husserl, Bergson y Whitehead.

Para Huxley, la envergadura y fuerza de las imágenes científicas tiene que ver, por un lado, con el proceso de secularización, esto es, con la disolución de los absolutos religiosos del occidente moderno y, por el otro, con la desilusión respecto de las grandes utopías políticas. En otras palabras, la ciencia está ganando adeptos no tanto por sus propios méritos, sino por procesos histórico-culturales vinculados, según el autor, a la necesidad humana de absolutos. Karl Jaspers, hablando de los mecanismos de defensa que utilizan los seres humanos para contrarrestar las experiencias de angustia existencial, plantea un enfoque semejante. Según su visión, si suprimimos algo que es absoluto para nosotros, automáticamente otro absoluto ocupa su puesto; la conciencia humana no puede por menos de afirmar algo absoluto, aun cuando no quiera. Hay, por así decir, un lugar inevitable de lo absoluto (Jaspers 1968). Ahora bien, para Huxley, una de las pruebas más fehacientes de que la ciencia está viéndose afectada por esa dinámica sustitutiva es el éxito del “dogma del progreso inevitable”, es decir, la creencia generalizada de que el progreso social se sigue necesariamente del progreso científico (Huxley 1947, p. 77). Y es justamente esa confianza en el poder de la ciencia para llevar a los hombres a la felicidad la que acaba convirtiéndose, según Huxley, en una verdadera fe que hace de la ciencia una nueva religión.

De entre los intelectuales que hoy están denunciando la sacralización de la ciencia, mencionaremos aquí a dos. El primero, Alvin Plantinga, advierte sobre la cada vez mayor presencia de las tesis naturalistas en la ciencia. Esto provoca, según él, crecientes actitudes religiosas hacia sus discursos. “Hay un rango de hondas cuestiones sobre las que la religión provee típicamente una respuesta: ¿cuál es la naturaleza fundamental del universo: por ejemplo, ¿la mente es primero, o lo es la materia?... ¿Cuál es el lugar del ser humano en el Universo y cuáles sus relaciones con el resto del mundo? ¿Hay razones para creer en la vida después de la muerte?... ¿Existe realmente el pecado… hay expectativas para combatirlo o superarlo?... Como cualquier típica religión, el naturalismo da un conjunto de respuestas a éstas cuestiones y otras similares. Podemos decir, por tanto, que el naturalismo juega la función cognitiva de una religión y que, por tanto, puede ser pensada, sin temor, como una cuasi-religión” (Plantinga 2010). Otro reputado autor que defiende esta misma tesis es Leon Kass. En una conferencia impartida el 18 de octubre de 2007 en el Manhattan Institute for Policy Research, con el título Keeping Life Human: Science, Religion and the Soul, Kass denuncia cómo hoy la ciencia adolece de discursos metacientíficos donde se “predica tácitamente la propia versión de la fe, la esperanza y la caridad: fe en la bondad del progreso […], esperanza en la promesa de superar nuestras limitaciones biológicas, caridad que promete a todos liberarnos definitivamente –y trascender– nuestra condición humana”10.

Consideremos, ahora más concretamente, si hay indicios de que dicho proceso de sacralización se esté produciendo en la neurociencia. Uno de los más importantes nos lo ha ofrecido el ya comentado trabajo de Racine: el creciente número de individuos que hoy esperan que, con el estudio del cerebro, se resuelvan las grandes cuestiones de la humanidad. Por supuesto, éste no es el único modelo antropológico de base científica. No obstante, como señalan Vidal y Ortega, la explicación neural de la naturaleza humana hoy parece tener mayor relevancia que, por ejemplo, la explicación genética en los problemas antropológicos, psicológicos y éticos (2007). Así también percibe el asunto Reiner, para quien es innegable que somos nuestros genes, que somos nuestros cuerpos, que formamos parte de un grupo social, etc., pero que cuando nos pensamos a nosotros mismos en tanto que seres que interactúan en el mundo, lo que la ciencia está actualmente transmitiendo es que esenosotros se centra fundamentalmente en nuestro cerebro ( 2011).

Otro catalizador del proceso de sacralización es el papel que están jugando las corrientes transhumanistas. En ellas, la neurociencia es presentada como el pináculo de toda pretensión emancipatoria, esto es, como la condición de posibilidad de un real auto-mejoramiento humano, y por tanto, de autorredención. Es paradójico que sea en la época de la muerte de los grandes relatos, tal como caracteriza Lyotard a la postmodernidad, que el naturalismo neurocientífico emerja, precisamente, como un nuevo gran relato, como una utopía de la transformación en cuyas profecías se promete la instauración de un paraíso en la tierra (Lyotard 1987, capítulo 10)11. Por ejemplo, en su libro More than human: Embracing the Promise of Biological Enhancement, publicado en 2005, Ramez Naam defiende no sólo la aplicación de tecnologías con vistas al perfeccionamiento de la naturaleza humana, sino la búsqueda de una auténtica superación de lo humano en todos los órdenes, una meta que exige necesariamente el empleo de técnicas para cambiar la propia mente. Dicho esto, ¿no representa su utopía la consumación de una verdadera escatología secularizada (según la expresión de Hans Jonas)?

Finalmente, en los intereses económicos de una industria cada vez más voraz y en las necesidades existenciales no cubiertas con el desencantamiento del mundo moderno encontramos otras importantes razones que, ajenas a la lógica de la neurociencia, generan tan altas expectativas hacia ella. ¿Qué importancia tiene este diagnóstico en el avance de la ciencia y en el progreso social? Dedicarémos el último epígrafe de este artículo a tratar dicho asunto.

Problemas de confianza

Como se reconoció al principio de este trabajo, el puesto de honor que ocupa la neurociencia en la vanguardia científica y tecnológica ha sido ganado merecidamente, aunque solo en parte. El problema es que las inmerecidas expectativas traen más perjuicios que beneficios.

Numerosos ejemplos en la historia reciente de la investigación biomédica refuerzan la idea de la necesidad de un sano recelo hacia las modas científicas. Uno de los casos paradigmáticos es el descubrimiento, en el año 2004 –en pleno boom de la Terapia génica– de los efectos de la cúrcuma en el tratamiento de la mucoviscidosis. Esta enfermedad genética y hereditaria, ha sido uno de los principales objetivos de las investigaciones en dicho campo prácticamente desde sus inicios. Sin embargo, ningún tratamiento ha tenido efectos tan espectaculares como el encontrado en un estudio sobre el principio activo de la resina de tal planta, además de ser este tipo de investigaciones cualitativamente más baratas (cfr. Egan et. al. 2004).

Otro famoso ejemplo de las consecuencias económicas del monopolio disciplinar es el de la investigación en Inteligencia Artificial entre las décadas de 1950 y 1990. Promesas de avances increíbles provocaron furor entre inversores que creían que los científicos estaban a un paso de replicar la inteligencia humana e incluso de superarla. Cantidades astronómicas de dinero fueron destinadas a su desarrollo, en detrimento de otras áreas de la ciencia computacional, aun cuando voces autorizadas como la de Hubert Dreyfus anunciaban una desilusión que, efectivamente, acabó llegando. Dreyfus era consciente del largo camino que quedaba todavía por recorrer pero sus críticas, mal entendidas, acabaron siendo descalificadas de retrógradas (Dreyfus 1972). Además, el desencanto de los años noventa trajo la retirada de la mayor parte dela financiación de los proyectos en I.A. (significativa fue la de los fondos gubernamentales estadounidenses), una respuesta que tampoco era justa para un campo con tanta proyección.

El efecto rebote de las promesas incumplidas acaba poniendo en entredicho la misma respetabilidad científica. Buen ejemplo de esto es el artículo de prensa escrito por Jane O’Grady, filósofa de la London School of Philosophy y conocida divulgadora, publicado en The Guardian el 7 de agosto de 2011. “Chimpancés con un gen extra o dos –eso es todo lo que somos–. […] De acuerdo a las afirmaciones hechas por neurocientíficos supuestamente respetables, reportados por periódicos supuestamente respetables, es posible realmente determinar con precisión el lugar del amor, la sabiduría o cualesquiera sean las partes del cerebro que se ‘iluminen’ en las imágenes de resonancia magnética (escáneres cerebrales)”. Y agrega dejando a un lado la ironía: “Cuando la neurociencia y el darwinismo se entrometen en las humanidades, se convierten […] en ‘neuromania’ y ‘darwinitis’ - insalubre, loca y maligna”.

O’Grady parece no acertar ni en la forma ni en los contenidos con su denuncia de la supuesta injerencia de la neurociencia en las humanidades. ¿Por qué los neurocientíficos no pueden involucrarse en problemas que hasta el momento sólo formaban parte del repertorio de las humanidades? Una cosa es no creer que la neurociencia tenga ya (o vaya a tener) las respuestas últimas, y otra muy distinta es desautorizar sus empeños por asomarse a no importa qué tipo de realidad. Peor aún, declaraciones como las de O’Grady enturbian el diálogo entre las ciencias y las humanidades. En definitiva, una confianza desmedida en la neurociencia puede acabar engendrando una desconfianza igualmente desmedida –e injustificada– por parte de quienes no se reconocen en ellas, algo que, por otra parte, aumenta hasta límites insospechados el hiato entre las dos culturas, por utilizar la expresión Charles Percy Snow en su conocido artículo de 1959. Y es una pena pues la neurociencia surgió con un espíritu abiertamente interdisciplinar.

Neuroeconomía, Neuroestética, Neuroteología… el problema no es el entrometimiento (las disciplinas neuro están ofreciendo enriquecedores enfoques y, en ciertos casos, valiosas aplicaciones) sino las actitudes imperialistas de quienes rechazan toda posibilidad real de que las decisiones humanas, el objeto artístico, Dios, etc. puedan ser explicadas como algo más que el producto de la interacción entre un sistema neuronal complejo y su medio. Y son precisamente esas expectativas radicales las que llevan a Carlo Umiltà y Paolo Legrenzi a calificar de neuromanía la deriva de unas investigaciones en las que la interdisciplinariedad se entiende de manera vertical y sumamente condescendiente (cfr. Legrenzi y C. Umiltà 2011). Por supuesto, no todos los investigadores caen en dicha trampa. Por ejemplo, Anne Runehov, investigadora de la University of Uppsala y especialista en Neuroteología escribe: “…ni los neurocientíficos, ni los teólogos, ni los filósofos, ni los psicólogos, ni los sociólogos pueden por sí mismos explicar al ser humano. Sin embargo, cada disciplina [usando sus propios métodos] puede tener información importante para contribuir a una comprensión global [a un] modelo explicativo más holístico [del ser humano]” (Runehov 2006).

Todavía más práctico es el problema de los efectos adversos. En la mayor parte de productos neuro-tecnológicos ya comercializados (principalmente fármacos) se obvia mencionar en sus prospectos las incertidumbres que guarda el consumo a largo plazo. Y es que apenas hay datos, entre otras razones por las dificultades metodológicas que arrastran estudios longitudinales cuyo fin es evaluar la manipulación de un órgano del que apenas conocemos lo básico. Ni siquiera los que recetan dichos medicamentos suelen advertir a sus pacientes sobre tales riesgos. Esta conducta solía tener una buena justificación: en la mayoría de los casos los efectos benéficos del tratamiento en aquellos que buscaban tradicionalmente atención psiquiátrica solían compensar los potenciales efectos a largo plazo. No obstante, la desinformación sobre el alto grado de incertidumbre en el consumo a largo plazo está generando la sensación social de que dicha tecnología es segura, una confianza que para muchos es uno de los principales motores del fenómeno contemporáneo de psiquiatrización de la condición humana. El perfil del paciente psiquiátrico está cambiado y, con él, también las relaciones coste-beneficio que orientan el tratamiento. No obstante, todavía muchos profesionales de la salud, acostumbrados al antiguo modo de proceder, no se han percatado de que la ignorancia social que sustenta la confianza en los psicofármacos se está volviendo progresivamente más y más peligrosa (cfr. Lucke et al. 2011).

Otro problema también relevante es la influencia real, práctica y más que cuestionable que ejerce la neurociencia en los puestos de responsabilidad social. Russell Poldrack afirma con preocupación, por ejemplo, que las ya mencionadas predicciones electorales de Iacoboni, Freedman y Kaplan están más cerca de la astrología que de la ciencia real (Poldrack 2007). Lamentablemente, esta feroz crítica puede ser aplicada –más allá de la Neuropolítica–, sobre los numerosos oráculos que están conformando las decisiones de educadores, economistas, teólogos, etc.

Por último, se hace también necesaria una reflexión sobre los inconvenientes que puedan derivarse de una desmedida fe en la ciencia especialmente –en los tiempos que corren–, en los que autores con tanta visibilidad como Richard Dawkins tienden a trivializarlos. “La ciencia no es una religión y no se reduce simplemente a una fe. Aunque tiene muchas de las virtudes de la religión, no tiene ninguno de sus vicios. La ciencia se basa en evidencia verificable. A la fe religiosa le falta no sólo la evidencia, su independencia de la evidencia es su orgullo y gozo gritado desde las azoteas.” (Dawkins 1997). Dejando aparte el controvertido juicio de Dawkins acerca del papel que juegan las evidencias en las religiones, nos interesa señalar aquí algunas objeciones a su tesis sobre la ausencia de vicios científicos similares a los que es posible apreciar en las religiones.

La primera réplica tiene que ver con la naturaleza de las actuales expectativas científicas. Lo hemos mostrado a lo largo de este artículo: muchas de las creencias de índole neurocientífica no están basadas en evidencias experimentales.

Otra objeción a la que puede apelarse es la del dogmatismo científico, vicio que podemos reconocer fácilmente en el fenómeno de la neuromanía. Un interesante ejemplo de dogmatismo científico puede encontrarse en Breaking the Spell (2006), libro en el que Daniel Dennett analiza la función que cumplen las religiones en el desarrollo social. Concretamente, estudia las ideas religiosas aplicando la teoría del Fenotipo extendido de Dawkins, y algunas otras que extrae de la neurociencia y de la filosofía de la mente. Las conclusiones a las que llega Dennett son radicales: por su misma naturaleza, todas las religiones debieran ser prohibidas pues sólo la fe en la ciencia es beneficiosa o, al menos, inocua. ¿Realmente conoce Dennett tan bien la naturaleza de la relación mente-cerebro y el papel social que juegan los diversos tipos de creencias existenciales como para verse capaz de emitir un veredicto que, además, pide materializar de manera expeditiva?

Por último, señalemos la relación entre cientificismo y violencia, tema que ha preocupado a intelectuales del siglo xx como Huxley, Marcuse, Ellul y Habermas, por citar solo algunos. Estos autores, echando mano de distintos argumentos, comparten un mismo frente: el empleo de la racionalidad científico-técnica en todos los niveles de la vida humana propicia la cristalización de una teoría antropológico- social con consecuencias nefastas. Para Huxley, por ejemplo, es la fe en la ciencia la que da a lugar a tecnocracias donde la razón calculadora es utilizada como herramienta de dominio que cosifica y vacía de sentido todo aquello a lo que se aplica (cfr. Deery 1996). La visión pesimista de Huxley con respecto a la fe en la ciencia es antagónica a la de Dennett y, sin duda, discutible. ¿Es la degradación humana la estación de término de una sociedad caracterizada por su fe en la ciencia o sólo una derivación indeseable que es posible evitar con el uso de la razón?

A colación de este asunto sobre el hipotético vicio científico de la violencia, es posible identificar otro ejemplo de actitud dogmática: hoy apenas existe debate en los foros neurocientíficos sobre dicho tema. ¿Cómo es posible que esto suceda con un tipo de fe cuyo número de adeptos crece exponencialmente y que, si Huxley tiene razón, resulta de las más peligrosas imaginables? Sólo por el beneficio de la duda dicho asunto merecería un apartado especial en los temas abordados por la Neuroética.

Conclusiones

En este artículo hemos tratado de estudiar, por un lado, las diversas causas que están propiciando el aumento de la confianza con respecto a las teorías neurocientíficas y el optimismo en lo que a las promesas lanzadas se refiere, y, por el otro, la función actual de tales actitudes psicológicas en el avance científico y en el progreso social.

En nuestro diagnóstico hemos podido detectar que las tesis neuroesencialistas, que están configurando una verdadera neurocultura y traspasan los límites metodológicos de la ciencia, son transmitidas, no obstante, apelando a la autoridad científica. Dicha trasferencia ilegítima de autoridad se explica, entre otras razones, por la hiper-especialización científica y por algunas relaciones tendenciosas que se han establecido entre la ciencia y la filosofía. Otros factores relevantes en la divulgación del neuroesencialismo son la falta de rigurosidad por parte de los medios de comunicación, los intereses económicos y las necesidades existenciales.

Posteriormente hemos apuntado algunos problemas de la neuromanía como son las confusiones epistemológicas que atentan seriamente contra la investigación neurocientífica strictu sensu, la merma de un auténtico diálogo interdisciplinar, los riesgos para la salud, para la educación, para la política, etc., y por último y no menos importante, los horizontes de violencia asociados a la cultura tecnológica. Para terminar, consideramos que estos problemas se solventarían, en buena medida, si lográramos hacer entender, dentro y fuera del ámbito académico, que es epistemológica y metodológicamente falsa la creencia de que las actuales expectativas en la neurociencia se encuentran justificadas científicamente.

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1 Las agresivas estrategias de comercialización y las cuantiosas ganancias que la industria farmacéutica está obteniendo con la venta de neurofármacos son otras dos puertas de acceso al estudio del fenómeno de psiquiatrización. La bibliografía bioética en ambos temas es abundante aunque una interesante revisión es la que edita, en 2009, Denis G. Arnold bajo el título Ethics and the Business of Biomedicine.

2 Uno de los más prometedores usos de la Estimulación Cerebral Profunda es el tratamiento de los trastornos disociales de la personalidad.

3 Una buena aproximación al negocio de los llamados detectores de mentiras es la realizada en el editorial Mind-goggling publicado en The Economist el 29 de octubre de 2011.

4 Otro ejemplo relacionado con el mundo empresarial es la ayuda que hoy presta la neurociencia a las compañías aseguradoras para establecer los requisitos de contratación de sus productos. Sobre este nada trivial tema consúltese el artículo The Impact of Neuroscience on Health Law publicado por Stacey A. Tovino en la revistaNeuroethics en 2008.

5 La consulta en PubMed fue realizada el 7 de enero de 2013.

6 El término cultura tecnológica es acuñado por Bijker en un artículo de 1995 para caracterizar la sociedad que solicita y toma en consideración el consejo científico en todos los aspectos relevantes de la esfera pública, gubernamental y no gubernamental.

7 Rethinking Expertise (2007), de Harry Collins y Robert Evans es otra interesante monografía que analiza este tipo de abuso de confianza de la ciencia. Más sintética es la entrevista que J.R. Minkel realizó a Collins en el 2008 para la Scientific American con el título Scientists Know Better Than You--Even When They’re Wrong.

8En la ya citada publicación de Ramani (2009) es posible encontrar más ejemplos y reflexiones sobre la percepción pública de la neurociencia.

9 Este y otros tipos de corrupción endémicos a la industria farmacéutica son sacados a la palestra en el editorial de BMJ del 6 de febrero de 2013. Su título no deja lugar a dudas: Is there a cure for corporate crime in the drug industry?

10 Puede encontrarse la conferencia de Leon Kass en la siguiente URL: http://www. manhattan-institute.org/html/wl2007.htm

11 Ramez Naam, en su libro More than human: Embracing the Promise of Biological Enhancement, publicado en 2005, defiende no sólo la aplicación de tecnologías con vistas al perfeccionamiento de la naturaleza humana, sino la búsqueda de una auténtica superación de lo humano en todos los órdenes, una meta que exige necesariamente el empleo de técnicas para cambiar la propia mente.

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